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    Cine Alemán Siglo XXI

    Cineclub: M, el vampiro de Düsseldorf

    M-Eine Stadt sucht einen Mörder

    Monstruos que huyen, monstruos que persiguen, monstruos que observan

    M, el vampiro de Düsseldorf (M-Eine Stadt sucht einen Mörder, Fritz Lang, Alemania, 1931).

    Fue a mediados del siglo pasado, cuando Europa se recuperaba de la Segunda Guerra Mundial mientras se encaminaba a una tercera contienda de alcance planetario –aunque esta vez marcada por un equilibrio del terror conocido como «Guerra Fría»–, que el historiador francés Daniel Halévy publicó su libro Ensayo sobre la aceleración de la historia (1948), donde, entre otras cosas, determinaba el espíritu de nuestra época; un zeitgeist marcado por la constante transitoriedad tecnológica y científica, y por extensión sociológica, ideológica y espiritual, en el que la modernidad equivalía, como ya había constatado Robert Musil en su clásico El hombre sin atributos (1930), a un páramo emocional; a una pesadilla kafkiana donde no solamente resultaban incomprensibles los grandes enigmas de la existencia, sino incluso cuestiones tan nimias y cercanas como nuestros gustos o nuestras elecciones vitales. Distraído con cada nuevo hallazgo o cada nuevo invento, el hombre de nuestros días se veía sumergido en una demencial vorágine de cambio continuo, donde la mutación no era la excepción sino la norma, y por consiguiente vivía asentado en un presente continuo, sin memoria ni seguridades y, también, sin capacidad de predecir el futuro. Con la globalización cultural y económica propiciada, básicamente, por Internet –o la confusión y la fugacidad elevadas a la enésima potencia–, semejante destino parece más que nunca un hado adverso e inevitable. La posmodernidad, de hecho, ha sido el cajón de sastre al que han ido a parar los sueños rotos de la utopía soviética y de la euforia del neoliberalismo capitalista. El abismo entre el Primer y el Tercer Mundo, y entre clases pudientes y humildes, se ha hecho más insalvable que nunca, hasta límites obscenos, a tenor del paulatino triunfo de los planteamientos religiosos o políticos violentos e intolerantes que instrumentalizan el descontento, la culpabilidad o la desesperanza de los pueblos. Y la autorreferencialidad del arte no ha sido más que un síntoma de un movimiento de huida, de una búsqueda de refugio, de una voluntad de encontrar sentido en la imagen invertida que proyecta el espejo y no en la realidad proyectada, imposible de comprender por indescifrable, enigmática, caótica; en una palabra: borgiana. Ya lo decía el personaje encarnado por Bibi Andersson en Persona (1966) de Ingmar Bergman: el arte, aunque banal en comparación con la propia existencia, es muy importante, especialmente para quienes tienen problemas.

    Y dado que de problemas hablamos, ¿cuál existe más difícil de resolver que el del encaje en una sociedad perfectamente regulada de aquellos individuos que infringen sus normas no de forma calculada –esto es, amparándose en los resquicios del sistema– ni movidos por la falta de confianza en el mismo –esto es, llevados por la miseria o la desesperación–, sino guiados por una compulsión enfermiza? Desde los serial killers hasta los violadores patológicos, pasando por los pederastas, todos ellos, con independencia de las particularidades concretas de cada uno, se mueven para satisfacer unos impulsos que les son más o menos connaturales y, por tanto, difíciles de transformar o reprimir. En un mundo en el que el individualismo insolidario y la doble moral son moneda corriente, parece que hemos llegado a un extremo de relativismo ético en el que se es capaz de entenderlo –e incluso de aplaudirlo– casi todo: salvo los comportamientos de esas personas alienadas. Y ello se produce no tanto por lo aberrante de los crímenes que perpetran sino por el desequilibrio entre riesgo/beneficio que sus actos comportan. Este es uno de los motivos que explican que la figura de tales dementes/delincuentes haya capturado la imaginación de creadores y público desde la popularización de las teorías de Freud, quizás incluso desde antes, tal y como lo demuestran algunos libros de novelistas de gran éxito en vida, léase Fiódor Dostoievski o Émile Zola. En esta línea, M, el vampiro de Düsseldorf (1931) de Fritz Lang es una de las perlas artísticas que dicha incursión en el lado oscuro de la psique humana, siempre incómoda, ha legado a la posteridad.

