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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | A ghost story

    Dos ventanas al vacío

    crítica ★★★★★ de A Ghost Story (David Lowery, Estados Unidos, 2017).

    «"A salvo, a salvo, a salvo", late con orgullo el corazón de la casa. "Tantos años…", suspira él. "Me has vuelto a encontrar. Aquí", murmura ella, "durmiendo; leyendo en el jardín; riendo, rodando manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro" Al inclinarse, su luz alza mis párpados. "¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!", late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: "¿Es este vuestro tesoro enterrado? La luz en el corazón"».
    Virginia Woolf, «La casa encantada».

    Si nos ponemos esencialistas, un fantasma es ante todo una memoria sin dueño. Una presencia del ausente (una contradicción, por tanto, y como tal asomada al vacío de la nada) y su afán hecho energía por no dejar atrás lo amado en vida. El fantasma más folclórico, por norma general, nos resulta una figura de terror porque canaliza nuestro miedo a los monstruos de lo inexplicable. Pero, si lo pensamos bien, el miedo más profundo que contiene un fantasma pertenece a la propia alma que éste manifiesta. El miedo a ser olvidado y el miedo a olvidar. Este último, quizá el más genuino. El de pasarnos la vida esforzándonos por grabarnos a fuego un puñado de recuerdos, unas imágenes para mantener vivo de algún modo todo aquello a lo que amamos, para que simplemente desaparezcan en un instante. Un fantasma es, entonces, la manifestación de un deseo de no olvidar tan incontenible que trasciende las leyes de la física. Pero, como producto del imaginario humano, un fantasma es también una imagen de esperanza en esa trascendencia. No necesariamente de fe en un más allá, sino del reflejo poético de aquello de los muertos que permanece entre los vivientes. El actor Will Oldham, en un monólogo que explicita las amplias trazas ensayísticas de un filme tan depurado de lo argumental como el que nos ocupa, concluye que lo único que da un mínimo sentido a este terror al vacío son las conexiones creadas con los demás, dado que terminan por configurar el recuerdo que dejamos tras desaparecer. ¿Qué impulsó a Beethoven a crear la novena sinfonía pese a esta consciencia de la fugacidad de todo lo que la inspiró?, se pregunta Oldham. O bien, reorientemos la pregunta: ¿Beethoven compuso la novena sinfonía movido por el deseo de ser recordado, o por el deseo de recordar la belleza que percibía en el mundo?

    En el fondo son dos cuestiones simétricas. Y el fantasma, y he aquí el núcleo de A Ghost Story, una figura atrapada entre ambas. Su condición de no viviente dicta, por una parte, su imposibilidad de habitar el presente y por tanto de seguir configurando el recuerdo ajeno hacia sí mismo. Por otra parte, también hace imposible un aspecto fundamental para que el recuerdo propio siga vivo: ser compartido a la vez que confrontado con nuevas experiencias del presente. Sin eso, los recuerdos solo son piezas de una escultura: forman algo inmóvil y sin tiempo. Una escultura que representa la expresión de una identidad, y no el cuerpo de esa identidad misma. De ahí que el fantasma sea una memoria sin dueño. O, por afinar un poco más, el deseo de permanencia de una memoria sin dueño. Nuestro protagonista fantasmagórico, encarnado (si tal palabra es posible para el caso) por Casey Affleck, está privado por tanto de todo intento de lenguaje. Pero llegamos a intuir cuál es su voluntad en una escena en la que contempla a su amada en vida (Rooney Mara) mientras empieza a rehacer su existencia frecuentando a otro hombre. Esa voluntad se expresa en las luces de la casa que destellan con violencia y los libros que caen de las estanterías mientras ella consuma el acto, y nos permite indagar en lo que implica la habitual ira del fantasma de casa encantada: no se trata de odio hacia los ocupantes, sino de una frustración irreprimible ante la transformación de los tesoros que él conserva en su memoria. Vistos así, los fenómenos poltergeist no son más que la traducción a energías de la única voluntad posible para un fantasma: el anhelo de que lo que solía ser su mundo no siga adelante sin él. Por esto mismo, es significativo que en el imaginario tradicional el fantasma suela aparecer asociado a un lugar concreto y jamás salga de él: por norma general, una casa como contenedora de sus recuerdos más preciados. Su renuncia a abandonar la casa, como le sucede a nuestro protagonista sobrenatural, especifica que esa voluntad es una resistencia dolorosa: es preferible el tormento de ver cómo el presente va dejando atrás la imagen de sus recuerdos preciados que decirles adiós para siempre. La muerte del personaje de Affleck supone el punto de partida del relato. Mientras que la presencia de Rooney Mara, la amada que le sobrevive, personaliza toda esta cuestión de la tragedia silenciosa del fantasma, condensada con una belleza que duele en una escena cumbre del filme: el fantasma impasible es observado desde fuera de la casa, tras la ventana, mientras el coche conducido por Mara se aleja dejando el lugar para siempre.

