Fin de fiesta
Crónica número IV del D'A 2017 por VÍCTOR BLANES PICÓ.
Todo lo bueno termina. Y este D’A 2017 no podía ser menos. Atrás quedan más de diez días de cine que, como apuntábamos en la anterior crónica, difícilmente tendrá la oportunidad de encontrar su público. Y la sensación que nos deja es que el cine contemporáneo sigue siendo ese reducto estimulante donde habitan demonios, revoluciones, frustraciones y otros sentimientos humanos que, en forma de imágenes, atraviesan nuestras retinas para instalarse en ese lugar recóndito de nuestro cerebro reservado para los sueños. Lo cierto es que nos ha parecido ver las salas más llenas, colas y expectación ante pases que, en apariencia, parecían menos atractivos. A falta de datos oficiales por parte del festival, lo que nos dice nuestra intuición es que esta séptima entrega del festival no ha hecho más que confirmar la buena acogida de su programación en la capital catalana. Hablar de cita ineludible en el calendario cultural de la ciudad ya es casi un lugar común, así que ahora el D’A tiene por delante la difícil tarea de no estancarse, de continuar creciendo no solo en número de espectadores, sino también en calidad y repercusión. Pero mientras, hablemos del palmarés. Por un lado, un a priori insólito Premio del Público. The woman who left, de Lav Diaz, se va del festival como la película más valorada por el respetable. Aunque, con sus casi cuatro horas de duración, parece claro que el pase estuvo reservado a verdaderos fans del director filipino, cosa que no quita mérito alguno a una cinta que ya se llevó el León de Oro en el pasado festival de Venecia y que deja un hecho que, como mínimo, dice mucho de los gustos del público barcelonés. El Premio Talents D’A 2017 del jurado profesional ha ido a parar a People that are not me, de la directora israelí Hadas Ben Aroya y que, por desgracia, no cuadró en los planes del cronista que escribe. El jurado, compuesto por Nuria Vidal, crítica de cine, Jan Cornet, actor, y Mercedes Martínez-Abarca, miembro del comité de selección del Festival de Rotterdam, ha destacado «la capacidad de la directora de estar delante y detrás de la cámara, con una frescura y libertad que se transmite a los espectadores». Esperamos poder recuperarla pronto. El jurado de la crítica, compuesto por Carlota Moseguí, Paula Arantzazu Ruiz y Javier Osuna, ha concedido, en primer lugar, una muy merecida Mención Especial a «La película de nuestra vida», de Enrique Baró, que analizamos unas líneas más abajo. Finalmente, el Premio de la Crítica ha recaído en El futuro perfecto, de Nele Wohlatz, porque, en sus propias palabras, «mediante una sencilla puesta en escena despliega una serie de cuestiones de difícil articulación, desde la incomunicación del que acaba de llegar a un país nuevo al uso del lenguaje como herramienta de autoconocimiento».
Demonios tus ojos | ★★★
Pedro Aguilera, España 2016 | Sección Talents.
En un momento de la tercera película de Pedro Aguilera, Oliver, sujetando el proyector a la altura del pubis, espía a su hermana a través a de una cámara que ha escondido en su cuarto. La imagen le obsesiona, necesita llevarla consigo mientras camina por el pequeño espacio que habita. Demonios tus ojos nos muestra la perversión detrás de la mirada, el ojo curioso ávido de imágenes impregnadas por una tensión sexual incestuosa. Tras descubrir en una web pornográfica un vídeo protagonizado por su hermana Aurora (Ivana Baquero, dejando atrás de un plumazo al laberinto y al fauno), Oliver, director de cine afincado en Los Angeles, decide regresar a Madrid tras años de ausencia en lo que parece un intento de buscar explicaciones.
De lo que nos quiere hablar Aguilera es de los límites de lo prohibido, del morbo intrínseco que se esconde tras el acto de mirar. Así, con un formato cuadrado que focaliza la mirada y oprime aún más al observado, se va construyendo una historia enfermiza, donde la necesidad de poseer va más allá de cualquier lógica familiar. Y ese juego perturbador va cogiendo poco a poco tintes de thriller psicológico, donde la ambigüedad de las intenciones de Oliver va creando un ambiente malsano. Así, la primera mitad de la película es un continuo in crescendo que alcanza su momento cumbre en la escena en el bosque, cuando el deseo de poseer se convierte en un acto carnal. Y a partir de aquí, sin llegar a entender las razones, Demonios tus ojos se convierte en otra cosa. Bien por falta de empuje, por no atreverse o porque era otra la película que tenía en mente, parece que todo lo que se ha construido hasta entonces se desmorona por los derroteros más convencionales. Es justo en el momento en que el lío amorosa cobra más relevancia que la pulsión del deseo, en que las pasiones son simples vehículos de clímax sin la profundidad psicológica y turbadora que llevaban aparejada, cuando todo, desde la trama hasta la imagen, deja de tener sentido, se viene abajo. Sin llegar a ser una película fallida, Demonios tus ojos acaba dejando un sabor agridulce por todo lo que podría haber sido si se hubieran tensado las cuerdas del binomio Oliver-Aurora, si se nos hubiera obligado a mirar por encima de nuestras posibilidades.