    M-Eine Stadt sucht einen Mörder

    «Si bien son plenamente expresionistas momentos como el de la primera aparición de Beckert –una sombra negra proyectada sobre el tablón de anuncios donde se habla del asesino de niñas– o los lugares ominosamente desiertos sobre los que resuena con un eco pesadillesco el nombre de la niña desaparecida, en cambio la aparición del mendigo ciego (Georg John) o la humildad de la casa en la que viven Elsie (Inge Landgut) y su madre (Ellen Widmann) están estrechamente ligadas a un retrato de la depauperada realidad de la Alemania de la época».


    Antes que nada, conviene recalcar al respecto que la perspectiva que adopta el director austríaco sobre este tipo de infractores de la ley no es la de una vivisección en clave psicoanalítica del criminal –por mucho que efectivamente haya apuntes de ello–, sino que articula su obra en torno al sarcástico contraste de los actos deleznables que el malhechor comete con los actos, no menos deleznables, del mundo que lo rodea. Con un vigoroso ritmo narrativo, una extraordinaria riqueza visual –en buena medida, mérito de la portentosa fotografía de Fritz Arno Wagner– y un hálito hondamente pesimista, M, el vampiro de Düsseldorf es una de esas películas que no han hecho sino ganar enteros con el paso del tiempo, algo que –resulta una obviedad señalarlo– les suele suceder a todas las creaciones que alcanzan el estatus de «clásico». Como ejemplo de semejante afirmación, citar su secuencia de abertura, digna de figurar, por varias razones que seguidamente analizaremos, en cualquier antología que se precie de los mejores momentos del séptimo arte. Para empezar, el fragmento destaca por el virtuoso empleo del sonido cuando su autor lo incorporaba por primera vez en su filmografía y cuando se trataba de un canal que se había popularizado desde Hollywood hacía apenas un par de años antes, en torno a 1929, como consecuencia del triunfal rédito en taquilla obtenido por El cantante de jazz de Alan Crosland (1927). La cinta que nos ocupa no solamente utiliza el sonido con un carácter alegórico (v. gr. la canción infantil premonitoria tarareada por los niños en el patio), sino también discursivo, a través de raccords sonoros que engarzan gran parte de los planos. Pero aún hay más: que Hans Beckert (Peter Lorre) silbe «En la gruta del Rey de la Montaña», fragmento de la suite Peer Grynt (1875) de Edvard Grieg, tiene a partes iguales una intencionalidad metafórica, habida cuenta el argumento de la partitura original –los troles que persiguen al fugitivo Peer acabarán siendo sepultados por la montaña– y también narrativa, ya que, como se verá más adelante, servirá para reconocer al asesino de niñas, e igualmente será correlato de esa dualidad que escinde la mente del protagonista.

