Et ce sera justice
La mujer casada (Une femme mariée, Jean-Luc Godard, Francia, 1964).
El sentido idiomático del cine de Jean-Luc Godard, al menos en su primer período, no es restrictivo de las variedades sintácticas del francés como lengua enunciativa del mensaje, sino que está significativamente condicionado por la polisemia y la sinestesia de su discurso, gracias a una minuciosa preocupación por el estudio metódico de sus personajes y la contradictoria relación comunicativa entre el lenguaje verbal y el corporal. Esta particularidad encuentra su ejemplo paradigmático en La mujer casada (Une femme mariée, 1964), donde los actores logran, con tremenda naturalidad, transmitir con sus gestos y miradas una idea antagónica a la que podemos escuchar con sus palabras. El director construye una crítica a la sociedad del consumo y a la cultura de la superficialidad, algo que queda plasmado con ejemplar concreción en la figura de su protagonista, una mujer —de cuya complejidad hablaremos más adelante— preocupada por comparar de forma obsesiva su cuerpo al de los estándares de belleza canonizados que aparecen en las revistas femeninas, o en esos panfletos ilustrativos que, siguiendo una serie de instrucciones, enseñan a las lectoras a cumplir con los deseos y los gustos del hombre. Un elocuente reproche a la banalidad elitista del París más hipócrita que vive refugiado en su doble moral, muy anclado a sus tradiciones judeo-cristianas y que considera el amor libre como un obsceno atentado de grupos marginales al romanticismo clásico. Por este motivo, el hecho de que la película aborde de manera tan abierta el tema del adulterio y sus implicaciones en una mujer sexualmente emancipada, fue considerado una ofensa contra la integridad de la burguesía, que aparece personificada en esta señorita libidinosa y ladina, cuyas inquietudes y conflictos sólo afectan a las posibles represiones socio-culturales, y no en un sincero arrepentimiento moral.
A pesar de que, atendiendo a su previa filmografía, esta cinta posee una legibilidad y una sencillez en cuanto a su planteamiento inopinadas, su estructura narrativa, todavía muy asentada en la vanguardia y en los informes dispositivos semánticos propios del avant-garde, la condenó al ninguneo y al desprecio, tanto del público, distraído por la divertida y accesible Banda aparte (Bande à part) que el realizador estrenó ese mismo año, como del propio sistema político-social, que no dudó en censurarla movido, más por el mensaje anticapitalista y el sarcástico tratamiento de la clase alta francesa, que por las sugerentes escenas de pudorosos desnudos parciales que aparecen. Desprecio por completo desaparecido en la actualidad, una vez se ha podido analizar la trama sin ningún tipo de restricción y comprobar la pluralidad de recursos que Godard emplea en la construcción de Charlotte; motor argumental, visual y textual, de este ménage à trois voyerista con el que introduce al espectador en un ambiente privativo que no le corresponde. Un universo de intimidades y secretos en el que Charlotte realiza malabarismos sentimentales con dos hombres, y para el que se nos concederá un permiso de entrada de 24 horas, tiempo suficiente para descubrir una de las personalidades más interesantes de la Nouvelle Vague, cuyas emociones parecen haber estado siempre condicionadas por los deseos del hombre y por el extenuante esfuerzo de éste por evitar que la joven, de espíritu libre, escape del abrigo de su totalitaria protección. En el entramado godardiano la mujer vive recluida en su infelicidad a causa de la necesidad del hombre de privatizar la belleza que no le pertenece. Aunque los esfuerzos retóricos del cineasta estriban en su voluntad de fragmentar la narración, conseguir una perspectiva múltiple, generar un constante sentimiento de duda emocional y establecer un distanciamiento empático con sus personajes; por primera vez antepuso la idea a la intención, es decir, sacrificó la abstracta vaguedad de su, hasta entonces, intrincado mensaje, por un producto más expositivo y directo, que daría pie a su vertiente más ideológica iniciada al año siguiente con Pierrot el loco. En esta dinámica, a pesar de esos collages de interacción carnal entre la protagonista y sus dos pretendientes amorosos, de gran poder simbólico, la cinta encuentra su camino hacia una rigurosidad formal más propia de los trabajos de Bresson y Resnais, lo que le permite presumir de recursos estilísticos como no había podido hacer en anteriores ocasiones, destapándose una sucesión de capas sincréticas entre las que destacamos tres niveles de implicación semántica de especial relevancia, siendo el primero de ellos, por supuesto, el proceso de desarrollo del personaje interpretado por Macha Méril y las implicaciones sexuales y discriminatorias del mismo.