    «El esmerado juego de luces o el llamativo formato en 4:3 con bordes redondeados están dispuestos para sustraernos del contenido mediante la atención a la estética de los formalismos. Cada plano tiene, con ese deje de foto vintage, una cualidad de memoria que aspira a ser atesorada».


    Ahora bien, A Ghost Story es una obra que duele a su manera. Lowery plantea como estructura una fuga progresiva de lo narrativo, y una perspectiva que marca distancias claras respecto a la imagen. El esmerado juego de luces o el llamativo formato en 4:3 con bordes redondeados están dispuestos para sustraernos del contenido mediante la atención a la estética de los formalismos. Cada plano tiene, con ese deje de foto vintage, una cualidad de memoria que aspira a ser atesorada. A la par, el montaje diluye toda objetivación del tiempo a base de elipsis cada vez más agresivas resueltas mediante el simple corte. Uno de sus mayores logros está en la alternancia de dos secuencias en distintos estratos cronológicos que, unidas por una canción compuesta por el protagonista, siembran uno de los diálogos más bellos entre creación artística y recuerdo (y volvemos a Beethoven). Como observadores no vivimos, pues, un presente sino una idea de ese presente: el deseo de custodiarlo. Incluso la propia presencia del fantasma, ataviado durante todo el metraje con el popular atuendo de la sábana y dos agujeros para los ojos, funciona en este sentido. No deja de ser llamativo que una película que acoge el concepto de fantasma en su acepción más metafísica dé al mismo tiempo cabida a su representación más icónica. Para entendernos, que haga convivir a una idea sumamente abstracta que refleja angustias sobre la muerte y el recuerdo con una imagen tan concreta que forma parte del lenguaje emoji. La cuestión es que la imagen del fantasma pueril vacía de emociones directas las situaciones que de una forma convencional formarían la trama de la cinta; mientras que, en paralelo, el icono fantasmal realiza su propia operación de vaciado respecto a lo humano que hay en él. Se dice que el origen de este atuendo está en las sábanas que se solían poner sobre los fallecidos: al aparecer con esa sábana sobre el cuerpo, se sobreentendía que el fenecido se había levantado de su lecho mortuorio y echado a caminar. Además, la imagen de la sábana cubriendo las facciones del fallecido suele ser utilizada como motivo de tránsito definitivo en muchas películas, fantásticas o no. El blanco uniformizante de la sábana que se desliza sobre el cuerpo hace desaparecer los rasgos personales, vaciando de humanidad al ser que hay bajo él. Al mantenerse sobre el fantasma tras su “regreso”, la sábana evidencia que no ha existido tal. Que el primer tránsito de vaciamiento no ha tenido una reversión completa. Asimismo, los dos agujeros negros de los ojos, esa reminiscencia de facciones, devienen en ventanas al vacío. Los primeros planos que Lowery les dedica atestiguan esta amenaza de la nada que acecha bajo el engaño de una forma mínima (una figura erguida, unos pocos movimientos corporales, una mirada que quizá no mire).

    «Lowery prolonga notoriamente el plano en varias escenas en las que no hay ningún tipo de desarrollo interno, sino la congelación de sus situaciones... La llamativa prolongación no se justifica en el presente fílmico, sino al convertirse a posteriori en una de las últimas imágenes que guardar del ser amado siendo realidad antes de devenir en recuerdo».


