Inalcanzable sueño americano
crítica ★★★ de Fences (Denzel Washington, Estados Unidos, 2016).
Con dos películas como director a sus espaldas –Antwone Fisher (2002) y The Great Debaters (2007), historias bienintencionadas e inspiradoras, de esas que hablan de fuerza y superación, basadas en hechos reales–, Denzel Washington ha decidido jugársela al todo o nada con su tercer trabajo tras las cámaras, Fences (2016), que llegaba con la difícil aspiración de repetir en la gran pantalla el enorme éxito de la obra de teatro escrita por August Wilson y ganadora del Premio Pulitzer en 1987. A estas alturas de su carrera, nadie puede discutir la categoría de Washington como estrella de Hollywood (la presencia de su nombre en cualquier reparto es sinónimo de éxito de taquilla y el actor ha explotado su faceta de héroe de acción a las órdenes de cineastas tan comerciales como Tony Scott o Antoine Fuqua), su valía como intérprete dramático –ahí están sus dos Oscar– y, sobre todo, su apuesta por grandes personajes tan comprometidos como los del activista sudafricano Steve Biko de Grita libertad (Richard Attenborough, 1987) o el mísmísimo Malcolm X (Spike Lee, 1992). En 2010, el actor y Viola Davis encarnaron los roles protagonistas de Fences sobre las tablas de Broadway con una acogida tan calurosa que les hizo merecedores de los prestigiosos premios Tony. Seis años después, aquel bien avenido tándem se ha vuelto a meter dentro de la piel de Troy Maxton y su esposa Rose, los enormes personajes salidos de la pluma de Wilson y que tantos elogios de la crítica le supuso. Como era de esperar, es evidente que le tienen cogida la medida perfectamente, ya que ambos vuelven a estar presentes en la carrera de premios, con los Óscar como última parada, gracias a sus portentosos trabajos.
Fences es un melodrama familiar en la línea del clásico de Arthur Miller La muerte de un viajante (también llevado de manera irregular en varias ocasiones al cine y a la televisión), ambientado en el Pittsburgh de la década de los 50, unos tiempos en los que aún no se había aprobado la Ley de Libertades Civiles que acabaría con la segregación racial. La historia sigue los pasos de un matrimonio afroamericano de clase baja que vive en los suburbios. El temperamental y testarudo Troy es un hombre que se ha hecho a sí mismo, sobreviviendo a todos los obstáculos que la vida le fue poniendo y sacando adelante a su familia, no sin mucho esfuerzo. Pudo haber sido una estrella del béisbol pero por aquel entonces un chico negro no tenía las mismas oportunidades que uno blanco y, tras combatir en la Segunda Guerra Mundial y pasar una temporada en la cárcel, se gana el pan como basurero. Convertirse en chófer del camión de la basura representa lo máximo a lo que podría aspirar y, después de conseguirlo, se siente como algo cercano al triunfador. Rose simboliza a esa esposa fiel y abnegada, auténtico corazón de la casa y hombro en el que su esposo y sus dos hijos se apoyan. El mayor de estos últimos es un tipo vago y sin aspiraciones en la vida, que únicamente aparece por el hogar familiar cuando necesita dinero, mientras que el pequeño tiene grandes aptitudes para el deporte pero Troy proyecta en él sus frustraciones, convencido de que los tiempos no han cambiado y su hijo no tendrá mejores oportunidades que las que él tuvo. Esta mentalidad pesimista de Troy propicia una relación conflictiva con el muchacho, que llega al extremo de odiarle. A lo largo de casi 140 minutos de metraje asistimos a la evolución de estos personajes en el tiempo, sin abandonar el escenario de la casa –la mayoría de las escenas tienen lugar en el patio trasero–, mostrando sus sinsabores, conflictos sentimentales y pequeñas alegrías, sin el apoyo de más secundarios que Jim (entrañable Stephen Henderson), compañero de trabajo y mejor amigo de Troy, con quien comparte confesiones y tragos; y la niña Raynell (Saniyya Sidney), que aparece en el último tramo del filme para desestabilizar la convivencia de los Maxton.