El paradójico tratamiento del cuerpo femenino
Macha Méril siempre será recordada por la carismática interpretación, la ingenuidad y la profundidad dramática con las que logró caracterizar a su personaje: Charlotte. Sin embargo, el director propone un acercamiento contradictorio a esta pizpireta mujer, pues aborda su desarrollo desde una doble perspectiva: por un lado apreciamos la mitificación de Méril, conformando planos detalle de su cuerpo desnudo con suma delicadeza, dejando que la composición fotográfica se apoye en el respeto y la veneración absoluta de su silueta sin mácula, permitiendo que la cámara nos guíe a través de un recorrido estático y segmentado de sugerentes porciones de su torso, sus piernas, sus brazos… gracias a un tratamiento minucioso y detallista de la luz y el concierto de la tersa y nívea piel de la actriz con el blanco impoluto del fondo, lo que permite acentuar su perfección modélica. Una joven con excesiva preocupación metódica por mantener los códigos estéticos en constante armonía, con puntillosas depilaciones integrales, el perfecto mantenimiento de su peinado, la intranquilidad por mantener las medidas de su busto en consonancia con las pautas de satisfacción masculina que lee en las revistas, o el adorable visaje con el que presiona sus pómulos con los puños, en su presumible afán de aplicar algo de rubor a su rostro. Por el otro, nos topamos con una misoginia manifiesta, violenta y discriminadora hasta niveles de verdadera brutalidad. La primera imagen consiste en un primer plano del apolíneo brazo de Charlotte agarrado por una mano masculina, lo que nos proporciona un contraste simbólico sexista que nos avisa del poder que el hombre ejerce sobre la mujer. Con el avance del metraje, nos daremos cuenta de que este totalitarismo no es sólo físico, como podemos intuir de las “merecidas” bofetadas que Pierre, el marido, propina a su esposa —merecidas porque parecen venir implícitas en el contrato matrimonial de la época—, sino que también se refleja en un castigo psicológico, siendo víctima de amenazas y coacciones despreciables escondidas en un tono semi-humorístico, aunque con un claro mensaje de los tremendos abusos que el hombre era capaz de infligir en su esposa por motivos tan injustificados como los celos —contratar un detective privado que siga sus pasos—, o la desobediencia: “o dejas el disco de música o te violaré”.
La Intertextualidad
Godard es un maestro de la intertextualidad. Sus películas están dotadas de una inabarcable cantidad de referencias artísticas que subrayan esa ambición multidisciplinar inherente. Algunas de estas alusiones serán explícitas, e incluso textuales, y otras permanecerán ocultas tras una intención de homenaje consciente o inconsciente. Por ejemplo, al comienzo del metraje nos asaltan unos rótulos que rezan: “fragmentos de una película grabada en 1964. En blanco y negro”. Este subtítulo, además de servir como estrategia narrativa para hacer sentir al espectador como si estuviera enfrentándose a un material monográfico y no ficticio, alejando a la protagonista de su espectro afectivo, presenta una comparación con el maestro Cassavetes y su famosa cita “La película que acaban de ver es una improvisación”, presente en Sombras (Shadows, 1959). También de Cassavetes son adoptados los conflictos sexuales y la constante egolatría del hombre a causa de una masculinidad dañada por su complejo de inferioridad frente a la mujer. Asimismo, como referencia implícita hallamos la sombra de Bertolt Brecht. La obra La ópera de los tres centavos (Die Dreigroschenoper, 1928) es una clara fuente de inspiración de esa división episódica y aleatoria que Godard hace sobre los temas tratados en su filme y que son, por orden cronológico: la memoria, el presente, la inteligencia, la infancia, el vals —referido al sexo—, el placer y la ciencia, y el teatro y el amor. Todos esos temas están relacionados con la vida de Charlotte, y tendrán una doble perspectiva en función de quién sea el narrador del fragmento, y el posterior punto de vista de la protagonista. Este recurso, utilizado por el director en varios momentos de su carrera, pretende adaptar la idea de Brecht del teatro épico, en su intención de alienar al espectador mediante una radical separación de los elementos con respecto al medio. Con esta técnica, la narración queda por completo comprometida e interrumpida con asiduidad por elementos metaficticios que destruyen la cuarta pared, como entrevistas espontáneas, miradas a cámara y sentencias directas dirigidas al espectador que vuelven a recordarnos al cinéma vérité cassavetiano.
