Extravíos de la cámara
Primer capítulo del Especial sobre el XVII Festival de Las Palmas.
Katie Says Goodbye (2016, Wayne Roberts, Estados Unidos).
Katie, la adolescente protagonista de Katie Says Goodbye, se nos presenta a primera vista como imagen icónica más que personaje. Rizos de dorado apagado, mirada esperanzada, uniforme rosa de camarera con su correspondiente chapa identificativa, una jarra de café americano siempre en la mano. La camarera que trabaja en un bar de carretera cualquiera en un rincón perdido de Arizona. Su arco argumental también es arquetípico. Se contrapone su bondad irreductible frente al elenco de white trash que abusa de ella (ya sea económica o sexualmente), incluida una madre negligente, un mecánico con la palabra “violador” escrita en la frente o un supuestamente modélico padre de familia que la fuerza a mantener relaciones. Los anhelos de Katie de abandonar este clima de miserabilismo y huir a la prometedora San Francisco se sustentan en el dinero que va ahorrando como puede, entre otras cosas recurriendo a la prostitución. Como una especie de santo Job, Katie mantiene una actitud agradecida y optimista pese a los continuos abusos que sufre. Y, como una heroína típica de Naruse, decide entregarse a amar incondicionalmente a un hombre que jamás le devuelve palabras de estima: solo silencios y miradas inertes.
Para ser justos, el desarrollo narrativo de Katie Says Goodbye adolece de algunos defectos que, como su protagonista y escenarios, son típicamente estadounidenses: la tendencia al maniqueísmo, al subrayado emocional y la desconfianza en la capacidad del espectador para guiarse moralmente en el relato. Podríamos definirla como un ejercicio de realismo árido de lo más convencional. Pero nos quedamos con un pequeño detalle. La única ruptura de los formalismos ficcionales que introduce se da cuando Katie se dirige a pedirle una primera cita al chico que le gusta. Roberts filma a su protagonista pronunciando a solas las palabras destinadas a esa petición. Las dice, además, mirando directamente a la cámara con un gesto cómplice. Con ello, lo que Katie hace es romper la cuarta pared para pedirnos directamente lo mismo que espera obtener de ese chico: ser objeto de una mirada limpia, comprensiva, vaciada de los significados totalizadores con los que es definida por todo el pueblo (“camarera, puta”). Ese chico, al igual que el espectador, es un forastero. Alguien a quien demandar esa mirada descontaminada. “Mírame y compréndeme”, parece suplicar Katie. Como si los códigos de cine realista que encorsetan al personaje no bastaran y, por un momento, éste quisiera huir de ellos mediante la única vía de salida (o entrada, según para quién) del mundo diegético: la cámara.
Bitter Money (2016, Wang Bing, China).
En Bitter Money, nueva obra del chino Wang Bing (autor de la aclamada West of the Tracks) su condición documental permite romper desde el principio ese pacto de ficción. (Casi) todo filme documental asume sin más miramientos que su público, a diferencia del de ficción, admite mucho mejor que se vean los cables del truco. Pero Wang lleva más lejos este principio. Algo avanzado el metraje de Bitter Money, una mujer llamada Ling Ling repite el gesto de Katie. Mira directamente a la cámara y, más aún, le habla. Le da una orden directa. “Sígueme”. Con ello, Wang rompe el flujo del relato, que hasta entonces había seguido a una familia de trabajadores que han emigrado desde el ámbito rural a la ciudad de Huzhou, en busca de oportunidades en la durísima industria textil. Al irse con Ling Ling, la cámara se zambulle en las calles de la ciudad y registra el conflicto de una de sus habitantes. Ling Ling se ha peleado con su marido y éste la ha echado de casa. Ella parece animarse a volver a confrontarle cuando se topa con la cámara de Wang, y pronto entendemos por qué: su marido es un hombre agresivo que la insulta, golpea y amenaza de muerte. La cámara, al filmarlo todo, ejerce de testigo valioso. Con lo que la operación de Wang duplica sus resonancias. Al testimonio de la realidad de un colectivo obrero en el mundo industrial del Este de China, se une el testimonio personal de una mujer que deposita en la cámara su confianza de que ésta dará cuenta del abuso que sufre. Ya no se trata, por tanto, del simple desenfado del documental a la hora de evidenciar su condición mediadora. Sino de que, partiendo del método de trabajo de Wang, que convive con sus “personajes” y los acompaña en todo momento (incluso hace con la familia protagonista el viaje en tren hacia Huzhou), se llega a un fenómeno que podríamos denominar la “cámara-personaje”. El de Ling Ling pidiendo que la siga no es el único caso. Otros personajes a los que el metraje va introduciendo se dirigen continuamente a la cámara. Le dan las buenas noches cuando es hora de dormir, la usan a modo de confesora íntima, o se despiden de ella cuando deciden marcharse en busca de oportunidades mejores.