    Asimismo, dicha introducción funciona a guisa de obertura operística, dado que en ella se condensa el desarrollo argumental y, sobre todo, temático posterior: las chiquillas encerradas en su microcosmos de juegos infantiles, incapaces de darse cuenta, en su inconsciente egoísmo, del peligro que las acecha y de la insensibilidad y estupidez que, por eso mismo, evidencia su canto; la nada como respuesta a la desesperación y al dolor de una madre; el globo en forma de ser humano que se convierte en un pelele, en un ecce homo vapuleado por la azarosa dirección del viento; la deshumanización del protagonista, mostrado de manera oblicua (a través de su sombra o de su espalda)… y un largo etcétera. Por otro lado, en esta parte inicial, el director hace un verdadero despliegue estilístico, de ahí que, en menos de diez minutos, se acumulen recursos expresivos tan diversos y llamativos como, por ejemplo, una elipsis en el montaje, un plano picado o un travelling, pero que sean implementados con tal grado de adecuación en relación con los acontecimientos descritos que, en vez de engolar toda la escena a fuerza de acumulación, la carga de un indescriptible poder de sugestión. De hecho, este principio marca el tono del resto de la película por lo que a planificación se refiere, ya que condensa su misma transición de lo diverso a lo concreto. O dicho de otra forma, del devenir de la trama desde innumerables cambios de espacio, tiempo y personajes (reflejados en la alternancia de planos y encuadres muy variados) hasta la condensación del tempo narrativo entre las cuatro paredes en las que se resolverá el destino de Beckert, en un clímax de la intriga casi teatral. Por añadidura, y para cerrar con lo que de extraordinario atesora el principio de M, el vampiro de Düsseldorf, la secuencia ya recoge una de las claves que caracterizarán el resto del metraje, la trayectoria de Lang inmediatamente posterior al mismo y, en definitiva, buena parte del cine estadounidense durante los años 40 y 50: me refiero a la mezcla entre realismo social y expresionismo de la que surgiría, «grosso modo», el film noir. Y es que, si bien son plenamente expresionistas momentos como el de la primera aparición de Beckert –una sombra negra proyectada sobre el tablón de anuncios donde se habla del asesino de niñas– o los lugares ominosamente desiertos sobre los que resuena con un eco pesadillesco el nombre de la niña desaparecida, en cambio la aparición del mendigo ciego (Georg John) o la humildad de la casa en la que viven Elsie (Inge Landgut) y su madre (Ellen Widmann) están estrechamente ligadas a un retrato de la depauperada realidad de la Alemania de la época.

    M-Eine Stadt sucht einen Mörder

    «Nos sumergimos en la huida nocturna por las calles de la ciudad del protagonista, cuya angustia ante sus implacables perseguidores no podemos evitar compartir, a pesar de su condición de culpable –algo que influenciaría muchas cintas de cine negro posteriores, aunque acuden a mi mente los dos títulos más emblemáticos de Carol Reed: Larga es la noche (1947) y El tercer hombre (1949)–».


    Teniendo en cuenta, en consecuencia, que hablamos de una creación de casi dos horas de duración, resulta increíble que aproximadamente un 7% de la misma dé para un análisis tan prolongado. Cabe recalcar, pues, que son muchas las secuencias memorables de este filme, que se halla estructurado en tres partes: una introducción (la secuencia analizada), un nudo (a su vez, dividido en dos: el estado de opinión que provoca la decisión de identificar y capturar al asesino de niñas por parte de los agentes de la ley y, lo que es más importante, por parte de sus infractores; y su posterior persecución una vez alcanzada esta meta) y un desenlace (la pantomima de «juicio» al que el consorcio de criminales somete al homicida). Como se puede ver, se trata de una disposición de la intriga muy clásica, si bien la perfecta alternancia entre clímax y anticlímax dentro de cada segmento, con paralelismos nada casuales, alejan a M, el vampiro de Düsseldorf de la hipotética monotonía que podría haber conllevado un desarrollo tan tradicional. Esta es la razón, pongamos por caso, de que, si la desaparición de Elsie deviene el primer momento climático del discurso, la identificación de Beckert sea el siguiente. En realidad, este último es el momento cumbre del relato, y uno de los más impactantes de la pieza, ya que la «M» de «Mörder» (asesino) que le estampa en el abrigo al protagonista uno de los pillos de la organización de facinerosos recuerda al público lo fácil (y peligroso) que es ponerle etiquetas a algo, así como lo poderosa, pero también lo reduccionista, que es una imagen. Una idea tan fácil de extrapolar al entorno espiritual e ideológico del momento en el que se llevó a cabo la filmación como al propio medio expresivo cinematográfico, puesto que la capacidad de difusión del mismo fue pronto comprendida por sus pioneros; su capacidad de difusión y, por supuesto, también de manipulación y adoctrinamiento. No es casualidad que el propio Beckert descubra ese «estigma» de forma extrínseca (al verse reflejado en un cristal), lo que, más allá de redundar nuevamente en la escisión de su personalidad, sobre todo incide en el choque dialéctico entre el sujeto activo y su cosificación como objeto percibido, reducido a lo opuesto, al «enemigo», al Otro lacaniano.