En la novela Nana, Émile Zola prologa su génesis filosófica con una metáfora entre la brutalidad masculina y la astucia femenina, utilizando una analogía con la prostitución que, pese a no estar presente en La mujer casada, sí permite observar la clara influencia del escritor francés, sobre todo en el astuto tratamiento de Méril, que cambia de taxi con asiduidad en sus desplazamientos y trata por todos los medios de no ser vista por ningún conocido mientras alterna entre un hombre y otro, con el propósito de obtener de ellos lo que necesita, ya sea cariño, comprensión, dedicación… sin importar las implicaciones que sus actos tengan para estos amantes que han caído rendidos a sus encantos. Además, la mitificación de la protagonista, objeto constante de reverencia y fascinación, se discierne desde una perspectiva casi voyeurística debido al estatismo de los planos, como la que presentaba Zola al describir los encuentros de Nana. Somos testigos de ambos escenarios, el espacio de la representación y el de la contemplación, ya que los personajes masculinos tendrán que interpretar sendos papeles pese a su desesperación: el de amante, y el de suplente. Dentro de las referencias explícitas surge, cómo no, la figura del joven Molière, cuyo retrato aparece colgado en la austera habitación de Robert, el amante de Charlotte, y a quien se hace mención textual con la crónica de la rivalidad entre el religioso Bossuet, que consideraba al teatro inmoral, y el propio Moliere, quien le replicó que para evitar la perversión, el teatro fomentaba el amor. También, en esa misma escena inicial, se menciona al actor Charles Dullin y al dramaturgo Louis Jouvet, todo un referente del vanguardismo que, además, sería famoso por sus adaptaciones de Molière. Las referencias al neoclasicismo seguirán más adelante con la lectura de un fragmento de Berenice, de Racine, mientras los amantes ensayan para una actuación de Robert, cuyo tema principal sigue los mismos preceptos del amor imposible que caracterizan a la película. El uso del intertexto es notable en el realizador, quien fue toda una inspiración en la personificación del sentido de sus ideas mediante la participación en sus ficciones de intelectuales invitados; un recurso que Woody Allen abrazaría más adelante en la construcción de su Magnus Opus, Annie Hall, al incluir al crítico Marshall McLuhan en su famosa escena de la cola del cine. En el presente caso encontramos a Roger Leenhardt, toda una institución dentro de la Nouvelle Vague, recitando un monólogo sobre la inteligencia y la juiciosa decisión de encarnar en una figura femenina los grandes símbolos de la inteligencia del país: La república, la libertad, la virtud, “La France”. Leenhardt, además, aprovecha para comparar la belleza femenina de Charlotte con La Jolie Rousse, de Apollinaire, del que es posible extraer también una comparación en el tono de conmiseración con el que Godard se apiada de la pusilánime representación masculina de su relato: “Pero reíd reíd de mí/ Hombres de todas partes sobre todo los de aquí/ Porque hay tantas cosas que no me atrevo a deciros/ Tantas cosas que no me dejaríais decir/ Tened piedad de mí.”
«Godard incurre en la evolución del lenguaje como medio de representar conceptos relacionados con la pérdida de emociones, el compromiso y la sensibilidad del ser humano».
En este punto, utilizando de nuevo a Leenhardt, el guion alardea del sarcasmo más hilarante, al envenenar una escena de apariencia anodina con un diálogo absurdo, basado en eslóganes televisivos, con el que pretende ridiculizar a la sociedad del consumo. Esto volverá a romper la fluidez y la naturalidad de la narración para destacar una idea crítica:
— No me imaginaba una casa así con un ambiente tan inesperado y a solo veinte minutos de París.
— Sí, aún quedan lugares que el tiempo no ha marchitado: ¡Vivir lejos del tumulto de la capital es como un sueño increíble!
— Sobre todo porque aquí se respira el mismo ritmo de la naturaleza que respiraban nuestros antepasados.
— Aquí vivimos cada día momentos excepcionales que todo el mundo pensaba que ya no existían.
— Los ocho ventanales de madera dan al césped… y pasear, al atardecer, por el jardín depara una auténtica y profunda alegría de vivir.
Un diálogo que, por supuesto, deja clara la distinción sexual y el machismo hegemónico:
— ¿Ha visto el baño? Tiene una grifería con selector termostático y el secador en el que toda mujer adora entretenerse (En ese instante, Pierre besa a su esposa que está, por supuesto, encargada de servir el té). A continuación, el hombre establece una literal posición jerárquica y geográfica dentro de su microuniverso, señalando la televisión como un objeto de su pertenencia, en contraposición al baño de Charlotte:
— ¿Ha visto mi nuevo televisor?
— ¡Ah! un Teleavia.
— Si, efectivamente, la técnica de la aviación al servicio de la televisión.
