Palmeros
Crónica de la tercera jornada de la 67ª edición del Festival de Berlín.
Como todo espectáculo que se precie, la Berlinale no se escapa de la parodia, no huye de la atracción circense. No obstante, se trata de convocar a las masas, sea cual sea el mensaje. Enormes pantallas decoran los rincones adyacentes al Palast, buscando una mirada cómplice, ese regocijo contagioso que, por supuesto, abra las puertas al gen capitalista que acompaña al ego en aventuras como esta. Precisamente el ego es otra de las bisagras de un evento de esta magnitud. El deseo de éxito ha mutado en un perseverante anhelo de aceptación ajena; de un aplauso perenne que encuadre a su receptor entre los más grandes; referentes parodiados, mutilados y/o fusilados que, valga la paradoja, siempre guardaron sitio en un segundo plano. Anoche, en la presentación de la cinta española Pieles, su autor, el debutante Eduardo Casanova, le concedía toda la responsabilidad al público a la hora de interpretar su trabajo. Este le respondió en su epílogo con una atronadora ovación. Un efecto mágico que, por supuesto, previo a su prestigio, en el paso de conversión de lo ordinario a lo extraordinario, dejó entrever uno de los males del cine moderno: la aparición de pastores –los llamados influencers que en este sector pudieran ser agentes, comerciales o la misma prensa— que guían al público por el camino convenido. El objetivo no es otro que generar titulares, provocar una viralidad elevada como Santo Grial de cualquier manifestación artística. La platea del Zoo Palast, estupefacta ante la propuesta del joven realizador, replicó con furor a una primera y calculada explosión de júbilo previa espoleada por varios sectores de la grada. Algo, por supuesto, lícito y respetable pero que, unido a una sospechosa campaña en diferentes medios, logra que uno se cuestione si el éxito no es más que un producto enlatado de sabor efímero, creado por pura gula y alejado de cualquier dotación creativa. Una constante, por otra parte, en el cine exhibido en esta tercera jornada. Largometrajes serenos pero, por instantes ventajistas, que pierden su sentido al doblar la primera esquina. (EL)
FÉLICITÉ
Alain Gomis, Francia, Senegal / COMPETICIÓN.
por Luis Enrique Forero Varela.
El sacrificio como acto no se puede explicar sino únicamente desde la carencia. Quien abandona una parte de sí en favor de un bien mayor, de una causa elevada, acepta con gratitud lo perdido y espera la compensación de una suerte de orden ético universal —o cualquier otro nombre—. ¿Cómo no aplaudir ante algo así? Una imagen tan icónica, cargada de elevado significado, resulta un apartado narrativo francamente recomendable para divulgar la obra allende los leves baches en la incomunicación cultural. El público mundial empatiza con el sacrificio, con la nobleza casi bíblica de la degradación propia frente a la posible pérdida de un ser querido. Alain Gomis no oculta los mecanismos europeos de su formación como cineasta en su tercer largometraje. De modo que vemos en Félicité (2017) una cierta estructura reconocible en el cine social francés, pero tomando la sustancia cultural de la República Democrática del Congo. Desde luego, en un festival plural y reivindicativo como la Berlinale, la elección de este filme invita también a una reflexión sobre los estragos del colonialismo francés, capaz de destruir durante siglos el progreso de medio continente, saqueando los recursos naturales y el material humano para su propio beneficio. Un anti-sacrificio, podría decirse. En este caso, su protagonista lleva por nombre Félicité como una invitación a una segunda oportunidad, a un comienzo renovado. Orgullosa de sí misma y arrogante, la mujer trabaja como cantante en un bar de Kinshasa donde se repite noche tras noche la misma dinámica: fluye la música en una progresión hacia el hedonismo hasta que los clientes se emborrachan y se parten la cara sin apenas poder tenerse en pie. La distancia y el paralelismo entre los dos niveles —el de la música con un sentido casi de divinidad griega, y la violencia en el terreno inferior, bajo el Olimpo— y la imagen de una mujer que abraza la noche y no opera a partir de una relación de dependencia hacia el hombre es de una gran potencia simbólica, muy necesaria en nuestros días. Por desgracia, su vida da un vuelco tremendo cuando le notifican del hospital que su hijo ha sufrido un complicado accidente de moto