I. Mikio Naruse, el pesimismo genuino
Cabe suponer que la mayoría de lectores estarán más que habituados a cineastas que venden su obra como un lamento sobre lo podrida que está la sociedad que vivimos, la raza humana o el mundo en general. El expresionismo pesimista, más o menos auténtico, ha inspirado infinidad de creaciones. Uno piensa, por ejemplo, en el gran partido que le han sacado a su cenizo directores como Lars von Trier o Todd Solondz. Ahora bien, el término «expresionismo pesimista» remite a una cierta pose a la que los citados no son del todo ajenos: el expresionismo implica un exhibicionismo que, a veces, eclipsa la propia negrura del mensaje. Lo deprimente que pueda ser la realidad que nos rodea no importa tanto como la vehemencia con la que el autor lo transmite. Un servidor tiende a pensar que el pesimismo más genuino, por el contrario, es el resignado. La visión de quien ha asumido en silencio su desesperación ante la falibilidad del mundo que nos rodea y convive con ella lo mejor que puede. En este sentido, cuando hablamos de cineastas pesimistas, hay pocos tan auténticos como el japonés Mikio Naruse. Baste recordar la cita más conocida del director, que constituye además un excelente resumen de muchos de sus argumentos: «Desde que era joven he pensado que el mundo en el que vivimos nos traiciona, y es un pensamiento que permanece en mí» [1].
Naruse se dedicó a explorar esta idea desde una perspectiva de humildad extrema. Ya es perceptible en el planteamiento de su propio trabajo, que parecía ejercer como un sarariman (extranjerismo japonés para designar al oficinista medio) cualquiera. No es poco relevante el que hablemos de la que quizá sea la figura más hermética de los viejos maestros del cine nipón. Naruse era conocido por su extrema timidez, hasta el punto de que en los rodajes solía evitar dirigirse directamente a los actores y delegaba las órdenes en sus asistentes [2]. En una entrevista que concedió décadas después de su muerte, la que fue su esposa durante treinta años lo definió como «una persona muy seria, casi como un antiguo samurái» [3], alguien completamente inexpresivo respecto a sus emociones y que apenas ejercía su papel como padre y marido. Sumadas a este detalle, las cifras de producción de Naruse, que dio cuerpo a 89 filmes en los 37 años que ejerció como director (téngase en cuenta además que hablamos de un cineasta muy meticuloso, de los que no acaban la película de cualquier manera), apuntan a un hombre dedicado de forma casi monacal a su oficio. Sus colegas de trabajo también declararon que apenas tuvieron relación personal con él. La actriz Hideko Takamine, su musa más conocida y que rodó diecisiete películas con él, contaba que jamás tomaron una copa juntos. Naruse hizo de esa timidez patológica, de esa introversión irreductible, método de trabajo y rasgo de estilo. Su mentalidad pudorosa le llevaba a dirigir desde la sustracción de elementos: cortaba líneas de guión, quitaba atrezo para no recargar los escenarios, evitaba ostentaciones con la cámara y prohibía a sus actores interpretaciones llamativas. Algo muy notorio en sus películas, y nada casual, es que sus personajes raras veces llegan al contacto visual. Hablamos, por tanto de un cineasta de maneras artesanales, entregado al oficio con devoción, y lo bastante pudoroso consigo mismo como para evitar toda expresión de inquietudes personales. ¿Implica eso que Naruse fuera un cineasta sin voz autoral? Todo lo contrario. Lo que su cine demuestra es que estamos ante un creador de convicciones firmes.