    A partir de aquí, nos sumergimos en la huida nocturna por las calles de la ciudad del protagonista, cuya angustia ante sus implacables perseguidores no podemos evitar compartir, a pesar de su condición de culpable –algo que influenciaría muchas cintas de cine negro posteriores, aunque acuden a mi mente los dos títulos más emblemáticos de Carol Reed: Larga es la noche (1947) y El tercer hombre (1949)–. Y, por lo que atañe al último fragmento de la historia, es narrado de forma asfixiante y claustrofóbica, mediante la recursiva alternancia del plano/contraplano que va desde el solo y desesperado Beckert hasta la horda inmisericorde de maleantes que lo «juzgan». Así pues, no es de extrañar que los personajes secundarios aparezcan casi el 90% de las veces en grupos de dos o tres, cuando no en multitudes, mientras que Beckert suela hacerlo solo; como tampoco sorprende que tanto la captura como la sentencia del protagonista sean descritas en off, igual que el asesinato de Elsie (un nuevo paralelismo). Y es que, como bien recuerda la última línea de diálogo del filme, la muerte del asesino no devolverá la vida a las niñas fallecidas, mientras que es responsabilidad de todos velar por «nuestros hijos», es decir, por nuestro futuro. De esta manera, la película contiene una lúcida reflexión sobre los esquivos conceptos de orden, ley y justicia; un tema que seguirá obsesionado a Lang a lo largo de su carrera, hasta su último trabajo americano, Más allá de la duda (1956).

    M-Eine Stadt sucht einen Mörder

    «Despojado del componente de evasión germanista o del posibilismo naíf de la mayoría de su producción anterior, Lang dejó de ser ajeno al enrarecimiento del debate ideológico que vivía su país, donde, desde finales de la década de los 20 hasta que Hitler lograra ser nombrado canciller el 30 de enero de 1933, la sociedad alemana había entrado en una deriva que cada vez tenía menos de «debate» y más de «violencia», con los intentos golpistas militares, los conatos revolucionarios izquierdistas».


    De cualquier manera, todo lo señalado resulta indicativo de la calidad y la amenidad de M, el vampiro de Düsseldorf, donde, desde el primer minuto de la historia, se sumerge de pleno al espectador, y con una naturalidad engañosamente sencilla, en un universo regido por la crueldad, la injusticia y la hipocresía, en el que las únicas víctimas claras son los niños (esa esperanza de futuro citada), mientras que verdugos y culpables intercambiarán continuamente sus papeles. Sin duda, el cómputo global de los 117 minutos de duración de la obra dice mucho de la visión que el realizador austríaco tenía de su contexto histórico en concreto, y de la humanidad en general. Despojado del componente de evasión germanista o del posibilismo naíf de la mayoría de su producción anterior, Lang dejó de ser ajeno al enrarecimiento del debate ideológico que vivía su país, donde, desde finales de la década de los 20 hasta que Hitler lograra ser nombrado canciller el 30 de enero de 1933, la sociedad alemana había entrado en una deriva que cada vez tenía menos de «debate» y más de «violencia», con los intentos golpistas militares, los conatos revolucionarios izquierdistas, los continuos encontronazos cuerpo a cuerpo entre afiliados nazis y comunistas y, en suma, el primer ataque directo a los judíos en el verano de 1930, cuando miembros de la SA rompieron los escaparates de varios comercios en el centro de Berlín. No hay que olvidar, en este sentido, que gran parte del mérito de la cinta se basa en su excelente guion de partida, inspirado en el artículo que Egon Jacobson le dedicó a la figura real del asesino en serie Peter Kürten; un guion, recordémoslo, escrito a dos manos por Fritz Lang y su esposa, por aquel entonces Thea von Harbou. Puesto que tanto esta película como, sobre todo, la última que firmaría Lang en suelo alemán (El testamento del Dr. Mabuse, 1933) cuentan con la coautoría en el apartado del texto de Von Harbou, y dado que en ambas creaciones hay una crítica nada sutil hacia una sociedad viciada por el fanatismo, en la que los repugnantes medios son sistemáticamente obviados en aras de un «elevado» fin, cabe preguntarse, o bien hasta qué punto fue activa la implicación de Von Harbou en sendos libretos, o bien hasta qué punto su posterior militancia nazi fue más fruto del miedo que de una auténtica convicción moral, puesto que, tras divorciarse de Lang, se casaría en secreto con su amante hindú: una unión interracial explícitamente prohibida por el régimen. Sea como fuere, no olvidemos que fue toda la derecha alemana la que se «pilló los dedos», y bien pillados, al dar su apoyo a una organización de ideas radicales y métodos gansteriles con el propósito de frenar la amenaza «roja» en sus lares.

