La gesta y la obsesión
crítica ★★★★ de Z, la ciudad perdida (The Lost City of Z, James Gray, Estados Unidos, 2016).
El fundamento metaliterario de la mitología es la admiración. El lector, el oyente, busca y celebra como propias las gestas y cualidades del héroe que este no posee. Se refleja en todo aquello que le falta. Y, dentro del amplio abanico de virtudes heroicas, la más determinante es, sin duda alguna, la voluntad. Así de simple: la voluntad como motor de las mayores y más hiperbólicas hazañas que los grandes vates clásicos y trovadores medievales soñaron como artefacto a la medida del receptor. Conceptos tales como el viaje sin retorno previsto, el peligro constante o la búsqueda de lo ignoto son hoy en día parte de la cultura popular. El western como género más prodigado en la primera mitad del XX existe porque existió la Épica y los cantares de gesta, en cuyos hitos se vieron identificados, de algún modo, los colonos del mal llamado Nuevo Mundo, generando todo un sistema romántico que dignificó algunas pocas acciones nobles y otras muchas no execrables. No hay discusión al respecto: la curiosidad y el deseo de llegar a lo más profundo de la madriguera del conejo, al conocimiento último, son un tentador ofrecimiento para todo aquel por cuyas venas corra algo de sangre. El espectador es, a su manera, cómplice y participante pasivo de la gesta heroica, y, a pesar de la muy demostrada capacidad del cine para reproducir todo tipo de entornos, situaciones reales y oníricas, reside algo inasible entre el celuloide de los filmes de corte aventurero. Ejemplo preclaro es Z. La ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016), propuesta francamente emocionante —y difícil de explicar—. Detrás de tal proyecto se encuentra la mano de James Gray, uno de los más interesantes cineastas del último cuarto de siglo. Su talento lo precede, y causó enorme expectación entre la crítica especializada durante el pasado Festival Internacional de Cine de Berlín. Experto en configurar paisajes emocionales, contenidos sobre todo en espacios cotidianos, su ópera prima llamada Cuestión de sangre (1994) manifestaba ya un interés sociológico por la familia y las relaciones interpersonales como entorno en el que explorar la culpa, la redención y el duelo ante la ausencia. A lo largo de un puñado de excelentes películas, Gray ha reivindicado una cotidianidad alejada de planos generales, de esa tentadora exploración de lo épico. Hasta ahora. The immigrant (2013) quizás puede considerarse precedente en este interés progresivo por la grandilocuencia. La reproducción de un Zeitgeist tan específico como la cuna de la multiculturalidad de unos Estados Unidos a las puertas de la crisis no abandonaba, por otra parte, el enfoque sistemático en planos de interior, con ese clasicismo tan reivindicable en una época obsesionada con lo cinético y lo delirante. El que nos ocupa, sin ninguna duda, es su filme más ambicioso; en la misma medida que lo fueron Fitzcarraldo (1982) y Apocalypse now (1979) para Herzog y Coppola, respectivamente. Al igual que sus maestros, es tan enorme la perspectiva que se pretende abarcar, que el proyecto mismo, lo puramente exocinematográfico, ha pasado a pertenecer al género de la épica. Los ingentes inconvenientes, problemas técnicos y accidentes durante el rodaje de Z. La ciudad perdida no llegan a las cotas de las obras mencionadas; desde luego. Y, sin embargo, este largometraje está tan íntimamente vinculado a aquellos, que resulta difícil disociarlos.
Si mencionábamos unas líneas más arriba que el motor de la mitología es la admiración, encontramos en la obra de Gray una profunda reverencia por partida doble, desde dos perspectivas distintas: como artista, desde luego, pero también como espectador. La historia del inquebrantable Percival Fawcett (notable Charlie Hunnam) ostenta una estructura narrativa dentro de lo que consideramos más canónico —siempre entendido como una virtud—. Esto es: el viaje del héroe; el camino de Ulises, sin juegos temporales ni demás ambages del relativismo. La estructura lineal, cómo no, lleva directamente hacia un final más o menos previsible (este es un biopic), pero en ningún caso decepcionante, pues en la obra inacabada reside la máxima expresión de la aventura como un recorrido hacia lo imprevisible de tal empresa. Al igual que Martin Sheen en Apocalypse now, o Klaus Kinski en otra de las claras miradas referenciales, Aguirre, la cólera de Dios (1972), el concepto de la búsqueda del fin último, sea este literal o simbólico, es el entorno idóneo para poner a prueba la voluntad del protagonista, un hombre cuya primera motivación, el reconocimiento social —tema muy decimonónico, por cierto—, se ve pronto sustituida por la obsesión de la gran gesta, del pionero. El descubrimiento de un lugar conlleva, en cierta medida, su creación. Y ese don de crear, de ver antes que nadie, es precisamente aquel fuego que resguardaban los dioses del Olimpo y que el titán Prometeo se atrevió a robar para los hombres. Los constantes embates que sufre Fawcett durante su primer, segundo, tercer viaje hacia lo profundo de la Amazonia, siendo víctima de la fiebre, el hambre, la continua frustración, regenera sucesivamente la fuerza de la épica. Uno de los grandes aciertos de Z. La ciudad perdida reside en el tratamiento que se tiene del tema: en este caso, y como una de las pocas excepciones en la historia del cine, se despoja al explorador de ese carácter tan católico del colonialismo brutal, en favor de una concepción más humanista. No hay aquí indios malos ni vaqueros buenos —la gran mentira del Western—. Acaso se le pueda achacar al protagonista un maniqueísmo autoconfeso, algo en absoluto descabellado; la cuestión, empero, resulta ser además deliberada, dado que, por definición casi etimológica, el héroe ha de tener las mejores cualidades, las más dignas virtudes que lo alejen de su corporeidad hacia la consagración como mito.