Mikio Naruse, con la actriz Hideko Takamine |
Podemos entender esta aparente contradicción si nos fijamos en sus orígenes como cineasta. Cronológicamente, Naruse es etiquetable en la generación de directores que despuntaron en los años treinta al amparo de la productora Shochiku. Fue compañero de Yasujiro Shimazu, Heinosuke Gosho, Keisuke Kinoshita, Yasujiro Ozu e Hiroshi Shimizu, y como ellos cultivó el género del shomin-geki, las historias cotidianas sobre las clases populares del Japón contemporáneo. También como ellos, alcanzó un estatus lo bastante privilegiado en la productora como para gozar de un grado generoso de libertad creativa. Pero he aquí la diferencia entre Naruse y los demás. Los otros cinco mencionados asumieron sin conflicto, dentro de su estilo particular, las directrices tonales del shomin-geki, marcadas por el todopoderoso productor de la Shochiku Shiro Kido: el minimalismo en los conflictos dramáticos (opuesta a la tradición grandilocuente del melodrama japonés) y un toque de melancolía que debía ser equilibrado con un regusto dulce. En otras palabras: que aunque Ozu o Gosho, por ejemplo, trataran aspectos tristes o incluso injustos de la vida cotidiana japonesa, la lectura que subyacía era un espíritu de resignación serena, una celebración de los pequeños placeres de la vida que los mitigara. Naruse, por el contrario, fue incapaz de incorporar este fondo a sus películas. Eso es lo que causó que Kido, harto del tono «monótono y deprimente» de su cine, lo despidiera a mediados de los años treinta de la Shochiku.
¿Qué es exactamente lo que hacía «deprimente» su cine a ojos del productor? Seguramente la base de que en sus historias, como apuntó el crítico japonés Tadao Sato [4], nunca creyó ni en el desarrollo personal ni en la posibilidad de escapar al destino. Que lo único que rescataba como consuelo a esta desesperación era la tenacidad de las estupideces que se cometen por amor. Esto es lo que explica, por ejemplo, a una protagonista tan desconcertante como la de Nubes pasajeras (1955, Ukigumo / 浮雲), en su momento la cinta más exitosa del director: una chica empeñada en amar hasta morir a un hombre abiertamente despreciable. Tras el despido de la Shochiku, Naruse recaló en la Toho, donde realizó casi todo el resto de su filmografía, albergando una naturaleza híbrida que la define muy bien: fue el único director de aquella productora que se mantuvo fiel a las constantes temáticas del shomin-geki (las clases populares japonesas y sus tribulaciones cotidianas), a la vez que adoptaba los rasgos expresivos más bien opuestos del melodrama: su cine, como los dramas contemporáneos de Kenji Mizoguchi, se nutre de giros trágicos, explicitud emocional y personajes desdichados. Todo ello, entiéndase, dentro de los rasgos de contención que caracterizan a la cultura nipona de su época. Dentro de estos parámetros, hizo del infortunio de las mujeres japonesas su temática estrella (algo que en la época era una veta jugosa: uno de los grandes sectores del público de la época lo constituían las amas de casa de mediana edad, habituales de las salas, que se identificaban con estas protagonistas). No en vano, se le ha considerado el director que mejor supo entender la psicología de la mujer japonesa de su tiempo. Si tenemos en cuenta la tendencia nata al fatalismo de Naruse, este acercamiento comprensivo era inevitable. En un país como el Japón de los años treinta, qué mejor para hablar del sino infausto de la vida que fijarse en el sector social más desfavorecido por sistema. Como escribe Richie [5], «cuando Naruse quería delinear los estrechos confines de la vida, mostrar la inutilidad de todo intento de escape a ellos, era las mujeres a quienes escogía para portar este ‘mensaje’».
