Del amor considerado como una de las bellas artes
Mascarada (Maskerade, Willi Forst, Austria, 1934).
Un gigantesco salón de baile atravesado por cientos de serpentinas donde las damas más elegantes y los hombres más encopetados danzan, beben y hablan por encima de la música y el ruido. El techo del local se alza tan alto que nuestros ojos no llegan a entreverlo. Una joven gana en un concurso que se celebra en mitad de la fiesta un llamativo manguito de piel de chinchilla. En pocos minutos se nos han presentado a la perfección todos los protagonistas de la historia: las relaciones que hay entre ellos, su carácter, su forma de entender la vida y el juego supremo y también ruin del flirteo y el amor. Con una cámara que se mueve entre todo este aparente caos con una elegancia que embriaga hasta el punto de que sentimos la fragancia de los perfumes y las ropas, el humo de los grandes puros y las miradas que destilan pasiones y miserias minúsculas. Estamos en la Viena de 1905 y casi podemos tocar con los dedos la grandeza evanescente de esa vieja Europa mítica y fantasmal, como si camináramos por un relato del gran Alexander Lernet-Holenia. Mascarada (Maskerade, 1934) fue la segunda película dirigida por el magnífico Willi Forst, y ya tan pronto una muestra perfecta de todo su genio como autor cinematográfico, excelencia que se desarrolló deslumbrante en esos años 30 que sin duda suponen su cumbre como director. Forst se inició en el mundo del cine como actor en los años 20, casi siempre en papeles de villano, hasta que accede a la dirección con Vuelan mis canciones (Leise flehen meine Lieder, 1933), una película que relata un breve episodio inventado en la vida del músico vienés Franz Schubert, el que, como pura ficción, dio origen a una de sus obras más conocidas, la Sinfonía nº 8 en si menor, D. 759 (Inconclusa), alejada del tono pesado y grandilocuente con el que suelen ser realizadas este tipo de películas biográficas centradas en personajes históricos importantes y ensalzados culturalmente. Divertida y emocionante, Vuelan mis canciones, que tuvo versión inglesa un año después rodada por el mismo Willi Forst junto al británico Anthony Asquit bajo el título de Unfinished Symphony, es una pequeña delicia que presenta ya muchas de las características de Forst: lo etéreo de la condición humana con sus continuos vaivenes sentimentales, una puesta en escena puntillosa y cuidada con mimo, apuestas visuales rompedoras e inusuales sin abandonar su carácter general clásico, movimientos de cámara en los que esta parece levitar o deslizarse por una fina capa de hielo, pura delicadeza en la manera de profundizar en sus personajes, una profunda capacidad de emocionar partiendo de una sencillez casi primitiva, un gusto exquisito por la música y el nunca renunciar al carácter nacional de sus filmes aun cuando Austria estaba bajo el poder de la invasión nazi. Esto último fue lo que mantuvo a Forst firme en su trabajo incluso al tener que acceder a rodar un cortometraje documental de propaganda nacionalsocialista con motivo de las Olimpiadas de Berlín de 1936. Los nueve minutos de Berlin Reichshaûptstadt (1936) atronan con el sonido de las botas de los militantes de la cruz gamada y la fanfarria infernal de sus marchas militares, la contraposición absoluta a las bandas sonoras de sus otros filmes, pero también permanece como un recorrido por ese Berlín de antes de la Segunda Guerra Mundial, un paseo en color por una ciudad que pocos años después sería tragada por la destrucción y el desastre al que su Führer empujó. Forst, a pesar de la insistencia de los invasores, consiguió evadir posteriores encargos propagandísticos y se aferró a su tipo de cine, un cine de marcado aliento austríaco, a sus calles, sus ambientes, a un pasado glorioso no infectado por los nazis, un mundo inundado de música, desde las grandes obras clásicas a las canciones populares que se cantaban en calles, bares y antros donde el pueblo podía reunirse libre, a su personal voz sobreviviendo en la marea del grito alemán.
