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    Cine Alemán Siglo XXI

    Especial Festival de Las Palmas 2017 (II)

    Las familias posibles

    Segundo capítulo del Especial sobre el XVII Festival de Las Palmas.

    Kékszakállú (Gastón Solnicki, Argentina, 2016).

    En nuestra anterior crónica, al hablar del documental chino Bitter Money, señalábamos que la fragmentación del relato sucede a la par que la fragmentación de la familia protagonista, descompuesta por su sometimiento a la tiranía del capitalismo industrial más extremo. Curiosamente, hemos detectado esta misma lógica argumental en varias de las películas que han formado la (ya podemos decirlo) estupenda sección oficial del festival de Las Palmas. Tomemos, por empezar por algún sitio, el caso de la argentina Kékszakállú (Gastón Solnicki, 2016), acaso el ejemplo más radical. Ya en sus primeras imágenes nos va avisando de su carácter anticlimático al presentar a un grupo de chiquillos de vacaciones en un complejo de ocio. Lo que a nuestros ojos inevitablemente idealizados tiende a ser un motivo feliz (los veranos de la infancia) es trazado por Solnicki como un ritual vacío: los saltos desde el trampolín a la piscina, al filmarse repetidamente, acaban por dejar paso a la abstracción emocional. La misma que el cineasta aplica a los esquemas de ordenamiento de la película. Ni el montaje desordenado ni el fuerte hermetismo de los personajes ofrecen asidero alguno frente a las imágenes. Frente a unos planos adustos, construidos con simetrías de artificialidad evidente que parecen refugiarse en formalismos meticulosos de una realidad en la que la simetría, el orden de los factores, es una quimera. En el fondo de esas imágenes intuimos la existencia de una familia, pero nada en la forma de narrar nos permite hacernos la mínima idea de cuál es la relación exacta entre sus distintos (supuestos) miembros. Ya puestos, ni siquiera podemos estar seguros de que exista una narración propia más allá de la que cada espectador pueda reconstruir combinando sus vivencias propias con sus convenciones fílmicas preasumidas. Kékszakállú puede hablar de la descomposición de la familia burguesa, de la desorientación de una generación de jóvenes, de la insuficiencia de lo narrativo, o de todo ello a la vez. Lo que es seguro es que tratar de leer sus imágenes mediante atajos conceptuales tranquilizadores como el de “familia” conduce sin remedio a la frustración.

    En la japonesa Harmonium (Fuchi ni tatsu; Kôji Fukada, Japón, 2016), al menos, sí existe una serie de personajes (un padre, una madre, una hija) a los que podemos encajar en un esquema familiar claro. Lo que ocurre es que la irrupción en el hogar de un personaje extraño, de origen indeterminado, pone en tela de juicio el sentido de ese esquema. Es decir, se toma el mismo punto de partida e intenciones del Teorema de Pasolini (o de sus cuasi remakes japoneses The Family Game de Yoshimitsu Morita y Visitor Q de Takashi Miike). La destrucción-liberación de la familia burguesa. Pero que, en manos de Fukada, sigue un proceso más entregado a la hibridación genérica que al vaciamiento anárquico. Una vez el visitante, sirviéndose de la retórica cristiana de la madre (protestante devota), logra la infiltración afectiva en la familia, procede a destruir sus lazos primero mediante la usurpación de roles (¿por qué el padre de la familia, mezquino y distante, merece más que él tal puesto?, parece ser la duda que atormenta al visitante) y finalmente mediante la violencia. Es entonces cuando el drama familiar que hasta entonces habitaba en Harmonium, al introducir conceptos de culpa, pasado y castigo, se traviste en thriller y con esta reorientación genérica arrastra al concepto de familia mismo. Desaparecido ya el visitante, el núcleo familiar que queda a su paso es una débil red de mentiras del pasado, deseos reprimidos de (auto)destrucción y una continua tensión soterrada. La familia es la resaca del thriller.


    Pariente (Iván D. Gaona, Colombia, 2016).

    La misma relación entre concepto y género puede rastrearse en Pariente (Iván D. Gaona, Colombia, 2016), cuyo título ya es esclarecedor. Ambientada en la Colombia rural durante el auge de los paramilitares que hacían las veces de gobierno local, su piel de thriller convencional es mucho más visible. Uno de los conflictos que mueve su relato es el de la defensa de la comunidad frente a los pillajes de los bandidos de turno o las bandas caciquiles que ejercen de poder ilegítimo (los paramilitares, en este caso), lo que en esencia es una de las grandes tradiciones del western. Pero que, al ambientarse en un pequeño pueblo donde casi todos los personajes tienen algún lazo sanguíneo, tiende a equiparar los conceptos de familia y comunidad. La cuestión es que el héroe de la función es un hombre marcado por su amor no correspondido. Esto es, un protector de la familia al que se le ha negado la posibilidad de formar la que él querría. De nuevo, nos remitimos a la tradición del western. Algunos de los personajes más icónicos, pongamos, de John Wayne, terminaban el metraje condenados a continuar cabalgando en solitario tras haber salvado a una comunidad/familia que seguiría prosperando sin él. Condenados, como el protagonista de Pariente, a la esterilidad. Lo paradójico es que las filiaciones cinematográficas les hayan permitido propagar su estirpe de Monument Valley al Santander colombiano. En la familia del cine, los estériles engendran a estériles.