Así, fiel a su carácter, Naruse se ocultaba por completo tras estos personajes femeninos, delegando todo su discurso propio en la exposición de las múltiples presiones que la vida patriarcal ejercía sobre ellas. Pero esa fidelidad al carácter introvertido va de la mano de una insistencia en las historias de esas mujeres que a su vez desvela una fidelidad tenaz a unas convicciones. ¿Recuerdan sus palabras acerca de la inevitable traición del mundo? Pues bien, eso es lo que les ocurre a la mayoría de sus protagonistas. El relato quintaesencial de Naruse surge del choque entre la fuerte voluntad de la mujer protagonista y las traiciones, de origen familiar y/o masculino, que su contexto le depara. Volvamos un momento a la comparación con Ozu: si se piensa en los filmes de este último, el director tenía formas de personalizarse en la «dulce resignación» que filtraba en el fondo de sus relatos. A menudo a través de los personajes de Chishu Ryu, esa figura canosa y sabia que ha aprendido a observar con serenidad la melancolía inherente a la vida. Naruse está lejos de personalizarse así, porque en su cine no hay cabida a figuras similares a las de Ryu. El hombre narusiano rara vez muestra la virtud de la sabiduría. Es, por definición, una criatura débil y egoísta, siempre falible, que saca partido de su rol social dominante más por automatismo que por maldad. Una expresión tempranera de su concepción del hombre japonés se encuentra en Wife! Be Like a Rose! (1935, Tsuma yo bara no yô ni / 妻よ薔薇のやうに), considerada su primera obra mayor. «A los hombres les gusta una esposa que sea infantil y zalamera. O bien que sea maternal y protectora», afirma la protagonista en una escena. En efecto, los hombres en el cine de Naruse parecen dividir a las mujeres que les rodean en estas dos categorías: la primera una traslación de la famosa figura de la geisha, objeto de consumo masculino para el entretenimiento y la adulación. La segunda, una reminiscencia de la madre tradicional japonesa: virtuosa, sacrificada y con una fuerza psicológica que ofrece un refugio emocional seguro. En ambos casos, el sometimiento a la voluntad masculina es claro. Tanto de la geisha como de la madre se espera que oculten su yo, y con él sus necesidades propias, para ponerse al servicio de las necesidades del hombre.
II. Keiko, una mujer bajo la influencia
Así llegamos a Cuando una mujer sube la escalera. Antes de entrar a un análisis más detallado, conviene recalcar su ubicación en 1960, cuando el cine nipón, a la par que su sociedad, estaba consolidando un cambio irreversible desatado por una doble liberación: de la rígida tradición japonesa y de los ecos de la Segunda Guerra Mundial. Pero Naruse aún recogía la presencia de ambos ecos. Sato [6] afirmaba que la guerra tuvo un efecto empoderador de la mujer japonesa, aunque limitado al ámbito doméstico: con la derrota, los hombres perdieron la confianza en su masculinidad, acabando con la vieja figura del padre tiránico (en 1949, Kinoshita dedicó su película Broken Drum [Yabure-daiko / 破れ太鼓] a contar con socarronería la caída de esta figura). En su lugar, o al menos así lo reflejó el cine en la posguerra, surge el tópico del hombre perezoso, apático, débil de carácter. Por contraposición, directores como Mizoguchi, Kaneto Shindo y, por supuesto, Naruse, redoblan un mensaje que ya antes de la guerra habían incorporado en su cine: la mujer como ser imbuido de una extraordinaria capacidad de trabajo y de resignación tenaz ante los embates de la vida.