    Según lo expuesto, y si bien gran parte de la crítica tradicional ha querido ver en M, el vampiro de Düsseldorf –y en el subtítulo originalmente previsto para la pieza («el asesino está entre nosotros»)– un alegato velado en contra del nazismo (en la última restauración de El testamento del Dr. Mabuse sí que hay un ataque, y nada velado, a Hitler), lo cierto es que, dada la vinculación de los perseguidores de Beckert con el universo del submundo «picaresco» de Bertolt Brecht, así como la circunstancia de que la historia se basara libremente en hechos reales, más que ante un ataque exclusivo al nacionalsocialismo estamos ante una inmisericorde vivisección de los peligros de la masa cuando esta se halla sometida a una situación límite y termina por estallar. Una tesis que, en puridad, el director austrogermano desarrollaría de forma más meridiana en Furia (1936), donde, a diferencia de la pieza que nos ocupa, no es una coalición de transgresores de la ley la que lleva a cabo una caza humana por motivos más bien espurios, sino una comunidad enfurecida, idiotizada y ciega de ciudadanos anónimos y supuestamente «respetables» que, para mayor abundamiento, arremeten contra un inocente. Y si a esta película le añadiéramos otra caza humana en la que la justicia brilla por su ausencia y, en cambio, el cinismo y el egoísmo campan a sus anchas –la de Mientras Nueva York duerme (1956)–, estaríamos ante una especie de trilogía sociológica de Lang sobre el mundo moderno, en la que emplea a los presuntos monstruos del mismo como espejos deformados de las diversas formas de podredumbre que laten bajo sus cimientos: a destacar, la de la construcción vertical (de arriba abajo), por intereses con frecuencia crematísticos, de una opinión colectiva frente a un hecho concreto. Ello explica esas «camarillas» que recoge M, el vampiro de Düsseldorf entre diferentes estratos de la sociedad: clases altas, personas humildes, autoridades competentes…, las cuales llevan a propiciar otras «camarillas» entre los delincuentes (otro significativo paralelismo); por no mencionar las de los periodistas de Mientras Nueva York duerme, que anteponen su guerra por el poder dentro de la redacción a la ética profesional y aun a la más mínima capacidad humana de empatía.

    M-Eine Stadt sucht einen Mörder

    «Poco sabía Lang que la suya iba a ser una de las primeras grandes obras de todo un subgénero de gran popularidad dentro del cine de misterio colindante con el de terror: el de las historias de psicópatas, que entre otras ilustres creaciones cuenta con títulos como La bestia humana (1938) de Jean Renoir, Al rojo vivo (1949) de Raoul Walsh, El cebo (1959) de Ladislao Vajda, Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock o El estrangulador de Boston (1968) de Richard Fleischer».