    Al ir vaciándose cada vez más de trama, de experiencia directa del espacio, de exteriorización de emociones y de presencias humanas, lo que hace a A Ghost Story es disponerse para ser llenada. Ya lo decíamos, el fantasma es un ser incapaz de expresar nada, completamente inescrutable, pero precisamente por eso tiene una capacidad única para abarcar las inquietudes más abstractas, y con ello más universales, sobre los límites de la vida y la muerte. Este mecanismo de identificación basado en lo universal en lugar de lo particular, por tanto, nos permite establecer con las imágenes unos lazos emocionales puros, libres de mecanismos de empatía: es ese tipo de cine que consigue hacer de lo emocional algo flotante y capturable. En muchos casos, mediante apropiación de los recuerdos fílmicos y su posterior reinterpretación. En los primeros compases, Lowery prolonga notoriamente el plano en varias escenas en las que no hay ningún tipo de desarrollo interno, sino la congelación de sus situaciones. En una de ellas, Affleck y Mara se acarician desnudos y abrazados sobre la cama antes de volver a dormirse, tras haberse asustado por un ruido extraño en mitad de la noche. En el momento de ser contemplada, dada la distancia formal de la que hablábamos, no resulta particularmente conmovedora. Pero su prolongación la dispone para el recuerdo, que será reconfigurado en dos ocasiones. La primera poco después, cuando la muerte del personaje de Affleck nos haga volver a ella como último destello de una intimidad común destrozada, más aun cuando la sábana que cubre todo el (supuesto) cuerpo del fantasma contraste de forma tan elocuente con la desnudez, liberada de sábanas, de los dos amantes. La segunda, cuando el regreso directo de esa imagen entre en diálogo con el proceso de amplificación extrema que ha experimentado el relato antes de volver a ella, y evidencie un proceso de aprendizaje que podemos atribuir al fantasma como extensión de nuestra propia condición de seres obstinados a no dejar escapar el recuerdo. O bien, en otra de esas escenas, Lowery condensa el duelo de Rooney Mara en el sencillo acto de comerse una tarta: de nuevo, la llamativa prolongación no se justifica en el presente fílmico, sino al convertirse a posteriori en una de las últimas imágenes que guardar del ser amado siendo realidad antes de devenir en recuerdo.

    «Desde una necesidad desesperada de asomarse a ese abismo para salir de él con alguna verdad se entiende la inmensa belleza que arranca una película tan necesitada de aferrarse a ella. El gran logro de A Ghost Story, la obra de un cineasta en efervescencia creativa, es la organicidad con la que el minimalismo de sus elementos internos hace brotar un maximalismo de discursos existenciales».


    En la escena que abre la cinta, el personaje de Mara explica un ritual que completaba de niña para sobrellevar mejor las múltiples mudanzas a las que la arrastraba su familia: escribía un recuerdo en un trozo de papel y lo escondía en algún rincón de la casa, para que de ese modo una parte de sí misma se quedara allí. El detalle traza una diferencia de carácter esencial entre ella, que antes de la muerte de su pareja quiere que se muden de la casa en la que ambos viven, y el personaje de Affleck, que ya en vida muestra un apego incondicional a ese hogar. Es decir, que mientras que ella es capaz de dejar atrás ciertos apegos terrenales (aunque supongan dejar atrás una parte de sí misma), él parece destinado a la conversión en alma errante precisamente por esa incapacidad. De hecho, en su versión fantasmal convierte la búsqueda de la nota que Mara ha dejado en la casa después de mudarse tras su muerte en propósito central de su errancia. Como sugiere el relato de Virginia Woolf que citamos al inicio del texto (Lowery también hace en el filme), quizá solo puedan regresar como fantasmas aquellos que, al igual que el caracter de Affleck, conciban cada pedazo de memoria como un tesoro a conservar en lugar de un jalón con el que sellar el avance hacia un nuevo camino. Sea como sea, A Ghost Story tiene la capacidad de trasladar esta perspectiva del fantasma a cualquiera capaz de identificar en esta figura el anhelo existencial, y junto a él la desazón irremediable, por perseguir la permanencia todo lo que amamos. Lowery ha confesado que el germen del guión fue una de esas etapas vitales en las que uno siente que, ante la mortalidad de todo lo que nos rodea, nada importa. Desde una necesidad desesperada de asomarse a ese abismo para salir de él con alguna verdad se entiende la inmensa belleza que arranca una película tan necesitada de aferrarse a ella. El gran logro de A Ghost Story, la obra de un cineasta en efervescencia creativa, es la organicidad con la que el minimalismo de sus elementos internos hace brotar un maximalismo de discursos existenciales. | ★★★★★ |


    Miguel Muñoz Garnica
    © Revista EAM / Sundance Film Festival London


    Ficha técnica
    Estados Unidos, 2017. A Ghost Story. Director: David Lowery. Guión: David Lowery. Compañías productoras: Sailor Bear, Zero Trans Fat Productions, Ideaman Studios, Scared Sheetless. Presentación oficial: Festival de Sundance 2017. Productores: Adam Donaghey, Toby Halbrooks, James M. Johnston. Fotografía: Andrew Droz Palermo. Música: Daniel Hart. Montaje: David Lowery. Diseño de producción: Jade Healy, Tom Walker. Dirección artística: David Pink. Vestuario: Annell Brodeur. Reparto: Rooney Mara, Casey Affleck, Rob Zabrecky, Will Oldham, Liz Franke, Sonia Acevedo. Duración: 87 minutos.

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