Volvamos, ahora sí, a la película y su personaje principal. Keiko, un carácter que encaja en ese perfil de «mujer sacrificada». Pero aquí, el contexto al que apuntamos es fundamental. El Japón de los sesenta es un país ya próspero, que va dejando atrás las privaciones de la posguerra y que, por tanto, no debería exigir los sacrificios personales del pasado. De inicio, nuestra protagonista es presentada como una mujer acorde a los tiempos de prosperidad. Disfruta de una aparente autonomía personal. Apenas acaba de cumplir treinta años, trabaja como encargada de night club en el distrito tokiota de Ginza, vive sola, y no está condicionada por lazos de compromiso: es una viuda sin hijos. El primer conflicto argumental la enfrenta a una decisión con la que debe encarar la encrucijada (así asumida por ella misma) que le supone su entrada en la treintena: abrir su propio bar para consolidar su autonomía, o volver a casarse y pasar a depender económicamente de un marido. Sus circunstancias parecen permitirle tomar esta decisión con total libertad. Ahora bien, lo que Naruse va desvelando a lo largo de la película es que el verdadero conflicto se esconde en las implicaciones de esa disyuntiva, en cómo su autonomía es solo un espejismo bajo el que se ocultan mecanismos implícitos que la obligan a la renuncia de su interés individual. Esto es, que Keiko aún remite a ese prototipo de la mujer sacrificada de posguerra. Recordemos las palabras que citábamos de Wife! Be Like a Rose! acerca de que los hombres japoneses solo son capaces de ver a las mujeres como geishas o como madres. Pues bien, Keiko se desenvuelve en espacio intermedio que dejan ambas percepciones, y que aún en el Japón que se moderniza es angosto. Lo hace mientras las miradas masculinas que la rodean no dejan de atribuirle sendos roles. Detengámonos primero en la faceta de la Keiko observada como trasunto de geisha. Para introducir el espacio por el que su protagonista se mueve, definitorio de dicha faceta, Naruse hace un uso extraordinario de los ciclos del día combinándolos con la voz en off de Keiko. De este modo, los planos de apertura de la película la sitúan en el barrio de Ginza, centro del ocio nocturno, durante la mañana:
Esta apertura ya ubica a Keiko en unas coordenadas «apartadas» de la normatividad social. Un barrio del ocio que apenas se despereza mientras el resto de la ciudad, dedicada al negocio, produce a pleno rendimiento. Ahora fijémonos en cómo, unos minutos después, Naruse emplea este mismo recurso para presentar el atardecer:
A esas «chicas de las oficinas» de las que habla Keiko ya las hemos conocido en muchas películas de Ozu: mujeres jóvenes que trabajan durante su soltería hasta que, a veces sus propios jefes, les buscan un pretendiente con el que casarse y retirarse a la vida de amas de casa. Keiko se sitúa en coordenadas antípodas, y esa oposición se marca por espacio y ciclo temporal. El barrio de placer frente a los distritos de oficinas, la noche frente al día. Las «mujeres de la noche» como ella son las encargadas de entretener a los maridos o pretendientes de las «mujeres del día» después de una jornada de trabajo, con conversación divertida, algo de lisonja y sexo ocasional. La recurrencia al motivo del maquillaje connota algo de lo que habíamos hablado en líneas anteriores: la ocultación del propio yo de estas mujeres bajo una máscara de simpatía complaciente al servicio del bienestar masculino. Aún más expresivo es un plano que Naruse inserta en varias ocasiones y que da título al filme. Keiko subiendo las escaleras que conducen de la calle a su bar.
«Cae la noche. Odio subir estas escaleras más que nada en el mundo. Pero una vez estoy arriba, acepto lo que me depara el día», afirma Keiko en off. En el mismo sentido que las referencias al maquillaje, este plano contiene el momento exacto en el que Keiko se pone la máscara que le exige su trabajo. La de madame amable y sonriente con los clientes que acuden a evadirse con bebida y chicas bonitas, pese a (como ella misma expresa) el rechazo que le provocan. La presentaciones de ciclos del día terminan con la madrugada:
«El discurrir de Cuando una mujer sube la escalera es sereno, inmersivo en las vidas de sus personajes y en apariencia de carácter observacional. Pero, sobre todo a partir de su segunda mitad, desvela sus cartas ocultas».