    Cambiando de tercio, valdría la pena hacer aquí un alto para recordar las coordenadas culturales en la que M, el vampiro de Düsseldorf se gestó. Estamos en la época de entreguerras, un período en el que la herencia cultural de las primeras vanguardias y el horror de la entonces conocida como «Gran Guerra» habían llevado a una conciencia de la soledad cósmica del ser humano y a la importancia de crear un nuevo orden social en el que se superase la obsoleta estratificación de los destinos de los individuos, tradicionalmente basada en un derecho divino de carácter innato. La fascinación por lo nuevo, epítome de un futuro utópico, y la caída del antiguo orden, que había regido Occidente y sus colonias tras la Restauración, llevaron a la intelectualidad europea a situarse en una tierra de nadie donde todo era posible ideológica y estilísticamente hablando. No en vano, el medio expresivo más reciente, el cinematógrafo, vivió un increíble auge creativo durante este período, cuando se acercaron a él artistas dedicados a otras disciplinas (el propio Lang se había formado como pintor). Si en sus inicios ese aparato capaz de reproducir «fotografías en movimiento» fue considerado como una extravagancia condenada a la efímera atracción de los espectáculos de feria –algo que incluso los Lumière suscribían, al tachar su propio invento de mera «curiosidad científica»–, la necesidad de hallar nuevos modelos de referencia que anclaran al ser humano en un universo donde se habían hundido todas las seguridades propició que la segunda etapa del Vanguardismo se acercara al cine en tanto canal, primigenio y virgen, en el que verter sin apriorismos las inquietudes de los intelectuales. Y fueron eminentemente dos «-ismos» de las Vanguardias, el expresionismo –ya consolidado desde el punto de vista de las artes plásticas– y el surrealismo –de nuevo cuño– los que sirvieron de marco creativo para darle categoría definitiva de arte al cine, especialmente por lo que atañe al ámbito europeo. Ello explica que, mutados y transformados a lo largo del tiempo, dichos «-ismos» pervivieran en el acervo artístico posterior, frente a lo efímero, por lo absurdo o por lo constreñido, de la mayoría de movimientos vanguardistas. Teniendo en cuenta que las Potencias Centrales (integradas por los imperios alemán, austrohúngaro y otomano) habían sido las grandes derrotadas de la Gran Guerra, y que el Tratado de Versalles (1919) les había impuesto unos términos de rendición completamente abusivos, el pesimismo y la desesperación hacían todavía más mella en el entorno inmediato del autor de M, el vampiro de Düsseldorf. Lo único, pues, que le faltaba a las vacilantes economías de Alemania y de Austria para acabar de derrumbarse fueron las secuelas del Crac de 1929 en Estados Unidos, con la pérdida de la tan necesaria financiación exterior americana. ¿Le extraña a alguien, por lo tanto, que triunfara en las urnas una propuesta xenófoba y racista como la de Hitler, la cual, mientras devolvía al ámbito germano su orgullo perdido –en realidad, lo enaltecía hasta límites desquiciados–, al mismo tiempo señalaba como culpables de todos los infortunios de la gente corriente a los intereses de una etnia tradicionalmente víctima de pogromos y que, para colmo de males, contaba con destacadas fortunas en el ámbito bancario?

    Lo más atroz de todo ello, no obstante, es comprobar cómo se repite la historia actualmente, con las condiciones impuestas, y no menos abusivas, por el Banco Central Europeo a la deuda económica de los países del sur de la UE; con el resurgir de la extrema derecha y del fascismo; con las políticas abiertamente xenófobas de Estados Unidos bajo timón de Donald Trump y de la Unión Europea bajo timón de democratacristianos y socialdemócratas, cuyas posturas son ahora tan cercanas que cada uno se arroga el título de un quimérico (por inexistente) «centro político»; con una crisis económica causada por la desregularización del mercado financiero que, en vez de propiciar el control del mismo –como sucedió con el New Deal de Roosevelt–, ha confirmado el poder de las corporaciones bancarias, al quedar impunes de sus desmanes y, encima, hacer que el ciudadano de a pie pague los platos rotos; con los medios de comunicación convertidos en armas de propaganda e idiotización, trayendo a la palestra el concepto de «postverdad», u otra forma de hacer referencia a la prefabricación y purga de los hechos recogida por George Orwell en 1984; y, en suma, con el descrédito de los valores éticos y la ausencia de expectativas halagüeñas de futuro. Con todo, es precisamente la coyuntura histórica que estamos viviendo lo que hace a M, el vampiro de Düsseldorf más vigente que nunca. Hoy, como en 1931, estamos bajo el influjo de la sibilina maldición china formulada como sigue: «Ojalá vivas en tiempos interesantes».