    Precisamente, la esterilidad es uno de los temas que planea sobre Un minuto de gloria (Slava;  Kristina Grozeva y Petar Valchanov, Bulgaria, 2016), una fábula sobre la corrupción como sistema totalizador (más que como simple mal político) de una sociedad, que traza con precisión el proceso por el cual el hombre que actúa con honradez es destruido justamente por ello. El reloj de este protagonista heroico, principal motivo narrativo, es extraviado durante la pantomima política que se celebra para honrarle por su “acción heroica” (haber devuelto un montón de dinero que ha encontrado). La desaparición del reloj, al parecer el único regalo que le dejó el padre del protagonista, nos habla de cómo el sistema corrupto rompe la transmisión generacional. La dictadura del ahora, el dinero fresco y para casa, pone muros a las simbiosis con el padre, con el pasado al que se quiere honrar. Pero también con el futuro, como muestra un detalle de la antagonista, una despiadada funcionaria del ministerio: durante todo el metraje, se la muestra intentando tener un bebé por reproducción asistida a la vez que su absorbente trabajo no hace más que dificultar este proceso. Las nuevas transmisiones también son cortocircuitadas por el mismo sistema. De nuevo, la esterilidad parece imponerse.

    Personal shopper

    Personal Shopper (Olivier Assayas, Francia, 2016).

    También Personal Shopper (Olivier Assayas, Francia, 2016) habla de pasados perdidos y futuros truncados en una relación familiar, si bien mediante la presencia de una pérdida: la muerte del hermano mellizo de la protagonista encarnada por Kristen Stewart. Su incapacidad para asimilar el fallecimiento la condena no ya a una esterilidad futura, sino a una indefinición presente donde la presencia fantasmal del hermano (que estos fantasmas sean reales o no es lo de menos) se manifiesta como continuo perpetuador de esa incapacidad. La propia androginia de la protagonista, como si rechazara definir su cuerpo mediante atributos de género con el fin de aclimatarlo para la posesión de un ente masculino, manifiesta dicha indefinición. Privada de un futuro posible en ese estado de espera, las únicas imágenes de una familia (esto es, su hermano) para esta protagonista son apariciones espectrales. Si Kékszakállú busca refugio de esa indefinición del presente en los formalismos, la protagonista de Personal Shopper lo hace en la fantología.

    También la magnífica Golden Exits (Alex Ross Perry, Estados Unidos, 2017) está llena de indeterminaciones si bien de una naturaleza distinta. Hablamos de confusiones entre expectativas (propias o ajenas) y realidad. La aparición de una joven australiana que llega a Brooklyn rompe la frágil armonía en dos familias con las que se relaciona. De nuevo, como en Harmonium, la visitante amenaza con el derrumbe. Mediante un juego de acciones en cadena, la mera presencia de esta chica desvela cómo la confusión mencionada afecta a cada uno de los personajes que trata con ella. Cómo los roles impuestos por edad y sexo han creado un choque traumático respecto a su propia realidad. La mujer independiente y sexualmente libre en los cuarenta que insiste en la continua reafirmación de esa condición, la mujer casada de mediana edad que compara con tristeza lo que en su momento esperaba del matrimonio con esa rutina sin expectativas en la que se ha convertido; el marido que oscila entre el deseo de soledad y los arranques de donjuanismo a la defensa (que franquea el patetismo) de su antigua hombría juvenil; la chica de treintaytantos, soltera y atrapada en un trabajo insignificante sobre la que la formación de la familia planea no está claro si como necesidad o imposición. Todos ellos roles que, puestos en relación, se agreden entre sí y son proyectados sobre la figura de la joven australiana, el único personaje capaz de observarlos como posibilidades de futuro en lugar de condenas del presente. Las “salidas doradas” del título se refieren a la esperanza que expresa uno de los personajes de escapar de esas situaciones aprisionadoras de una forma edificante, obteniendo una mejora personal. Pero, añade, hay un ámbito donde semejantes salidas no son posibles. Efectivamente, en el de los lazos familiares. Esa condena tan necesaria como el respirar.

