Cannes muestra sus colores
Crónica de la primera jornada de la 70ª edición del Festival de Cannes.
La cita cinematográfica más importante del año, la que a buen seguro influirá en lo que ocurrirá en los próximos meses, nos recibe con un tiempo casi veraniego. El sol golpea fuerte sobre las lujosas embarcaciones del puerto viejo. La luz del mediterráneo se refleja sobre el blanco inmaculado del majestuoso Palais des Festivals donde acontece gran parte del certamen; las palmeras de la Croisette ondean levemente con la suave brisa marina. La Costa Azul luce su mejor cara para dar el pistoletazo de salida a una efeméride importante: 70 años marcando el rumbo del cine mundial. Y mientras toda esta explosión de luz y esplendor deslumbra en la superficie, en los pasillos del Palais se empiezan a formar las colas de periodistas en busca de su acreditación. Es aquí donde Cannes muestra sus verdaderos colores. La diferencia entre el amarillo y el rosa no son simplemente unas cuantas tonalidades. Es el hecho de tener que aguantar más de una hora de cola o entrar directamente a la sala sin apenas esperas; es la diferencia entre tener un buen sitio en platea o andar directamente al gallinero. Cannes asigna a cada medio uno de sus distintos colores por orden de importancia y marca así el día a día de los miles de cronistas que llegan de todo el mundo. Podría decirse que es injusto, sí; hay incluso quien le dedica adjetivos más fuertes; pero desplazarse hasta la costa francesa es aceptar las reglas del juego, hacer malabares con los distintos pases para intentar adivinar cuál encajará mejor con el color asignado e intentar no quedarse fuera para ver, sino todo (algo físicamente imposible), al menos lo más importante o apetecible. Ese es el verdadero color de Cannes: el de las colas en los pases, las ecuaciones para intentar cuadrar los horarios, el de las conversaciones en horas de espera con los compañeros cromáticos... Pero este color apenas relucirá. Porque lo que de verdad importará durante las próximas casi dos semanas es el intenso brillo del haz de luz que hace posible que cada proyección sea mágica. Casi tan intenso como el rojo almodovariano sobre el que baila Claudia Cardinale en el cartel de esta edición. (Víctor Blanes)
ISMAEL'S GHOSTS
Les fantômes d'Ismaël, Arnaud Desplechin, Francia | FUERA DE COMPETICIÓN (INAUGURACIÓN).
Por Alberto Sáez Villarino
Arnaud Desplechin, recurriendo a una estructura muy similar a la de su anterior trabajo, Tres recuerdos de mi juventud, vuelve a introducir al espectador en su caótico mundo de pesadillas obsesivas e inexpugnables sociedades gubernamentales, con el propósito de recrear un nuevo capítulo semi-autobiográfico que, por supuesto, quedará constantemente unido al resto de su filmografía mediante una serie de puntos coincidentes. De este modo, y siguiendo con la misma tónica del resto de su trayectoria fílmica, Ismael’s Ghosts resulta sofocante, frenético en su exposición argumental y, por último, deshilachado en exceso. Una multitud de historias, tramas y subtramas, referencias y comparaciones, hacen que la estructura narrativa se tambalee por un esfuerzo harto pretencioso por lograr una fluidez armónica en el devenir de los acontecimientos. El avance, demasiado rápido para poder asimilar los constantes giros de guion, termina por desembocar en un sucio entramado esquizoide-metacinematográfico que desdibuja la premisa fundamental sobre la que se sustenta todo el peso de la obra.
La película se inicia con la presentación de Ismaël Vuillard, un director y guionista que trabaja en su nuevo proyecto: la historia de Ivan Dedalus —de nuevo ese alter ego joyciano al que tanto cariño tiene el realizador—, un misterioso personaje a quien el director (Desplechin o Vuillard) irá descubriendo capa por capa en cada uno de los capítulos que, sobre su vida, surgirán como momentos de inspiración creativa del protagonista. Al mismo tiempo, una analepsis de dos años nos sitúa en el momento en el que Ismaël conoce a su actual pareja, Sylvia. Desde ese instante, la historia continuará en avance lineal hasta que aparezca la gran incógnita que hará girar una historia que ya oscilaba sobre varios ejes. La exmujer del protagonista, desaparecida y dada por muerta hacía 21 años, aparece de la nada como, efectivamente, un fantasma, el fantasma de Ismaël. No, Carlotta no está muerta, aunque la verosimilitud de la historia se hubiera visto menos comprometida si así hubiera sido. La situación en el momento de la “aparición” resulta incluso más disparatada que si Marion Cotillard hubiera aparecido con una sábana en la cabeza y en un estado semitransparente. El reencuentro resulta muy cómico en cuanto a la naturalidad que hombre al encontrarse con su difunta esposa, hasta que, por supuesto, la situación se hace insostenible para él y estalla en el violento interrogatorio que se preveía en cualquier momento. Incluso la relación entre la no-difunta y la novia actual del protagonista parece estrecharse de forma incomprensible, hasta que Carlotta confiesa a Sylvia su intención de reconquistar a su marido. El personaje de Cotillard, demasiado vago para la gravedad que busca aparentar, funciona como una estrategia desestabilizadora de toda la trama, no por su condición de fantasma, sino por la incertidumbre que despierta su repentino interés de regresar a la vida. Rupturas de la cuarta pared, historias dentro de historias, saltos en el tiempo, en el espacio e incluso saltos de ficcionalidad, jugarán a confundirnos y obligarán al espectador a un esfuerzo adicional para hallar una respuesta coherente en este universo de atrezo que, por muchas vueltas que se le den, no termina de encajar. (★★★ / 62)
Francia, 2017. Título original: «Les fantômes d'Ismaël». Director: Arnaud Desplechin. Guion: Arnaud Desplechin. Productores: Pascal Caucheteux, Oury Milshtein, Frantz Richard. Compañía: Why Not Productions. Fotografía: Irina Lubtchansky. Música: Grégoire Hetzel. Diseño de producción: Toma Baqueni. Asistente de dirección: Ivan Le Goff. Montaje: Laurence Briaud. Reparto: Mathieu Amalric, Marion Cotillard, Charlotte Gainsbourg, Louis Garrel, Alba Rohrwacher, Hippolyte Girardot, Samir Guesmi, László Szabó. Duración: 110 min.