Keiko remata la descripción de su día a día con un apunte de la sordidez que rodea a su mundo nocturno en el que, como evidencian muchas de sus compañeras de trabajo, hay una línea muy fina entre el entretenimiento y la prostitución que casi todos los hombres insisten en intentar traspasar. Pero, y he aquí lo que añade especial complejidad a su psicología, Keiko es una mujer con convicciones muy firmes en ciertas tradiciones japonesas poco acordes con ese contexto en el que se ubica. Lo evidencian los quimonos que luce frente al predominio de los trajes occidentales, su negativa a volver a casarse por guardar el luto de su marido fallecido, y la querencia por el recato que manifiesta. Keiko afirma con convicción que solo las chicas virtuosas son capaces de mantener el respeto de los hombres, aunque a la vez Naruse muestra que su mirada hacia las que tienen hábitos más liberales está limpia de juicios. Aquí, por cierto, tenemos lo más parecido a una voz autoral del cineasta, ya que él mismo (y eso sí lo expresó en alguna entrevista) era partidario de combinar valores del Japón tradicional con aires renovadores. Decíamos antes que Keiko es presentada en una aparente situación de autonomía, y esa es precisamente la aspiración que ella misma expresa. La tenacidad en su virtud es el recurso que utiliza para evitar caer en la categoría de geisha. Con ello, el efecto que parece perseguir es doble: afirmar su identidad radicada en valores conservadores desenvolviéndose en un universo liberal, y afirmar su feminidad moviéndose en un universo de dominación masculina. Lo que, además, implica una forma de sortear esos mecanismos de poder en pos del trato igualitario con los hombres. Fijémonos en cómo reacciona cuando, a la búsqueda de financiación para abrir su propio bar, recibe una propuesta de uno de sus clientes habituales. Éste le ofrece poner todo el dinero que necesite a cambio de que les preste «atenciones» fuera del bar. Ella lo rechaza ideando un ingenioso sistema de minipréstamos de sus clientes habituales, que luego les irá reembolsando en forma de consumiciones. Frente a una lógica de dominación patriarcal y postración personal, Keiko responde con una lógica de mercado impersonal.
¿Consigue nuestra protagonista este equilibrio de factores? Como era de esperar, advertidos como estamos del pesimismo inherente a Naruse, no. El discurrir de Cuando una mujer sube la escalera es sereno, inmersivo en las vidas de sus personajes y en apariencia de carácter observacional (de hecho, se la ha elogiado como testimonio de valor casi documental sobre la vida en el Ginza de los sesenta). Pero, sobre todo a partir de su segunda mitad, desvela sus cartas ocultas. Que su trama está diseñada para conducir al punto exacto en el que el equilibrio de Keiko como personaje estalla, expresado en un elemento habitual de las historias de Naruse: la aparición de la enfermedad. En este caso, a diferencia de otras cintas del director, el giro es más metafórico que melodramático. Una úlcera sufrida por Keiko la obliga a pasar un mes postrada en la cama, significativamente alejada de su apartamento en Ginza para volver a la casa de su madre: la única aparición que tiene la institución familiar en todo el metraje denota su carácter regresivo. Es en el espacio familiar, una suerte de refugio forzado, donde la coartación de la libertad individual se perpetúa (aunque no sea la fuente de esa coartación), y esta idea es una constante en Naruse. ¿Cómo confluye la trama en el colapso de Keiko? Detallábamos antes los mecanismos que emplea para evitar ser tratada como geisha. Nos queda el otro arquetipo de la mujer japonesa: la madre. Desde el principio de la cinta, Naruse desvela un detalle fundamental: que todos los personajes la llaman por el apodo de «mamá», en principio derivado de la concepción que tienen de ella el resto de chicas con las que trabaja como figura ancestral (más por su carácter tradicionalista que por su edad). Pero este apodo es usado también por los hombres de negocios poderosos que tiene de clientes habituales. La actitud de estos hacia Keiko revela que la dualidad geisha-madre comparte elementos de base comunes orientados a la posesión. Cuando no pueden tomarla sexualmente por su resistencia en la virtud, su reacción es tratar de captar su atención como niños que reclaman el abrigo de su madre. Esta psicología se ve clara, por ejemplo, en una escena en el night club en la que sus tres clientes más habituales demandan sucesivamente a Keiko que les dedique tiempo fuera del bar.
«Naruse reorienta la perspectiva para igualarlas como personajes disminuidos por un sistema económico implacable. El fracaso de Yuri es la amenaza de Keiko. Y, para este sistema, fracaso profesional es sinónimo de muerte personal».