    Que se lo digan, si no, a la protagonista de The Woman Who Left (Ang babaeng humayo; Lav Diaz, Filipinas, 2016), Horacia. Tras treinta años encarcelada por un delito que no cometió, el primer amago de historia sucede cuando decide buscar venganza contra el hombre que la condujo a esa situación. Sus cuatro horas de metraje, no obstante, se dilatan en la posposición del acto vengativo. El dolor que lo espolea, más que el sufrimiento durante el encierro, es la destrucción de la familia de la protagonista que ha sucedido a lo largo de esos treinta años. Muertes, desapariciones y distancias mediante. Mientras que el presente que retrasa su consumación se halla en las nuevas relaciones que la mujer, un personaje trazado con una pureza de corazón intachable, traba con los marginados del pueblo donde recala. Frente a una clase alta recluida en sus casas, rodeada de guardaespaldas y que no hace más vida comunitaria que la misa en los primeros bancos, Diaz y Horacia se dejan rodear por los habitantes de la calle para encariñarse con ellos (un noticiario de fondo anuncia la muerte de Teresa de Calcuta, y algo de su espíritu queda en la protagonista). Un vendedor de baluts jorobado o un travesti autodestructivo son algunos de los desarraigados hacia los que Horacia canaliza su maternidad truncada, que entra en conflicto con su inclinación vengativa. Así pues, el discurso político de Diaz halla una familia fílmica en la que reconstruir la esperanza de su personaje (y con ello, la confianza en un mundo injusto) en esa troupe de vagabundos y desamparados.

    Knife in the Clear Water
    Knife in the Clear Water (Qingshui li de daozi; Wang Xuebo, 2016).

    Por su parte, dos películas a priori tan distintas como la china Knife in the Clear Water (Qingshui li de daozi; Wang Xuebo, 2016) y la francesa Still Life (Gorge coeur ventre; Maud Alpi, 2016) transitan por la reconfiguración del concepto de familia convencional mediante la adición de miembros animales. En la cinta de Xuebo, se trata del proceso de identificación del patriarca de una familia campesina musulmana con su animal favorito. Un viejo buey que le ha acompañado en las tareas agrícolas durante toda su vida, y que va a ser sacrificado para conmemorar el cuadragésimo día desde la muerte de su esposa. El anciano patriarca, sin embargo, no está seguro del sacrificio, y en la observación detenida de los días que transcurren hasta dicho evento se adivina una razón de reconocimiento. Como el buey, el anciano intuye que su vida está llegando al final y solo le queda preparar el espíritu para asumirlo de la forma más plácida posible. La cámara de Xuebo observa fascinada los rituales islámicos de purificación (el ayuno y la limpieza con agua, por ejemplo) que igualan a animal y hombre ante el proceso de decadencia previo a la muerte. En sus últimos días, el anciano que ha sobrevivido a su mujer descubre que, fuera de su núcleo familiar tradicional, el buey es su más genuino compañero. De ahí que el sacrificio, que en el fondo es una expresión soberbia de dominio del hombre sobre las bestias, incomode al anciano.

    En Still Life, todo atisbo de familia normativa brilla por su ausencia. El único lazo similar que forma su protagonista, un joven que trabaja en un matadero, es su perro Boston. Quien le acompaña en todo momento, incluso mientras el muchacho se dedica a su poco gratificante empleo. Pero la directora va más allá. El devenir narrativo de la cinta va menguando poco a poco la presencia humana en sus imágenes, entre otras cosas cediendo la carga del punto de vista a Boston en lugar de a su dueño. La cámara recorre los rostros de las vacas hacinadas en corrales y pasillos en los que aguardan a ser degolladas, despieladas y despedazadas. La serenidad de sus semblantes, esa mansedumbre del animal doméstico, termina por generar con la insistencia de la cámara imágenes que rayan en la iconología santificadora. Los animales, ya no sacrificados como en Knife in the Clear Water sino directamente troceados en piezas industriales, se convierten en víctimas evidentes. Y el perro Boston, en el testigo de una masacre ante la que reacciona con gemidos y ladridos que, diríamos, suenan a algo parecido a la desesperación. Alpi no duda en tomar partido contra su propia especie para exponer el dolor que emana no tanto de las prácticas del matadero como de la continua observación de la impasibilidad de los animales previa a su muerte. Algunas puntadas de onirismo (escenas que parecen recrear las pesadillas del propio Boston sobre el matadero) van preparando el camino para un desenlace en el que la formación de algo parecido a una familia unida se cuaja (no diremos más) en refugios a salvo de cualquier presencia humana. La familia, ya lo ven, es un concepto que admite numerosas mutaciones tras su destrucción.


    Miguel Muñoz Garnica
    © Revista EAM / XVII Festival de las Palmas



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