Lluvia metálica
crítica ★★★ de Ghost in the Shell (íd, Rupert Sanders, Estados Unidos, 2017).
Hubo un tiempo en que el futuro parecía cosa del mañana lejano. Eso que en las sociedades de vanguardia tecnológica convenimos en llamar apasionadamente, no sin un cierto poso de ironía, «porvenir» cristalizó durante algunos años en el más fértil de los tópicos para una narrativa que, bien en manos de escritores como Philip K. Dick, buscaba a través de esa misma ficción respuestas a interrogantes del todo contemporáneos; ya nunca más una cuestión del holgazán que mira al cielo e imagina, quizá, mundos imposibles habitados por nosotros pero nosotros con mirada lechosa de fumador de opio y artilugios luminiscentes, y por nuevas subespecies que vienen a ser copias mejoradas de nuestros vecinos o una evolución todavía más rocambolesca del homo sapiens sapiens. El futuro, por tanto, como sueño a conservar entre literatura de ciencia ficción y películas que siempre anticipaban una inevitable revolución técnica; el cambio de paradigma —y los subterfugios de la voracidad industrial— que aún hoy sostiene la saludable tensión entre dos modelos que culminan dándose la espalda: el de Blade Runner, cuya secuela dirigida por Denis Villeneuve se estrenará a finales de este año; y el de Matrix, que tanto le debe al manga, o más concretamente al anime o, por plantear una paradoja temporal, a la traslación en carne y hueso y con estrella hollywoodense incluida de Ghost in the Shell de Mamoru Oshii que hoy nos ocupa, una de esas cintas de culto (redicho sintagma en el que suelen encuadrarse películas que generan cantidades welshianas de bilis y también los halagos de un público que aprecia mejor las lecturas de largo alcance, es decir, aquellas destinadas a soportar las relecturas sin perder un gramo de su potencia de fuego), la del japonés, que amasaba la precisión visual de un buen relato cinematográfico con el discurso filosófico y la fuerte crítica social de los que miran al horizonte y lo (re)construyen sabiendo que éste no es más que una parábola del aquí y ahora. Si acaso un presente envejecido en donde la publicidad nos envuelve literalmente la cabeza con una pantalla-burbuja que no para de mostrar noticias, fotografías, espectaculares vídeos en 3D, datos, datos y tantos más aforismos en forma de tweets, mientras la voz femenina de serie —a lo Scarlett Johansson en Her— mide las calorías de nuestro Big Mac y nos lee la última columna de Arcadi Espada, dictada ya desde el interior de su piscina amniótica, como Nixon en aquellos mítines postapocalípticos de Futurama.
Esta vez le toca a Rupert Sanders adaptar, si bien muy libremente, el manga de Masamune Shirow. Al director inglés le avala mal que bien su trabajo en otra superproducción como Blancanieves y el cazador, que por si alguien tenía alguna duda, no es la película en la que aparecen Julia Roberts y Lilly Collins. Es, sí, esa otra en la que el «espejito, espejito» dice —sin forzarse a mentir— la verdad acerca de quién es la más guapa del reino. Ghost in the Shell plantea la historia de un cíborg con apariencia de mujer que trabaja para una organización antiterrorista en un mundo donde el terrorismo ha cambiado la caverna por la Red con mayúscula; el tictac de la bomba por el siseo casi inaudible del router. De su humanidad, de pies a cabeza, Major sólo conserva el cerebro. Y cualquiera diría «Caray, lo más importante»: una mente sin los peligros del deterioro corporal y cuyos neurotransmisores son a su manera también portentosas líneas de comunicación capaces de internarla en otras cabezas a través, eso sí, de una rudimentaria conexión por cable. Ya en el tráiler vimos una o dos secuencias prácticamente remedadas del anime, aunque esta vez con Scarlett Johansson. El vértigo tranquilo de la imagen aérea que dejaba ver a Major, melena oscura de Cleopatra cyberpunk, enfilar el abismo y girar en el aire como una bailarina de Pina Bausch cayendo a sabiendas de que ahí abajo no habrá nadie que frene su caída, tan sólo una oblicua elipsis cinematográfica y el estallido de cristales y el infierno sin sangre derramada. Porque allí esperan unas inquietantes geishas high-tech. Y ella ha caído en picado. Cae meciéndose, convertida en una punta de bala a dos segundos de expandirse. Nadie prevé su irrupción. A esa altura, junto a las tótems del skyline, el viento es poco amigable. Pero sigue estirada sobre una camilla. Su cuerpo ya no es suyo. El avispón rompe el cristal. Y es entonces cuando uno piensa en el significado de la palabra «inútil», o en una de esas onomatopeyas juguetonas que de tanto en tanto aparecen en ciertos cómics con la intención de enfatizar lo que la acción misma no puede transmitir.