Decimos la cámara, además, porque Wang como director no se manifiesta en ningún momento. No tiene presencia, ni física ni en fuera de campo. Los personajes nunca se dirigen a él, sino que le hablan a la cámara como si fuera un ente con vida propia. Y, cuando el arduo ritmo de trabajo comienza a fragmentar a la familia inicialmente unida, el propio relato se fragmenta siguiendo el extravío de esta cámara-personaje, que está constantemente a la búsqueda de su propio lugar dentro de la realidad que la rodea. Así lo testimonian los numerosos desenfoques, trepidaciones o deficiencias de iluminación a los que se enfrenta y que, lejos de restarle fuerza a la película, terminan por definir a un a priori objeto técnico como un ser dubitativo que se enfrenta a sus propias limitaciones para mirar. El elemento mediador, por tanto, se vuelve de forma muy clara elemento interno del relato. Al hacerlo, nos traslada a la vez que nos niega la adopción como espectadores de su punto de vista. ¿Cómo es posible que un objeto que nos sirve como único modo de percepción de una realidad se convierta a la vez en habitante propio de esa realidad? Si en Katie Says Goodbye la apelación a la cámara es una apelación directa al público, en Bitter Money esa apelación nos acerca a la realidad a la vez que difumina cuál es exactamente la mediación por la que accedemos a ella.
Félicité (2017, Alain Gomis, Francia).
Es curioso, además, cómo este acercamiento ambiguo a la realidad da un sentido completamente distinto a una situación similar que comparten Bitter Money y Félicité. En esta última también existen varias escenas en las que la cámara sigue a una protagonista femenina en brega por abrirse paso en un entorno difícil. En este caso, se trata de una madre congoleña buscando a la desesperada dinero para seguir pagando la hospitalización de su hijo. Incluso las disposiciones de encuadre son similares. Planos de cámara en mano en los que se siguen los pasos de la protagonista de espaldas. Pero que, puestos en relación, revelan algunas limitaciones de los modelos del realismo. En el caso de Félicité, obra de ficción, estos movimientos de cámara que introduce el director Alain Gomis se antojan más que nada un tic naturalista. Un intento de transmitir nervio y veracidad a la historia de una mujer que, aunque artificial, remite de forma muy clara, de nuevo, a una realidad social dura. Pero donde Gomis se queda en el mero rasgo técnico, Wang encuentra la entidad de esa técnica. Hecha esta relación, con Félicité queda la extraña sensación de que la presencia de la cámara ya no se justifica por sí sola.
¿Cómo aportarle un sentido al hecho de disponer una cámara ante una realidad, entonces? Una cuestión especialmente pertinente si hablamos de realidades ya muy exploradas, de imágenes ya muchas veces grabadas. ¿Con qué criterio seguir filmando esas imágenes? I Am Not Your Negro y Cuatreros, sendos documentales sobre temas tan reimaginados como la segregación racial en Estados Unidos y la revolución política en Argentina, responden dicha cuestión anulando el rol de sus cámaras. Renunciando a la captación de nuevas imágenes para escarbar en los archivos y confiar en la palabra para dar unidad (o al menos, intentarlo) a su dispersión. En I Am Not Your Negro (Raoul Peck, Estados Unidos, 2016), el ejercicio de reconstrucción es doble. Por un lado, se recopilan imágenes documentales y fílmicas para construir un discurso sobre la historia de la segregación que bebe tanto de los noticieros como de la realidad reflejada en el cine de ficción, desde las películas de John Wayne a las de Sidney Poitier. Por otro lado, la película en sí es un intento de dar cuerpo al libro que James Baldwin, gran referente literario del tema, nunca escribió. Un libro que pretendía hilar las reflexiones personales de Baldwin acerca del racismo que él mismo sufrió con los asesinatos de tres amigos suyos y activistas por los derechos de los afroamericanos: Medgar Evers, Malcolm X y Martin Luther King. Hablamos, por tanto, de un filme sin filmación propia, de una obra cuyo sentido unitario tiene una base literaria. Cuyas imágenes se limitan al ejercicio de montaje para poner en relación aquellas viejas películas y noticiarios con imágenes más cercanas en el tiempo de abusos policiales a ciudadanos negros. Al renunciar a la propia cámara, Peck renuncia a la propia voz: es la voz del fallecido Baldwin la que capitaliza la película (aunque es Samuel L. Jackson quien da entidad física a esa voz). Con humildad artesanal fundida con convicción ideológica, Peck expresa su confianza en la fuerza de Baldwin renunciando a su autoría, y con ello haciendo una película que casi renuncia a ser película. Un cine que encuentra a uno de sus “enemigos” en el propio cine como viejo perpetuador del dominio blanco.
Cuatreros (2016, Albertina Carri, Argentina).