Mascarada se inicia con una suntuosa fiesta en la que la joven Anita (Olga Tschechowa), tras ganar un manguito de chinchilla en un concurso que supone uno de los momentos álgidos de la noche, espera impaciente la llegada de su amante, el pintor de vida licenciosa Heideneck (Anton Walbrook, en los créditos bajo el nombre Adolf Wohlbrück). Cuando este hace acto de presencia Anita corre a su encuentro, pero el artista la trata desdeñosamente: ella acaba de prometerse con el director de la ópera de Viena, el bonachón Paul Harrandt (Walter Janssen) y con la mayor frialdad imaginable él la insta a que acepte el hecho de que su romance no puede continuar. Desesperada, Anita le confiesa que si ha accedido a casarse ha sido tan solo para darle celos. No han hecho apenas empezar a hablar cuando el pillastre de Heideneck ya está fijando la vista en otra mujer, y le pregunta sin el más mínimo tacto a Anita quién es esa belleza desconocida para él. Anita le contesta que es su futura cuñada Gerda, esposa del prestigioso doctor Carl Ludwig Harrandt (Peter Petersen), hermano de Paul, y allá que se desliza con su aspecto de galán hastiado de todo a conquistarla. Gerda lo rechaza en un principio, pero en el transcurso de la fiesta donde todos bailan, ríen, beben y se divierten como si no hubiera un mañana, los ya algo viejunos Paul y Carl hablan sin parar de la pasión que los une casi más que su parentesco: la música. Anita y Gerda se aburren a muerte, y Heideneck, viendo que su intento de conquista ha fracasado, abandona la fiesta con su aire cansado. En apenas unos minutos, Forst ha descrito a sus protagonistas con una perfección tal que pareciera que los conocemos de siempre, las diferentes relaciones que los unen presentadas con una elegancia y sencillez que nos sumergen de lleno en la trama de líos y enredos amorosos tan efervescentes y livianos como la propia vida de la ciudad, cuando todo era champán y cuerpos deslizándose sobre una pista de baile. Heideneck sale a la calle camino de su estudio y Forst instala la cámara encuadrando sus pies sobre la nieve y lo sigue en travelling mientras camina y se cruza con un borracho que le pregunta la hora y después con una prostituta que lo invita a acompañarla. Forst alza la cámara y vemos las sombras en la pared de ambos, ella ofreciéndose y Heideneck rechazando la oferta en un juego de espectral reminiscencia, creando magia con una suprema elegancia donde otros no hubieran podido escapar de la sordidez. El artista llega a su casa y en su estudio lo está esperando Gerda, que se lo ha pensado mejor y ha decidido aceptar la invitación de Heideneck. Este desea hacerle un retrato, y ante la sorpresa y decepción de Gerda resulta que solo quiere eso: pintarla. Impertérrito le pide que se desnude. Gerda acepta pero ocultando su rostro tras una máscara, después de todo es una mujer casada con uno de los hombres más reputados y conocidos de Viena, y con el manguito que su cuñada Anita ha ganado en la fiesta, que le ha pedido prestado, cubriendo lo poco que este puede esconder. Al día siguiente Heideneck descubre que el dibujo ha desaparecido. Su sirvienta lo ha entregado al mensajero enviado por la revista que esperaba la ilustración de portada del número especial dedicado al carnaval. La jornada amanece con toda Viena comentando el atrevido dibujo. Forst y su coguionista Walter Reisch no dudan en mostrar una soterrada crítica social en la forma en que la banda de sonido se inunda de gruñidos de animales en varios planos consecutivos de gente riéndose ante la osada ilustración, más predispuestos a considerar su evidente aspecto erótico que a apreciar la calidad artística de la misma. Heideneck intuye que la publicación traerá problemas, y así se demuestra cuando el celoso y estirado doctor Carl insta a su hermano a que descubra la identidad de la modelo pues aparece retratada con el manguito de chinchilla que su futura esposa ganó en la fiesta. Y así tenemos montado el lío de amoríos, engaños y subterfugios que se desarrollarán ante nuestra fascinada mirada en ese mundo lejano, desaparecido, casi mítico en su distancia, trasladándonos en su brillantez deslumbrante a una época que sin duda para sus autores es añorada ante un presente oscurecido por la sombra nazi.