Obsérvense las similitudes textuales y de encuadre con las que están planteadas las tres proposiciones, pese a no tratarse de planos consecutivos. Con ello, Naruse parece subrayar la existencia de una actitud común. Como también es común la respuesta de Keiko: da largas, evitando ofender pero también acceder a sus peticiones. De este modo, lo que nuestra protagonista hace es inscribir su relación con esos hombres dentro del que considera su espacio natural: les niega el componente afectivo, esquivando sus demandas de una figura maternal. Además, recordemos que, dentro de ese espacio, Keiko también marca unos límites en lo sexual, tratando de configurar la relación en unos términos que en el fondo no pueden ser más sencillos. Ella es quien les ofrece copas y conversación acotada a unas horas de la noche. Nada más.
No obstante, el terreno neutro al que Keiko apunta, que es el de lo estrictamente profesional, no hace más que crear presiones extra. Keiko se adscribe a una lógica de mercado para tratar con estos hombres fuera de las convenciones de dominio. Pero la lógica de mercado no ofrece ningún terreno acogedor. En el Japón que describe Naruse, pese a la prosperidad de la época, reina la competitividad capitalista con un rigor que roza lo inhumano. Sobre Keiko planea, constante, la amenaza del fracaso económico. De que, pese a que consiga abrir su bar sin tener que someterse a un dominio masculino, el proyecto arruine su vida. La película introduce dos secuencias en las que nuestra protagonista visita a una antigua compañera, Yuri, que ha abierto su propio night club. En la primera secuencia, como se desprende en el plano que recogemos bajo este párrafo, Yuri aparece realzada por lo que tiene de opuesta a Keiko: viste ropas occidentales, ostenta un negocio propio muy exitoso y trata a los hombres con una mezcla de seducción e imposición propiciada por un descaro del que Keiko es incapaz. En la segunda secuencia, no obstante, Yuri desvela que pese al éxito de su bar está llena de deudas. Poco después, Keiko conoce su final trágico, provocado por la presión incansable de sus acreedores. Naruse reorienta la perspectiva para igualarlas como personajes disminuidos por un sistema económico implacable. El fracaso de Yuri es la amenaza de Keiko. Y, para este sistema, fracaso profesional es sinónimo de muerte personal.
Todas estas coacciones, decíamos, provocan la úlcera de Keiko que aparece a mitad del metraje y la recluye en la casa de su madre. Esta estancia, lejos de ser terapéutica, le añade una nueva presión. Tanto su hermano mayor como su madre le piden dinero, terminando de estropear sus planes de reunir capital para abrir su bar. El detalle de que ambos sean figuras empobrecidas y asociadas a un espacio rural, por cierto, es muy expresivo del Japón que retrata Naruse, no tan próspero como se decía en la época: quienes disfrutan de la boyancia económica son los hombres de negocios tokiotas que pueden permitirse gastarse su dinero en bares como el de Keiko. Volviendo a su familia, se desvela incluso que Keiko le da a su madre una paga mensual, en una reversión de los roles domésticos que no puede ser más elocuente: la hija es quien actúa de figura maternal brindando a los otros miembros de la familia una protección, en este caso económica. Este detalle, además, desencadena la crisis personal de Keiko (¡atención!: de aquí al final del texto vienen spoilers; si bien no hablamos de una película en la que los giros argumentales tengan excesiva importancia).
Al detonar esta crisis personal, nuestra protagonista ve afectada la determinación que hasta entonces la ha caracterizado y sus tres clientes/pretendientes habituales aprovechan su debilidad para que, ahora sí, ceda a sus proposiciones. Keiko experimenta sendas decepciones cuando descubre que esos hombres la han engañado para conseguir someterla a sus deseos. Pero aquí es más importante una cuarta figura masculina que hasta ahora no hemos mencionado: Komatsu, un joven que trabaja junto a ella como gerente. Al inicio, Komatsu afirma no querer acostarse con ninguna de sus compañeras de trabajo del night club. Cuando, avanzando el metraje, se le muestra en la cama con una de ellas, él mismo matiza sus palabras: «Me refería a las chicas respetables como Keiko». Es ya un apunte de hipocresía, cierto, pero incluso así, Komatsu parece el único personaje que trata a nuestra protagonista como una verdadera igual sin tratar de someterla a sus deseos. Esta percepción se derrumba cuando finalmente averigua que Keiko ha mantenido relaciones con uno de sus clientes. Su reacción es muy reveladora. La llama prostituta y la abofetea, antes de confesarle su amor. Es la única imagen de violencia (física o verbal) a la que Naruse da cabida en toda la cinta, y la que con más crudeza expone su discurso fatalista: el personaje masculino que trata a Keiko con una voluntad de dominio más explícita es el único que, hasta entonces, parecía contemplarla con auténtico respeto. Un respeto que se esfuma cuando ella desvela una debilidad (profundamente humana, al fin y al cabo) en sus propias convicciones. La desdicha final, desliza Naruse, no está en que Keiko haya contravenido su idiosincrasia virtuosa. Sino en que no se le perdone su condición de ser falible. Komatsu termina de evidenciar la proyección de ideales ajenos que sufre Keiko como personaje: una quiebra en ellos derriba por completo su percepción y libera al monstruo.