    Porque, sin duda, interesante es nuestra época; y lo era la reflejada en la película que analizamos, si bien es cierto que con un tono abiertamente abigarrado, barroco. ¿O cómo puede calificarse, sino, el giro argumental de que pedigüeños, proxenetas, ladrones, gánsteres y hasta sicarios se consideren con el «deber moral» de sacar a la «escoria» de «sus» calles? Una amarga y evidente ironía que articula todo el filme, al convertir al perpetrador de crímenes inenarrables en víctima de la intolerancia de la opinión pública, que lleva a los delincuentes «profesionales» a «ayudar» a la policía en su prendimiento, en parte porque perjudica sus negocios ilegales pero, también, por la sutil extorsión a la que las fuerzas del orden los someten. Y es que Lang se asegura de retratar a Beckert como un enfermo mental y no como un demonio. A ello responde, sin lugar a dudas, la elección de Peter Lorre para el papel principal, pues, dejando a un lado sus (indiscutibles) dotes interpretativas, estamos ante un actor de cara aniñada y constitución blanda y menuda, simultáneamente alejado de la imagen del galán pero también de la del villano, y desde luego en absoluto asociado a un hombre de acción o de violencia. A ello debe sumarse el hecho de que Lang haga patente la condición de disonancia cognitiva, cuando no de trastorno de personalidad disociativo, que asalta a Beckert cada vez que siente ese impulso primario de matar. Ello queda constatado de forma directa en las palabras con las que intenta defenderse durante la parodia de «juicio» que le orquesta el submundo criminal, pero también es sugerido de forma indirecta por el reflejo de un escaparate de una tienda de menaje, sobreimpresionado en un plano medio de Lorre; por la hipnótica espiral en movimiento que sirve de reclamo publicitario en la librería donde Beckert está punto de arrinconar a su siguiente víctima; por la cámara que «espía» al protagonista desde los arbustos que adornan la terraza de una cafetería, etc. Como se ve, todo ello distorsiones, reflejos, impedimentos… que redundan en el elemento inconsciente, en la condición anormal, enfermiza, de sus actos y, por ende, en la escasa responsabilidad de Beckert sobre los mismos. Poco sabía Lang que la suya iba a ser una de las primeras grandes obras de todo un subgénero de gran popularidad dentro del cine de misterio colindante con el de terror: el de las historias de psicópatas, que entre otras ilustres creaciones cuenta con títulos como La bestia humana (1938) de Jean Renoir, Al rojo vivo (1949) de Raoul Walsh, El cebo (1959) de Ladislao Vajda, Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock o El estrangulador de Boston (1968) de Richard Fleischer; y que a rebufo del éxito de crítica y público de El silencio de los corderos (1991) de Jonathan Demme vivió un verdadero auge entre la última década del siglo XX y la primera del XXI.

    M-Eine Stadt sucht einen Mörder

    «Mediante M, el vampiro de Düsseldorf el realizador austríaco no solo demostró una vez más su capacidad para innovar dentro del séptimo arte, sino que además pareció confirmar el mito romántico de la condición de preclaros intérpretes de su realidad, de faros o de almenaras, de «torres de Dios», de los artistas».


    En cualquier caso, no deja de ser sintomática la fascinación del gran público por las historias macabras, que colma una suerte de mórbida pulsión subconsciente mediante la contemplación pasiva de actos en los que jamás se desearía verse implicado fuera de la fantasía (una actitud voyerista muy propia, dicho sea de paso, del aficionado al cine o a la TV). Desde las homilías dadas en el púlpito sobre el demonio hasta la novela gótica, o desde las danzas de la muerte medievales hasta las truculentas leyendas urbanas que circulan en la Red, el ser humano tiende a recrearse en el lado más lóbrego de la existencia con fines de evasión o entretenimiento, como si el miedo inculcado por nuestros progenitores durante la infancia para librarnos de nuestra despreocupada inconsciencia se grabara a fuego en nuestro cerebro y mutara en ese deseo reprimido de muerte y dolor, en esa dualidad freudiana entre Eros/Thanatos. Recordemos que muchos de los cuentos infantiles tradicionales tienen un lado negro muy notable: el hombre del saco que acecha en la noche o el lobo/la bruja que hacen lo propio en lo profundo del bosque. Tirando de este hilo, no es un despropósito afirmar que M, el vampiro de Düsseldorf es una historia de la misma extirpe que la de esos relatos folclóricos, surgidos con la intención de asustar a la niños para que «se porten bien», aunque en este caso sea narrada desde la perspectiva del «ogro»; un ser que cumple su cometido a la hora de mantener a raya los impulsos naturales de los más pequeños, pero que resulta un estorbo para la sociedad «adulta» y «civilizada» una vez ha desempeñado su función. No es casualidad que la película se inicie, justamente, con una canción infantil alemana, equivalente al «Pito-pito gorgorito» español, aunque mucho más siniestra; ni tampoco lo es la recurrencia mencionada del tema de Grieg, inspirado en una historia tan hundida en los mitos nórdicos como el drama fantástico Peer Grynt (1867) de Henrik Ibsen.