«Mascarada está considerada la obra maestra de Willi Forst. Es un lugar común pensar que si hubiera emigrado, como otros cineastas de la época, a los Estados Unidos escapando de la opresión nazi, su carrera lo hubiera puesto hoy día a la altura de un Ernst Lubitsch o un Billy Wilder. Pero Forst no abandonó su Austria natal y tras la Segunda Guerra Mundial cayó en el olvido».
El ingenuo Paul acude al estudio de Heideneck para que le diga si la modelo es su futura esposa, si así fuera se vería obligado a retarlo en duelo, pero no lo desea en absoluto por lo que aceptará que no se trata de ella si el pintor le confiesa el nombre de la joven retratada. Heideneck opta por inventárselo para ocultar la verdad (no se trata de su prometida Anita tan siquiera, sino de la esposa del intransigente Carl, Gerda). La casualidad llevará a que el nombre improvisado por Heideneck corresponda de verdad a la joven secretaria de una anciana princesa. Y así la inocente Leopoldine Dur (Paula Wessely) se verá involucrada en un enredo de faldas sin apenas tener conciencia de ello. Y quedará fascinada por la atención que repentinamente el famosísimo pintor muestra por ella, no siendo sino el objeto que lo ayudará a excusar su leve falta leve ante los obstinados hermanos. Y este lío endemoniado que ha ocupado tantas líneas presentar Forst lo ha desvelado con gracia casi etérea en su desarrollo pleno de delicadeza y concisión. La historia de amor que crece entre Heideneck y Leopoldine conformará el corazón de esta comedia romántica emocionante y única. Serán las secuencias protagonizadas por ambos las más hermosas y vibrantes de la película. Su primer encuentro, en el que un azorado como nunca Heideneck se presentará ante ella y le pedirá que baile con él, es un ejemplo maravilloso del estilo de Forst. En plano general vemos a la pareja, uno frente a otro, preparados para iniciar la pieza. Se abrazan y con el inicio de sus movimientos la cámara los acompañará en travelling por toda la inmensa sala bailando con ellos, casi levitando entre las columnas y los cuerpos de los otros invitados. Forst corta a las miradas sorprendidas de Gerda y Anita que ven cómo esta desconocida de clase baja concentra toda la atención del deseado Heideneck. Y al volver a la pareja la cámara ya los encuadra en un plano cercano e íntimo deslizándose alrededor de ellos, siguiendo sus movimientos, abrazándolos y transmitiendo toda la intensidad de ese primer instante en que los cuerpos de los enamorados en un flechazo inevitable unen sus apasionadas miradas. Los posteriores encuentros de Leopoldine y Heideneck estarán dominados por ese juego del amor en el que las dudas y la pasión pelean y chocan y se reconcilian en una arrebatadora y perfecta representación de cómo dos almas se encuentran y saben que se aman. Anton Walbrook resulta arrollador en su papel de bon vivant que no quiere enamorarse pero no puede evitarlo, y Paula Wessely está perfecta y adorable como la joven cuyo encanto hace olvidar la belleza que otras tienen. Su candor atrapa al artista disoluto que caerá postrado ante ella sin remedio.
«Planos con múltiples lecturas y significados, su atención extrema por el detalle o el uso de la cámara subjetiva para hacer más inmersiva la experiencia de sus personajes en una trama que quizá no estaba a la altura de Mascarada pero que Forst eleva a la genialidad».