La película de nuestra vida | ★★★★
Enrique Baró, España 2016 | Sección Talents.
Echar la vista atrás es siempre un ejercicio que entraña cierto riesgo. Más aún si se hace desempolvando películas familiares en las que se concentra un pequeño trozo de felicidad en pretérito. Otras películas que han explorado esta especie de variación del género de material encontrado han tomado una vía exacerbadamente melancólica o han utilizado esas imágenes para construir un retrato negro y pesimista del presente. Lo que propone Enrique Baró en su ópera prima es muy distinto, y quizás por eso sea tan interesante. Volviendo a la casa de veraneo familiar y echando mano de distintas grabaciones desde el año 1952, el director barcelonés, mediante una imaginación desbordante, construye una burbuja del recuerdo donde, en una especie de limbo temporal, tres actores de distintas edades recrean situaciones filmadas años atrás.
El sentimiento estival de recreo y esparcimiento al que remite La película de nuestra vida se materializa en una especia de Arcadia en la que se mezclan vinilos, revistas, aperitivos, chapuzones en la piscina, refrescos… No obstante, no estamos ante un ejercicio de recreación fiel en un sentido estricto. Baró intenta representar un estado de ánimo, regresar a un lugar para volver a construir un sentimiento de felicidad infantil. Para ello, sostiene el tiempo de un modo casi indefinido en un decorado que parece sacado de los años 70 pero que continuamente se fisura para mantenerse en continuo contacto con el presente. Así, hasta la recreación de lo que parece un fatal accidente se rompe para mostrar la falsedad de su relato, su condición de pieza cinematográfica escenificada. La clave para entender la propuesta de Baró puede estar en cómo juega con el tiempo y la duración. Mientras los tres protagonistas descansan tras bañarse en la piscina, la pantalla pasa a negro durante cinco segundos y un letrero nos indica «5 segundos después». Tras esta breve interrupción, la situación no ha cambiado, los tres continúan disfrutando de una siesta. Es la constatación de que el tiempo en el cine es una fabricación, de que cada segundo en el que persiste la imagen es una excusa para continuar disfrutando de una vida que debe sentirse como propia, de un espacio físico que nos pertenece más allá de los años. Y así, al llegar la noche, toda la familia se reúne para celebrarlo mientras suena «La canción de tu vida», de Joe Crepusculo. ¿Que qué hay que celebrar? Pues quizá que hemos llegado a la conclusión que nuestra vida es eso: una fiesta.
Fixeur | ★★★
Adrian Sitaru, Rumania 2016 | Sección Direccions.
Earece que el periodismo, un oficio tan denostado como idealizado en estos tiempos, no acaba de encontrar voces que lleven a la gran pantalla sus más y sus menos. No se engañen: el triunfo de Spotlight no era más que un espejismo y estamos lejos de esos maravillosos años 70 con películas como Network, de Sidney Lumet, Primera plana, de Billy Wilder, o Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula. Y es que, como ocurre con tantos otros temas, normalmente ha sido la cinematografía norteamericana la que nos ha dado la visión sobre el oficio. Por ello, siempre es bienvenida la inmersión en el género por parte de un director europeo. El rumano Adrian Sitaru (inspirado, como suele ocurrir en estos casos, en un hecho real) se centra en un joven asistente que intenta ayudar a un reportero francés a investigar el caso de una joven prostituta repatriada desde París.