LOVELESS
Нелюбовь, Nelyubov, Andréi Zviáguintsev, Rusia | COMPETICIÓN.
Por Alberto Sáez Villarino
El abigarrado tenebrismo rústico de los inhóspitos bosques soviéticos emerge como la gran amenaza natural de un país corrompido por su exacerbada frialdad temperamental. La sutil imagen expresionista de nevados y moribundos árboles presente al comienzo de Loveless se complementa, en un astuto paralelismo, con la personalidad apática y carente de afecto mostrada por los personajes de la nueva película de Andrey Zvyagintsev. El cineasta ruso construye una demoledora crítica a la activa clase media soviética, seres sin escrúpulos que se esfuerzan por alimentar la única fuente de energía que parece mantenerlos socialmente atareados: el odio. En concreto nos encontramos con Zhenya y Boris, un matrimonio en proceso de separación cuya relación y la escasa interacción comunicativa que se produce entre ambos nos impiden concebir la idea de que, en un pasado no muy lejano, pudo existir entre ambos algo parecido al amor. Sin embargo, el realizador no se centrará en la desgastada situación marital, sino en los vínculos afectivos de cada uno de los cónyuges por separado; encontrando como nexo inexcusable al hijo que tienen en común.
En el momento que el niño, atormentado por la falta de cariño, comprensión o cualquier muestra posible de dilección, se escape de casa, comenzará para sus progenitores un proceso de toma de conciencia tan extenuante como doloroso. Cuando Zhenya y Boris son obligados a salir de su mundo de ritualidad afectiva, en el que buscan a toda costa construir un apasionado idilio amoroso por separado, para paliar la decadente coyuntura vital que conforman de manera conjunta, se encontrarán con una inesperada y desagradable sorpresa. La policía, completamente incompetente en lo relacionado a desapariciones de niños, les aconseja contactar con un grupo organizado de civiles voluntarios que parece ser la mejor opción para terminar con el inconveniente que supone tener que localizar a su hijo. Con el paso de los días, tanto los esfuerzos como la preocupación irán en aumento. El director plantea una paradójica visión de la paternidad en familias desestructuradas; si hasta la fecha de su desaparición, ambos padres peleaban por deshacerse de la custodia del niño, o deshacerse del propio niño directamente, mandándolo a un internado, una vez que éste se escapa, su presencia resulta imprescindible. Los adultos son despojados de cualquier atisbo de madurez o responsabilidad y presentados como desalmados egoístas que sólo piensan en su comodidad, creyendo que una nueva pareja podrá reparar una vida llena de infelicidad, sin darse cuenta de que lo que realmente no funciona se encuentra dentro de ellos mismos. Así, un montaje en paralelo de sendas parejas teniendo relaciones sexuales, completamente despreocupadas y haciendo falsas promesas que suenan a repetición de un pacto original hecho añicos —“Seguro que a tu mujer le decías lo mismo que a mí”—, en el preciso momento en el que su hijo se lanza aterrorizado a las heladas calles, termina por consolidar una crítica tan desoladora como la propia película. Una cinta que dedicará casi la mitad de su metraje a la recreación de un proceso de búsqueda absolutamente agotador y desmoralizador. (★★★★ / 75)
Rusia, Francia, Bélgica, Alemania, 2017. Título original: «Nelyubov/Нелюбовь». Director: Andréi Zviáguintsev. Guion: Oleg Negin. Compañías: Arte France Cinéma / Why Not Productions. Fotografía: Mikhail Krichman. Música: Andrey Dergachev. Sonido: Andrey Dergachev. Montaje: Anna Mass. Reparto: Maryana Spivak, Alexei Rozinm, Matvey Novikov, Marina Vasilyeva. Duración: 128 min.