y necesita una intervención quirúrgica muy cara para poder conservar su integridad física. Resulta de una belleza ética enorme observar cómo la protagonista entonces decide hacer lo que sea, lo que haya que hacer para salvar a su hijo. No degrada la dignidad del muchacho, negándose siempre a pagar una habitación compartida, más barata; y sin embargo, sí que compromete la suya propia, buscando por las calles cobrar antiguas deudas de acompañada por un policía sobornado. Pone en juego sus principios más básicos yendo al encuentro del padre, por quien no siente más que un enorme desprecio y, aun así, consigue dejar en segundo plano, pues el sacrificio requiere esto y mucho más. Lo maravilloso de Félicité es comprobar cómo todo crece con el avance del metraje, en especial la propia actuación de Véro Tshanda Beya. A pesar de que, llegado a cierto punto, la discreta intensidad de la narración pierde altura, y de algún fragmento desconectado de la línea global, el resultado es más que satisfactorio. La violencia de la calle y la falsa indulgencia de los demás se retratan aquí como simples obstáculos más en el camino de alguien capaz de llegar hasta las últimas consecuencias, todo tratado, en términos generales, con una cámara sencilla naturalista —mención especial a las secuencias del canto— muy adecuada. Es agradable encontrarse con este tipo de propuestas. (68/100)
WILDE MAUS
Josef Hader, Austria / COMPETICIÓN.
por Víctor Blanes Picó.
Poco les sonará el nombre de Josef Hader. Lo cierto es que en su país natal, Austria, lleva varios años siendo uno de los comediantes y actores más famosos y aclamados. Su inclusión en la sección oficial del certamen teutón parece a priori un guiño al público germánico. Pero las apariencias, como en demasiadas ocasiones, engañan. En su debut como director, Hader escoge un tema muy tratado por el cine actual: la crisis de los 40. Sin ir muy lejos, ayer pudimos ver aquí mismo la propuesta de Alex Ross Perry sobre el mismo tema. Pero, mientras en Golden exits todo parece de una intensidad arrebatadora, con diálogos ampulosos que esconden una tremenda superficialidad en el análisis, Wilder Maus prefiere utilizar el patetismo del ser humano y su incapacidad para afrontar la realidad para conseguir poner de relieve mediante el humor todas las inquietudes e incoherencias que conlleva cumplir años. Así, el mismo día que Georg (interpretado por el mismo Hader, demostrando una capacidad innata para el gag cotidiano) pierde su trabajo como crítico musical en un periódico por esa paradójica regla capitalista por la cual los empleados más antiguos y experimentados son los más prescindibles debido a su alto coste laboral, su pareja (Pia Hierzegger, en la misma línea que su partenaire) le insiste en su voluntad de tener hijos y le propone recurrir a la fecundación in vitro para intentar solucionar aquello que durante casi 3 años no ha ocurrido de manera natural. Un cóctel demasiado cargado para todo un burgués del siglo XXI. A partir este punto la película se sostiene por un burdo engaño. Georg prefiere enmascarar la realidad y esconder su nueva situación laboral como si eso fuera a provocar que se desvaneciera mientras intenta rellenar su día a día con actividades y proyectos sin sentido. Georg se convierte en un niño que no quiere crecer en continua pataleta consigo mismo (la cinta está plagada de elementos narrativos que subrayan este carácter infantil: el trenecito, la montaña rusa, el parque de atracciones…). Y cada decisión que toma es la equivocada. Wilder Maus convence por su sencillez y honestidad en lo que quiere proponer y acaba logrando, una reivindicación en toda regla de que desde el humor se puede atacar de manera mucho más eficaz los dramas existenciales que nos acechan a lo largo de nuestra vida (un acercamiento que, salvando las distancias, también comparte con Toni Erdmann, de Maren Ade). Es en ese empeño por mirarse constantemente al ombligo donde los dos protagonistas entran en una crisis patética que les define: dos adultos afrontando su miedo a la vejez, negándose a aceptar que la juventud e incluso la temprana madurez puede ser algo que ya ha quedado atrás; asumir que no somos ni seremos nunca más lo que éramos. Y, mientras tanto, por las noticias, el mundo se sigue preocupando por problemas nimios: la crisis de los refugiados, el terrorismo, las guerras… (80/100)
PIELES
Eduardo Casanova, España / PANORAMA.