En Cuatreros, la misma renuncia a la cámara va de la mano de una voz literaria que conduce el relato. En este caso se trata de la de la propia directora, Albertina Carri, que como Peck busca verdades entre la sobreabundancia de imágenes y archivo. Pero que, a diferencia de este, hace discurso de su falta de discurso. Da cuenta de su propio extravío ante la historia política argentina, a la que se acerca a la vez de forma analítica, cínica y emocional. Esto último dado que la ausencia de los padres de la directora, figuras comprometidas en los movimientos revolucionarios de los setenta, ha sido un motivo de inspiración recurrente en su cine. La figura que desata las reflexiones de partida es la del legendario cuatrero Isidro Velázquez, cuyas andanzas son leídas en clave sociológica mediante un texto del padre de Carri. Pero pronto, las lecturas se bifurcan, testimonios pasados se entrelazan con inquietudes presentes y las imágenes van a la par. La cineasta opta por las pantallas múltiples que acompañan a su recitado, dando cuenta de un exceso de imagen que parece mal asimilado. A la vez que habla de una falta de imagen deseada. La de archivos perdidos por la carencia de filmotecas argentinas que denuncia la autora, y la de la propia película sobre Velázquez que debería haber visto la luz en lugar de este resultado final, una película que versa sobre la imposibilidad de otra película y el extravío de anteriores películas. A diferencia de I Am Not Your Negro, entonces, su mayor conflicto dramático es la falta de univocidad causada por estos fracasos y lagunas. No se trata solo de que la cámara propia sea un imposible, sino de que lo captado por cámaras pasadas se superpone, se destruye a sí mismo, se contradice como el propio recitado de Carri.
Para seguir divagando sobre la difícil relación entre realidad, ficción y rol de la cámara, la siguiente cita ineludible del festival es la nueva cinta de Kaurismäki. Ya lejos de ejercicios de documental, una pura ficción que a la vez es un reflejo dolido de una realidad muy identificable. En este caso, el choque entre realidad social y constructo narrativo sucede por una colisión de opuestos. El otro lado de la esperanza (Toivon tuolla puolen, Aki Kaurismäki, Finlandia, 2017), fiel al estilo del finlandés, recurre a la artificialidad colorista de la puesta en escena y al estatismo absurdo de los actores para insertar una historia que, en este caso, tiene correspondencias muy obvias con la actualidad más urgente. De modo que ese choque-estilo del cineasta sucede con especial intensidad. Al hilo de lo que venimos comentando, ¿en qué lugar deja esto exactamente a la cámara? Pues precisamente en un lugar muy distinto a la de Wang Bing. En un dispositivo que, al ser el que une un constructo altamente artificial (los escenarios y personajes fílmicos) con una realidad identificable (que, más a través del fuera de campo, se hace presente con el “fuera de pantalla”), evidencia más que nunca su rol mediador. La cámara se convierte en un cuerpo extraño, ajeno a esos dos universos. Pero a la vez, en la única vía que nos permite relacionar el universo que nos rodea con el universo que el finlandés nos ofrece. La cámara nos impone la distancia aséptica que le confiere su propia extrañeza, y con ello renuncia a toda emulación de algún tipo de punto de vista. Se limita a constatar el choque entre esos dos universos, a dar cuenta de lo absurdo que queda del resultado de ese choque, y por último a hacer que nos cuestionemos si, después de todo, el absurdo no existía antes que la cámara empezara a filmar nada. La operación en sí misma se antojaría inútil, si no fuera porque esa cámara, aun cuando se pone en duda a sí misma, no deja de ejercer la atracción irresistible sobre esa realidad irreal que presenta (o representa, como lo prefieran) Kaurismäki.
Certain Women (2016, Kelly Reichardt, Estados Unidos).
Quizá, con este texto, no hemos hecho más que añadir más incertidumbre a la serie de extravíos en forma de filmes que lo inspiran. Así que permítannos ponernos un poco emocionales para hablar de la que probablemente sea la gran película del festival. Volvamos a parajes similares a aquellos en los que arrancábamos este texto, a pueblos remotos de la Norteamérica rural, para hablar de la extraordinaria Certain Women. Resistiremos a la tentación de alargar de más esta crónica reseñando sus virtudes, y nos limitaremos a describir un pequeño plano secuencia que Kelly Reichardt inserta para introducir al ambiente de un pequeño bar de carretera, que bien podría ser el mismo en el que trabaja la protagonista de Katie Says Godbye (si no fuera porque pasamos de la desértica Arizona a una gélida Montana). El plano arranca con dos muchachos jóvenes y carilargos que beben café en la barra, sigue en primer plano el movimiento de retirada de la cafetera americana en manos de la camarera, recorre lateralmente una cocina de donde salen un par de sándwiches mientras de fondo suena una retransmisión deportiva, se acopla a la espalda de la camarera que lo transporta y termina en una anciana que desenfunda sus cubiertos ante los sándwiches. Corta a un plano de un anciano comiendo sopa antes de volver con las dos protagonistas. Nos limitamos a la descripción porque asumimos nuestra imposibilidad de poner en palabras cómo esta cadencia se convierte en algo parecido a la poesía si uno ha sabido ir modulando la mirada ante las imágenes de Reichardt. Pero la idea es que, más allá de incertidumbres y extravíos, la cámara sigue siendo un ente capaz de deslizar sobre cualquier personaje, incluso el más insignificante, la caricia más sincera.
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / XVII Festival de las Palmas