En una de las secuencias más conmovedoras de esta intensa Mascarada, Leopoldine visitará el estudio de Heideneck para hacer de modelo para él. Ella, conocedora de su fama de conquistador impenitente, acudirá a la cita inflamada de prejuicios adelantando todos los trucos que él pondrá en práctica para hacerla caer rendida a sus pies. Sin embargo, Heideneck se mostrará exquisito en su trato y sus maneras, tan profesional y respetuoso que pronto Leopoldine abandonará sus temores. Forst nos lo da a entender visualmente ya tan solo en la manera de mostrar al pintor recibiendo a la joven: en un plano general, Heideneck está vestido con su ropa de trabajo, lejos de su forma habitual de presentarse en público, siempre atildado y con sus mejores trajes, haciendo una leve inclinación de cabeza apenas ella acaba de traspasar su puerta. Los minutos siguientes nos mostrarán con un detalle y un cuidado sublimes el enamoramiento de ambos con un realismo que nos hará temblar de emoción contenida y que nos arrastrará en su desarrollo. La verdad alimentando cada plano con una fuerza arrolladora que nos alzará al límite de la exaltación. Uno de los momentos más hermosos de una película que es toda pasión sin renunciar jamás a los cuidadísimos toques de comedia. Forst engrandece a sus personajes al dotarlos de una gran humanidad, donde hasta el más detestable acabará mostrando su rostro más noble cuando lo honesto y lo correcto sea la única forma de resolver los problemas. Mascarada está considerada la obra maestra de Willi Forst. Es un lugar común pensar que si hubiera emigrado, como otros cineastas de la época, a los Estados Unidos escapando de la opresión nazi, su carrera lo hubiera puesto hoy día a la altura de un Ernst Lubitsch o un Billy Wilder. Pero Forst no abandonó su Austria natal y tras la Segunda Guerra Mundial cayó en el olvido. Walter Reisch, coguionista de Forst en Mascarada o en la comentada Vuelan mis canciones, sí emigró a Hollywood y allí escribió para directores como Richard Fleischer, Mitchell Leisen, Otto Preminger, Henry Hathaway, George Cukor, King Vidor y el mismo Lubitsch entre otros. El director de fotografía, Franz Planer, que había rodado con Murnau, con Michael Curtiz, con Anatole Litvak, también abandonó esa Austria pisoteada para trabajar a las órdenes de Max Ophüls, John Huston, William Wyler, Fred Zinnemann, Robert Siodmak y otros grandes que brillaron en la época dorada del cine norteamericano. El genial Adolf Wohlbrück cambiaría su nombre a Anton Walbrook para protagonizar películas de Max Ophüls y abordar roles inolvidables para Michael Powell y Emeric Pressburger. Tras Mascarada Forst aún dio pruebas de su magistral labor como director. En Mazurka (1935) fue aún más lejos en sus experimentos visuales. Planos con múltiples lecturas y significados, su atención extrema por el detalle o el uso de la cámara subjetiva para hacer más inmersiva la experiencia de sus personajes en una trama que quizá no estaba a la altura de Mascarada pero que Forst eleva a la genialidad. Y ya en los años 50, Die Sünderin (1951), que fue objeto de un pequeño escándalo por mostrar un fugaz desnudo de la maravillosa actriz Hildegard Knef y por su defensa del suicidio, es un ejemplo perfecto de obra no solo adelantada a su tiempo, sino también al nuestro. No deja de ser grandioso que Forst, cuando se acercaba el fin de su carrera, cuando confesaría que se retiraba porque sus películas pertenecían a otra época, rodó esta que vista hoy parece venida del futuro, de ese futuro soñado en el que el cine será rompedor y sorprendente, arriesgado y cercano, sin temor a mostrar historias osadas y adoptar formas expresivas de abierta ruptura con lo tradicional sin dejar de ser humano y conmover pletórico de vida.
José Luis Forte
© Revista EAM / Mérida
Ficha técnica
Austria, 1934. Título original: Maskerade. Director: Willi Forst. Guion: Willi Forst y Walter Reisch. Productoras: Sascha-Verleih y Tobis Filmkunst. Productor: Karl Julius Fritzsche. Estreno: 21 de agosto de 1934. Fotografía: Franz Planer. Música: Willy Schmidt-Gentner. Dirección artística: Emil Stepanek y Oskar Sternad. Intérpretes: Paula Wessely, Adolf Wohlbrück (Anton Walbrook), Peter Petersen, Walter Janssen, Olga Tschechowa, Hilde von Stolz, Julia Serda, Hans Moser, Fritz Imhoff, Poldi Dur, Grete Natzler.