    De ahí que, y ya para terminar, con M, el vampiro de Düsseldorf, Fritz Lang «depurase», por así decirlo, los demonios fantásticos del imaginario fílmico alemán y austríaco del período de entreguerras (el diablo invocado por Fausto, el vampiro Nosferatu, Cesare y el doctor Caligari, el robot María, el mentalista Mabuse, el Golem…) hasta convertirlos en un monstruo humano, de carne y hueso, de manera que el doppelgänger dejaría de ser un doble fantasmagórico e irreal de una persona viva, un suplantador de su identidad o un controlador de su voluntad para devenir una fuerza oscura y primaria que anida en el interior de un hombre (de «cualquier» hombre) de apariencia y de vida normales y sencillas: una capacidad para el mal que corroe como un cáncer el alma de todos los seres humanos y, en consecuencia, de los grupos que estos conforman. En honor a la verdad, la inestabilidad política y económica (paro, hambre, delincuencia…) de la República de Weimar fue la que labró la deplorable visión de la sociedad de la que Fritz Lang se haría eco en la cinta. Y de una forma espantosamente sardónica, el futuro inmediato iba a superar sus expectativas, ante todo el pueblo germano, integrado por metódicos idealistas, conducido a una especie de locura colectiva. A la sazón, en resumidas cuentas, mediante M, el vampiro de Düsseldorf el realizador austríaco no solo demostró una vez más su capacidad para innovar dentro del séptimo arte –donde su nombre figura entre el Olimpo de los referentes ineludibles –, sino que además pareció confirmar el mito romántico de la condición de preclaros intérpretes de su realidad, de faros o de almenaras, de «torres de Dios», de los artistas. O en palabras de Alejo Carpentier: «[…] la única raza que está impedida de desligarse de las fechas es la de quienes hacen arte, y no sólo tienen que adelantarse a un ayer inmediato, representado en testimonios tangibles, sino que se anticipan al canto y forma de otros que vendrán después, creando nuevos testimonios tangibles en plena conciencia de lo hecho hasta hoy.».


    Elisenda N. Frisach
    © Revista EAM / Barcelona


    Bibliografía
    –Burch, Nöel: Praxis del cine, Fundamentos, 9ª ed., 2008.
    –Casas, Quim: Fritz Lang, Cátedra, Signo e Imagen, 2009.
    –Jáuregui Balenciaga, Inmaculada: “Psicopatía: Pandemia de la modernidad”, Nómadas: Revista de Ciencias Sociales y Jurídicas, nº 19, 2008.3.
    –Miret, Rafael: “M, el vampiro de Dusseldorf, de Fritz Lang (1931)”; Dirigido por..., nº 335, junio 2004.
    –Rueda, Lluís: “El Doppelgänger en la Alemania de entreguerras”, Cine Divergente; http://cinedivergente.com/ensayos/especiales/el-doble-en-el-cine/el-doppelganger-en-la-alemania-de-entreguerras
    –VV. AA.: Más allá de la duda. El cine de Fritz Lang, Universitat de València, Imatge, 1992.

    Ficha técnica
    Alemania, 1931. Título original: M-Eine Stadt sucht einen Mörder. Duración: 117 min. Director: Fritz Lang. Guion: Thea von Harbou y Fritz Lang, a partir del artículo de Egon Jacobson. Fotografía: Fritz Arno Wagner. Producción: Seymour Nebenzal. Productora y distribuidora: Nero-Film A.G. / Vereinigte Star-Film. Diseño de producción: Ernst Wolff y Gustav Rathje. Montaje: Paul Falkenberg. Dirección artística: Emil Hasler y Karl Vollbrecht. Intérpretes: Peter Lorre, Otto Wernicke, Gustaf Gründgens, Theo Lingen, Theodor Loos, Georg John, Ellen Widman, Inge Landgut.

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