El cierre de Cuando una mujer sube la escalera, con su ausencia de giros melodramáticos, quizá sea de los más efectivos que ha filmado Naruse. Sin necesidad de introducir muertes o devenires trágicos, se limita a constatar su circularidad a partir de la repetición de un motivo: la escena en la que Keiko sube las escaleras y entra a trabajar de nuevo, en su misma situación de partida. Si acaso un poco más desengañada y con su férrea voluntad de abrirse paso reafirmada. Puede considerarse hasta una pequeña burla al espectador el único elemento con el que Naruse sugiere alguna esperanza de romper esa circularidad final: la profecía de una adivina a la que Keiko ha visitado, que le vaticina que tendrá éxito en sus proyectos aunque no a corto plazo. Esto es, un elemento de fe como único asidero frente a una sociedad cuya realidad objetiva se desvela imperturbable a la transformación. El plano final cierra la historia sin desvelarnos qué ocurrirá en ese supuesto futuro mejor para Keiko. Se limita a dejarla completando, una vez más, el ritual que tanto odia. Despojarse en la puerta de sus vestiduras (y junto a ellas, despojarse de su auténtico yo) para ir a encarar a sus clientes con una de las sonrisas finales más tristes que podamos recordar en una película:
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Profesor de la Universidad de Navarra
Referencias
[1] Anderson, J.L. & Richie, D. (1982). The Japanese film: Art and industry. Princeton: Princeton University Press.
[2] Russell, C. (2008). The Cinema of Naruse Mikio: Women and Japanese Modernity. Durham: Duke University Press.
[3] Ibíd.
[4] Sato, T. (1987). Currents in Japanese cinema: essays. Tokyo, New York: Kodansha International.
[5] Richie, D. (1992). A Lateral View: Essays on Culture and Style in Contemporary Japan. Berkeley: Stone Bridge Press.
[6] Sato, op. cit.
[2] Russell, C. (2008). The Cinema of Naruse Mikio: Women and Japanese Modernity. Durham: Duke University Press.
[3] Ibíd.
[4] Sato, T. (1987). Currents in Japanese cinema: essays. Tokyo, New York: Kodansha International.
[5] Richie, D. (1992). A Lateral View: Essays on Culture and Style in Contemporary Japan. Berkeley: Stone Bridge Press.
[6] Sato, op. cit.
Ficha técnica
Japón, 1960. 女が階段を上る時 (Onna ga kaidan wo agaru toki). Director: Mikio Naruse. Guión: Ryûzô Kikushima. Productora: Toho. Productor: Ryûzô Kikushima. Fotografía: Masao Tamai. Montaje: Eiji Ooi. Música: Toshirô Mayuzumi. Diseño de producción: Satoru Chûko. Vestuario: Hideko Takamine. Reparto: Hideko Takamine, Masayuki Mori, Reiko Dan, Tatsuya Nakadai, Daisuke Katô, Ganjiro Nakamura, Eitarô Ozawa, Keiko Awaji, Jun Tatara, Yû Fujiki, Masao Oda, Ken Mitsuda, Chikako Hosokawa, Sadako Sawamura. Duración: 111 minutos.