«El filme de Sanders subraya en exceso lo que nunca debería haber insinuado siquiera. Todo mediante algunos giros de dudosa categoría dramática: te abre con gato los ojos, en una torpe estrategia de cepa industrial, para que te enteres bien no ya de quién es ella y de por qué el malo es así de siniestro y cojo y pueril, sino de que esto no ha hecho más que comenzar. Por fortuna, la atmósfera plateada confiere a los escenarios un tono de lujo decrépito; una plasticidad fastuosa».
El comienzo, en parte gracias a la música de Lorne Balfe y Clint Mansell, invita a pensar en un relato a medio camino entre la profundidad campanuda de Westworld y la combustión vitamínica del superhéroe que al final de la encrucijada se rinde a la naturaleza del traje que le han fabricado. El paso de los minutos no hace sino confirmar esta sospecha temprana: los exteriores (sobre todo los que vemos capturados en planos generales) lucen magníficos, las apariciones de Takeshi Kitano puntean secamente un relato que modifica en no poca medida algunos aspectos del filme original. Así y todo, algo en el hieratismo de Scarlett Johansson, que aquí completa inconscientemente una trilogía sobre la desmemoria (los recuerdos, la ficción del pasado, la narcosis de esa verdad borrada, irrecuperable) como arma de destrucción masiva tras Under the Skin y Lucy, impide sentirse expuesto a los peligros que la acechan. Intuye uno que los iniciados en la cultura manga torcerán la nariz: Ghost in the Shell: El alma de la máquina renuncia a toda doblez. El filme de Sanders ofrece incluso el carné de identidad de la protagonista, y subraya en exceso lo que nunca debería haber insinuado siquiera. Todo mediante algunos giros de dudosa categoría dramática: te abre con gato los ojos, en una torpe estrategia de cepa industrial, para que te enteres bien no ya de quién es ella y de por qué el malo es así de siniestro y cojo y pueril, sino de que esto no ha hecho más que comenzar. Por fortuna, la atmósfera plateada confiere a los escenarios un tono de lujo decrépito; una plasticidad fastuosa. Aunque al lado de —por ejemplo— Paprika, esta Ghost in the Shell es prácticamente una comedia romántica (¿Notting Hill?) llena de libros electrónicos que nadie leerá nunca. | ★★★ |
Juan José Ontiveros
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos, 2017. Director: Rupert Sanders. Guión: William Weller, Jamie Moss. Fotografía: Jess Hall. Música: Clint Mansell, Lorne Balfe. Reparto: Scarlett Johansson, Michael Pitt, Juliette Binoche, Michael Wincott, Pilou Asbæk,Takeshi Kitano, Christopher Obi, Joseph Naufahu, Chin Han, Kaori Momoi,Yutaka Izumihara, Tawanda Manyimo, Lasarus Ratuere, Danusia Samal,Rila Fukushima. Productora: DreamWorks SKG / Grosvenor Park Productions / Seaside Entertainment. Distribuidora: Paramount Pictures.