El tiempo del cuento
crítica ★★★★ de Bella durmiente (Belle Dormant, Adolfo Arrieta, Francia, 2016).
En un momento de secuelas, revisiones y estrenos, encontrarnos en la cartelera un título como Bella durmiente puede llevarnos al engaño. No, no estamos ante una de esas actualizaciones de un clásico hechas simplemente a base de efectos especiales, actores con cierto nombre y una producción millonaria. No estamos ante una simple excusa de lucimiento técnico y visual. La firma que acompaña al título ya debería ponernos sobre aviso. Adolfo Arrieta, director madrileño afincado en Francia desde 1967, es algo así como el último superviviente del cine underground que floreció tímidamente en la época franquista. Han pasado más de 25 años desde su anterior largometraje y podría resultar curiosa la elección de un relato tan conocido, manoseado y adaptado. Pero la bella durmiente de Arrieta se entiende no tanto como la salvación de una joven hermosa por parte de un apuesto príncipe, sino más bien como la recuperación del pasado, el ejercicio de excavación de un tiempo en pretérito aplastado por lo contemporáneo. La clave de esta nueva lectura se sustenta en la adición de un componente temporal para abrir nuevos significados. La película parte desde el presente: en el reino de Letonia, al joven príncipe Egon solo le obsesionan dos cosas: tocar la batería y descubrir el reino perdido de Kentz. Allí, según la leyenda, un buen día todo quedó congelado cuando la joven princesa Rossemunde se pinchó con el huso de una rueca. Egon quiere adentrarse en los bosques que pueblan su territorio para tratar de descubrir ese lugar detenido en el tiempo.
Arrieta convierte el cuento de la Bella durmiente en un mito. Egon sobrevuela en helicóptero el espeso manto verde en el que dicen que Kentz está escondido. A su lado, a los mandos, Gérard, su mentor, le relata por enésima vez la historia. Es una composición que recuerda a ese narrador todopoderoso que explica el cuento. Y es que Gérard, al igual que la arqueóloga de la UNESCO que forzará la expedición de Egon, es un ser inmortal que intenta conectar dos mundos: el ceremonioso siglo XX con el tecnológico siglo XXI. En este viaje hacia la ruina Arrieta nos habla de esa mirada condescendiente hacia el pasado, de esa colonización del pretérito para construir un presente de espaldas a lo que fuimos. Pero lo más interesante es la manera de transformar todo ese rechazo a través de la curiosidad del joven príncipe que, desde la modernidad pija de sus impecables jerséis, su halo burgués demodé y su gusto por lo exquisito, construye un viaje hacia su opuesto, como si fuese el último explorador romántico en un mundo de pose. Más que su afán por despertar a la princesa, Egon se mueve por una especie de interés filántropo hacia la antigüedad. Y así, con la misma fascinación que empuja a Egon, Arrieta trata a la imagen con un aire de otro tiempo, con una sencillez que deshecha lo rimbombante para detenerse y subrayar el gesto, la palabra, lo realmente importante. Así, los imposibles planos frontales en las conversaciones, la coreografiada espontaneidad del baile en la fiesta, con conga incluida, o la luz amarillenta, casi velada, con una especie de fulgor incandescente con la que ilumina sus imágenes dejan cierto aire bohemio en la puesta en escena. A la postre, le dan un toque un tanto atemporal (de nuevo, el tiempo) a una película cuya magia reside en ese tránsito entre épocas.
«Una oda a la ruina que funciona ya no tanto como un ejercicio de reinvención, sino como una reivindicación de la ficción como única resistencia ante el paso del tiempo, ante la vorágine de espectáculo vacío en la que parece haber entrado el cine cuando recurre a la tradición en busca de historias que contar».
Como es habitual en su obra, Arrieta se niega a tomarse en serio ninguna de sus invenciones. La ironía y el humor que aparecen casi a cuentagotas acaban floreciendo conforme lo absurdo, inverosímil y a la vez mágico de todo el planteamiento se va desplegando. Es decir, cuando el artificio del cine se hace dueño del cuento, cuando Arrieta desempolva la varita para recordarnos que su imagen, al fin y al cabo, no es más que una representación. Como lo son los pétreos seres que se encuentra Egon al vislumbrar el reino de Kentz: dos guardias durmiendo de pie, uno junto al otro, descansando la cabeza en sus hombros; un gato con los pelos erizados, justo antes de completar su caza; un baile detenido en pleno movimiento; el Rey, con la palabra a medio pronunciar, discutiendo sobre futuros proyectos; unos pájaros con las alas extendidas a los que les han interrumpido el vuelo. Llegados a este punto la comicidad ya es parte intrínseca de la propuesta. Y así (y sin ánimo de desvelar nada nuevo) en cuanto los labios de Egon rozan los de la joven princesa Rossemunde, los músculos de todos ellos vuelven a cobrar vida y recobrar lo que dejaron a medias hace ahora 100 años. En ese momento, cuando dos universos entran en contacto, todo parece muy normal dentro de la intrínseca anormalidad de la situación: Arrieta ya nos ha embaucado para que su ejercicio de detener el tiempo y estirarlo para jugar con él, como si de un trozo de plastilina se tratase, nos parezca lo más cabal y sensato a la vez que rebosa de una ingenuidad exquisita. Bella durmiente se sustenta en este delicado juego de malabares entre la tradición y lo subversivo. Arrieta no hace más que relatarnos un cuento que ya conocemos sin cambiar ni una coma del original. Al contrario, lo que hace más bien es añadir estos elementos que hemos ido desgranando para dotar de profundidad a la propuesta sin renunciar a la sencillez y la humildad como punto de partida. Una especie de oda a la ruina que funciona ya no tanto como un ejercicio de reinvención, sino como una reivindicación de la ficción como única resistencia ante el paso del tiempo, ante la vorágine de espectáculo vacío en la que parece haber entrado el cine cuando recurre a la tradición en busca de historias que contar. | ★★★★ |
Víctor Blanes Picó
© Revista EAM / Barcelona
Ficha técnica
Francia, 2016. Título original: Belle Dormant. Dirección: Adolfo Arrieta. Guión: Adolfo Arrieta. Duración: 82 minutos. Fotografía: Thomas Favel. Música: Benjamin Esdraffo, Ronan Martin. Producción: Paraïso Productions, Pomme Hurtlante Films. Vestuario: Justine PEarce. Montaje: Adolfo Arrieta. Intérpretes: Niels Schneider, Agathe Bonitzer, Mathieu Amalric, Serge Bozon, Ingrid Caven, Tatiana Verstraeten, Andy Gillet, Vladimir Consigny.