«Z. La ciudad perdida remueve la sentimentalidad del que escucha una historia frente al fuego, y quizás sea este el motivo por el que, a diferencia de muchas otras obras, aumenta considerablemente tras sucesivos visionados, dejando un recuerdo cálido y reconfortante».
Gray, como expresábamos unas líneas más arriba, ha dado una suerte de salto progresivo desde su zona de confort, aquel conjunto de temáticas y entornos en el que se desenvuelve con soltura, para firmar una película megalómana. Durante casi sus tres horas de duración, la espectacular fotografía de Darius Khondji destaca prácticamente en cada plano, dibujado con la paleta de colores ocres habitual en la filmografía del director. No hay un solo segundo de metraje que no exhiba una belleza pictórica digna de ovación. Y si el elemento argumental y discursivo tiende a la grandilocuencia, la metodología, en cambio, no renuncia a esa aproximación intimista. Esta es también una mirada hacia los vínculos afectivos, como medida de aproximación hacia el conflicto humano. A pesar de lo vasto de los paisajes, en todo momento los personajes se encuentran localizados en pequeñas subestructuras de lo intimista. Por tal motivo, merece atención aparte el último tercio del filme, el tercer corte en el que se presenta a un envejecido Fawcett realizando el último viaje, el último esfuerzo, esta vez acompañado por su hijo, el cual ha crecido bajo la ausencia de un padre venerado por todos. Este es el espacio del metraje en el que se sintetizan todos los elementos que configuran Z. La ciudad perdida. Una última aproximación elegiaca hacia esa meta última, desafiando ya a la propia mortalidad de la carne, a las condiciones adversas y la negativa de los viejos compañeros de armas —entre los cuales destaca con solvencia Robert Pattinson, transfigurado en un trasunto de escudero quijotesco—, cuyo final encuentra en lo canónico, en lo clásico, la mejor herramienta para despertar la emoción del espectador. Renuncia a la sorpresa fácil en favor de la construcción de lo mitológico. No es una obra perfecta, desde luego. Algunos pequeños fallos en el ritmo y la escasa volumetría de algunos personajes son evidentes, claro que sí. Y empero, no constituyen un lastre. Z. La ciudad perdida remueve la sentimentalidad del que escucha una historia frente al fuego, y quizás sea este el motivo por el que, a diferencia de muchas otras obras, aumenta considerablemente tras sucesivos visionados, dejando un recuerdo cálido y reconfortante. Esto es, al fin y al cabo, la épica. | ★★★★ |
Luis Enrique Forero Varela
© Revista EAM / 67ª Berlinale
Ficha técnica
Estados Unidos, 2016. Título original: The lost city of Z. Dirección: James Gray. Guión: James Gray, David Grann (libro). Fotografía: Darius Khondji. Música: Christopher Spelman. Duración: 141 minutos. Productora: Keep Your Head / MICA Entertainment / MadRiver Pictures / Plan B Entertainment / Sierra / Affinity. Montaje: John Axelrad, Lee Haugen. Diseño de producción: Jean-Vincent Puzos. Vestuario: Sonia Grande. Intérpretes: Charlie Hunamm, Robert Pattinson, Sienna Miller, Tom Holland, Edward Ashley, Angus Macfayden, Ian McDiarmid, Clive Francis, Pedro Coello, Matthew Sunderland, Johann Myers, Aleksandar Jovanovic, Elena Solovey, Franco Nero. Presentación oficial: New York Film Festival, 2016.