El lenguaje como principio fundamental
Como ya hemos mencionado, Godard hace un uso múltiple y heterogéneo del lenguaje y las formas de expresión. La construcción de su estructura sintáctica no sólo se presenta con la estructura dialogada, sino que también plantea una serie de monólogos interiores explicativos, alocuciones, y la voz poética de narrador que, a través de la lectura en off de su protagonista, recita elocuentes estrofas con el propósito de transmitir los sentimientos que la impenetrable mirada de Charlotte se empeña en ocultar: “París está sufriendo, y últimamente hay tanto sufrimiento como lluvia”. La trasmisión de este mensaje no sólo llegará al público de manera oral; es de destacar la plasticidad del director, quien en ocasiones acierta a enviar mensajes directos ocultos en textos o fragmentos de rótulos que son extraídos de su contexto inicial y expuestos para sugestionar nuestra capacidad de asimilación con un astuto truco de concesión materializado en las vallas publicitarias de ropa interior que encontramos en la calle o en anuncios de revistas. La importancia y la radicalidad que otorga al lenguaje es asumida como un movimiento vanguardista de expresión cinematográfica. El realizador rompe con la idea de la hegemonía audiovisual del cine, y propone planos estáticos más ligados a la efusividad pictórica que a la secuencial. Con esta estrategia pretende demostrar que el arte, y el cine como necesario representante del mismo, es mucho más rentable cuando permite la comparación con otros procedimientos expresivos, algo que se ve intensificado con la intromisión potestativa de la morfosintaxis. De este modo, La mujer casada pretende transformar los mecanismos de edición fílmica y la secuenciación ordinaria de escenas en una experiencia semiótica gracias a la integración de un léxico abundante y polisémico.
Es de destacar la determinación en este apartado autoral por alcanzar una hibridación sustanciosa, no sólo genérica sino también, como hemos comprobado en el punto anterior, multidisciplinar. Esto es posible a consecuencia de la tremenda fijación y el excelso gusto cultural de un artista capaz de absorber la impronta creativa de los grandes genios inspiradores de su obra, y convertirlas en una sucesión de corrientes subjetivas, bajo la concreción edificante de diversos epítomes estéticos provenientes de una inagotable fuente de recursos. Centro neurálgico desde el que da origen a la gravedad conceptual que se lee en sus numerosas tramas, texturas y personajes. Así, cuando se advierte que Une femme mariée está compuesta por “fragmentos”, se está presentando el filme como una pieza sujeta a la vaguedad estructural, casi como una arbitraria sucesión de eventualidades cotidianas y entrevistas temáticas de toda índole. Cada fragmento parece tener un sentido independiente y privativo, no obstante, al numerar y aislar con explícitos fundidos a negro esos segmentos, es posible atender a las connotaciones de implicación con el resto de ellos, casi como si llegaran a encajar por obra de la poética narración que les da sentido a todos en su conjunto. La irrupción de estas asépticas composiciones líricas o la repetición de una pregunta retórica proporcionan pues, el subtexto asociativo de los temas de preocupación de Charlotte quien, con sus susurros, nos permite reconocer las implicaciones ornamentales y figurativas de cada una de esas secciones.
Por supuesto, no podíamos concluir sin mencionar uno de los recursos más utilizados por el director, y que tiene su origen en su gran influencia poética: la repetición. Con sus constantes escenas reiterativas pretende encauzar al espectador a una lectura reflexiva del libreto, buscar la constante participación del mismo en el proceso diegético mientras insiste en un pleonasmo retórico con ideas que, en algunas ocasiones se complementarán, y en otras se contradecirán. Esto parece dispuesto como una trampa dialéctica, algo perverso incluso que nos lleve a desligar el sentido del objeto repetido, como en este caso ocurre con la palabra amor; de tanto ser pronunciada deja de tener la fuerza y el impacto que debería, lo que combinado con los rostros inexpresivos de los protagonistas, sugiere una idea antitética. El verbo amar refuerza la hipócrita visión del imposible amor entre tres personas, pues siempre habrá uno de ellos que quedará inexorablemente excluido, como podremos comprobar en el desenlace, tras haber asistido a la repetición de la misma escena donde Charlotte, con la redundancia del término afectivo en sendos pretendientes, elimina cualquier atisbo de sinceridad o relevancia. Así, Godard incurre en la evolución del lenguaje como medio de representar conceptos relacionados con la pérdida de emociones, el compromiso y la sensibilidad del ser humano. ¡Cuánto sentido parece tener entonces una de sus más recientes películas!: Adiós al lenguaje.
Alberto Sáez Villarino.
© Revista EAM / Dublín
Ficha técnica
Francia, 1964. Título original: Une femme mariée: Suite de fragments d'un film tourné en 1964. Director: Jean-Luc Godard. Guion: Jean-Luc Godard. Productora: Anouchka Films / Orsay Films. Fotografía: Raoul Coutard. Música: Claude Nougaro, Ludwig van Beethoven. Montaje: Andrée Choty, Françoise Collin,Agnès Guillemot, Gérard Pollicand. Diseño de producción: Henri Nogaret. Diseño de vestuario : Laurence Clairval. Intérpretes: Macha Méril, Bernard Noel, Philippe Leroy, Roger Leenhardt, Christophe Bourseiller. Fecha de estreno: 8 September 1964, Festival de Venecia. Póster.