«Fences se abandona demasiado a reproducir con grandilocuencia sus textos pero sacrifica en el camino buena parte de la emoción y hondura dramática que cabría esperar».
No se le puede negar a Fences la enorme potencia del material del que parte, ese maravilloso libreto de August Wilson, cargado de diálogos colosales que favorecen el lucimiento de todos sus actores. Así, Denzel Washington tiene entre sus manos el que probablemente sea su papel más rico y complejo de toda su carrera, el de un hombre resentido con el mundo; pobre infeliz para el que procurar un techo y comida a su esposa y una educación a sus hijos no va ligado a la obligación de tener que demostrarles cariño y afecto. Su Troy es una fuerza de la naturaleza, de carácter indomable, provisto de un gran sentido del humor en sus momentos más distendidos, pero dañino y autodestructivo cuando le pierde su mala cabeza. Ese tipo de personajes con los que el espectador se debate entre la empatía y el rechazo absoluto, y que el actor saca adelante de forma magistral, saboreando cada monólogo, cada parrafada (las hay abundantes y extensas), siempre a un paso de la sobreactuación pero nunca sobrepasándola, y haciéndose amo y dueño de la función sin despeinarse. A su lado, Viola Davis no solo está a la altura de su compañero de reparto, sino que logra crecerse en las escenas de confrontación con resultados sobresalientes. Su Rose representa la cara opuesta (y complementaria) de Troy, un rol sufridor y mucho más conformista, que lo aguanta todo con tal de mantener a los miembros de su familia unidos. Sin duda, ambos intérpretes son –junto al fenomenal guion– la base sobre la que se afianza el éxito de esta traslación al cine de Fences. Un éxito, también hay que decirlo, relativo, ya que el Washington director no ha sabido (o no ha querido) adaptarse al nuevo medio y su cinta arrastra en su interior todos los contras del teatro filmado. Esto viene a confirmar que no siempre lo que funciona a la perfección sobre las tablas de un teatro tiene que hacerlo también en la gran pantalla.
La teatralidad de la película queda patente en la poca variedad de escenarios y en lo dilatadas que resultan muchas de sus escenas, con un montaje muy poco dinámico que marca el paso del tiempo en el relato de forma tosca, sin ayudarse de flashbacks (o cualquier otro recurso visual) que expliquen aspectos de la trama más allá de lo que se describe mediante la palabra. Si Washington se revela como un magnífico director de actores, de los que saca los mejores trabajos, no se puede decir lo mismo de su pericia para manejar la cámara e imprimir un buen ritmo a su obra. Fences se abandona demasiado a reproducir con grandilocuencia sus textos pero sacrifica en el camino buena parte de la emoción y hondura dramática que cabría esperar. Todo se siente estático en exceso, con los actores entrando y saliendo de escena como si estuviesen en una función de Broadway, mientras realizan sus réplicas con entrega, luchando contra la desnudez de elementos cinematográficos en los que apoyarse. Es por ellos y porque las historias de perdedores –en especial, cuando se han visto sometidos a injusticias sociales– poseen una facultad especial de encandilar a la audiencia, que el último trabajo de Washington merece ser disfrutado (aunque sea fuera de su medio idóneo), a pesar de que se haya quedado en una tierra de nadie entre el descalabro artístico y el gran filme en que se podría haber convertido en manos de otro realizador más experimentado. | ★★★ |
José Martín León
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos. 2016. Título original: Fences. Director: Denzel Washington. Guion: August Wilson (Obra: August Wilson). Productores: Todd Black, Scott Rudin, Denzel Washington. Productoras: Paramount Pictures / Scott Rudin Productions. Fotografía: Charlotte Bruus Christensen. Música: Marcelo Zarvos. Montaje: Hughes Winborne. Dirección artística: Karen Gropman, Gregory A. Weimerskirch. Reparto: Denzel Washington, Viola Davis, Jovan Adepo, Russell Hornsby, Stephen Henderson, Saniyya Sidney. PÓSTER.