En Fixeur, Sitaru construye una película en la que el periodismo sirve de excusa para tratar distintos temas. Por un lado, y en lo que constituye el núcleo central de la trama, la propia investigación periodística. Su mirada está exenta de buenos y malos, todo se presenta en un gris donde los extremos son imposibles de representar. Así, los límites de la búsqueda de una imagen en concreto y la ética del afán por mostrar un tema acaban por mezclarse con la implicación personal, con la percepción de cada uno de lo que está bien y lo que está mal. ¿Dónde termina el periodista y empieza a aflorar el activista? Por otro lado, el concepto de presión sobre la víctima para que dé su testimonio va ligado a la presión que el protagonista ejerce sobre el hijo de su pareja para que mejore en natación. Los adultos, como siempre, tratando de modelar a los menores para que actúen ya no por su interés, sino por la necesidad de reivindicarse en sus anhelos. Entre ambas tramas, lo que acaba surgiendo es un retrato de los límites éticos en nuestra vida privada y profesional, en cómo el ejercicio de mirar desde una perspectiva de poder nos hace manipular lo que queda debajo. Y el problema surge cuando nos damos cuenta de ello, cuando somos conscientes de que podemos estar cruzando una línea peligrosa y a nuestro alrededor nadie parece percatarse. Con una puesta en escena que remite de manera sutil al estilo documental televisivo (con sus zooms y sus panorámicas), Fixeur está llena de matices y capas que, a la postre, también permiten dibujar un retrato de la Rumanía moderna, con sus diferencias sociales y sus tejemenajes en la sombra.
Ceux qui font les révolutions à moitié n’ont fait que se creuser un tombeau | ★★★★
Mathieu Denis y Simon Lavoie, Canadá 2016 | Sección Talents.
Puede que este sea el mejor momento para hablar sobre la revolución. Ahora que, de izquierda a derecha, incluso desde el centro, se coge la bandera que aboga por ella, entender lo que realmente significa la revolución se hace más necesario que nunca. Y hay que hacerlo sin media tintas, sin quedarse a medias porque, como bien reza el interminable título de la cinta que nos ocupa, eso no sería más que cavar nuestra propia tumba. Ceux qui font les révolutions à moitié n’ont fait que se creuser un tombeau , digámoslo así, no es un plato de buen gusto. Es una película que te abofetea, te invade, te supera… es imposible de asir, imposible de digerir. Pero es en la radicalidad de sus formas y en la densidad de su fondo donde la propuesta cobra un sentido pleno, donde el qué y el cómo se unen para dar una imagen de seguridad y poder, como todo buen revolucionario.
Los canadienses Mathieu Denis y Simon Lavoie inician el relato de cuatro jóvenes que deciden apartarse radicalmente de la sociedad y hacer la revolución de manera coherente con una situación que resume a la perfección sus intenciones. En lo alto de un edificio, tres enormes carteles publicitarios muestran la apropiación capitalista del concepto clave. «Revolucionario», se lee junto a la flamante silueta de un coche; «Haz realidad tus sueños. Es posible.», invita lo que parece ser un anuncio de una entidad financiera. Con vehemencia, los cuatro cambian estos mensajes por una consigna clara: «El pueblo todavía no sabe que es infeliz. Nosotros se lo enseñaremos.» Las siguientes 3 horas de metraje (excesivas, como todo en esta propuesta) no hacen más que mostrar y evidenciar esta incongruencia que hace que todas las revoluciones siempre se queden a medias, que los poderosos nos acaben dando gato por liebre: una generación de jóvenes contestatarios pero sin despegarse de sus iPhones y iPads; un grupo de estudiantes en huelga que no sabe cómo continuar con su protesta; los adultos que, aun confesando su espíritu revolucionario de antaño, se han acomodado en una burguesía placentera… Y en todo este mar de incoherencia y falso hartazgo, los cuatro jóvenes se levantan no solo contra todo lo que les rodea, sino contra ellos mismos, yendo siempre un paso más allá en sus actos, cruzando líneas, avanzando a ciegas hacia la autodestrucción. Como transmisora de ese mensaje, el film hace justo lo mismo. Escapando de la sutileza o de subtextos y metáforas, los directores canadienses lo ponen absolutamente todo en imágenes. Verbalizan todas y cada una de las disquisiciones revolucionarias, escriben en pantalla arengas y pensamientos. Estamos ante una narrativa explícita, que fragmenta el relato de los protagonistas mezclando formatos, incluyendo imágenes de antiguas manifestaciones o intervenciones en televisión que no hacen más que subrayar un mensaje ya subrayado. Con todos estos elementos, no nos quedamos cortos al afirmar que Ceux qui font les révolutions à moitié n’ont fait que se creuser un tombeau es tremendamente autoconsciente, altiva, arrogante, incluso pedante. Pero, justo por ello, es honesta y coherente. No hay medias tintas. La revolución era esto.