por Víctor Blanes Picó.
Presentaba ayer Eduardo Casanova su ópera prima en el grandioso Zoo Palast con un deseo: que si el espectador no puede disfrutarla, al menos, que le provoque algo, aunque sea el vómito. Visionando Pieles queda patente que la intención detrás de cada plano, de cada decisión, de cada línea de diálogo, es no dejar indiferente a nadie en la platea. Por eso es paradójico que deje en manos del espectador precisamente el sentimiento a escoger. Casanova decide dar el salto a la dirección con una película en la que todo está calculado y controlado; en la que, aunque en ocasiones (también) se esfuerce en ocultarlo, nada está en su lugar por simple azar. Así que vamos a permitirnos devolver la pelota al tejado del joven director: Pieles está diseñada para hostigar, revolver estómagos, hurgar en prejuicios, martillear el cerebro con una celebración constante de lo kitsch y lo aberrante. Otra cosa diferente es que lo consiga.
Casanova juega antes a ser autor que director. En ese juego utiliza el plano frontal, la música y la paleta de colores como faroles demasiado descarados. Pieles presenta un mundo en rosas, lilas, fucsias, pasteles… los colores asociados con el idealismo más cursi, colores del refugio personal inconfesable. Una prostituta sin ojos, una joven con boca en forma de ano, un adolescente que reniega de sus propias piernas, parejas deformadas, enanas… Todos parecen cobijados en una especie de burbuja freak amparada por una tonalidad que la convierte en un universo naif salpicado de canciones de ayer y de hoy (los referentes claros, y aceptados por él mismo, están ahí: Almodóvar, Solondz, Andersson, Waters…). Así es la piel de Pieles. Ahora bien, haciendo un ejercicio como el que propone la película, si no nos quedamos en las apariencias y rascamos un poco, la provocación se convierte en vacío y el resultado es un estudio de la piel, sí, pero apenas hay discurso sobre lo que encontramos debajo de ella. El filtro del humor y del exceso para hacer aflorar los miedos y las inseguridades del ser humano funciona mejor en las tramas más tibias, cotidianas y costumbristas (como la protagonizada por Jon Kortajarena y Candela Peña) que en las historias más radicales. De este modo, la celebración de lo diferente y la vehemente apuesta por la aceptación de uno mismo con todos los defectos e imperfecciones se diluye y banaliza por las propias reglas del juego autoimpuestas por una puesta en escena demasiado consciente de sí misma que en demasiadas ocasiones se olvida de narrar. La provocación, al final, se queda en lo superficial. ¿O será que tenemos la piel muy fina? (50/100)
ADIÓS ENTUSIASMO
Vladimir Durán, Japón / FORUM.
por Luis Enrique Forero Varela.
Toda obra artística —excepto aquella inscrita en el proselitismo— es un acto de resistencia accidental. De transgresión a la mirada habitual, al paisaje manido o la palabra sin brillo. Todo lo que cuestione el statu quo y ofrezca una reinterpretación es, necesariamente, revolucionario. Sin embargo, una ópera prima tiende, en términos estadísticos, a llevar un poco más allá la ambición, la temática, la forma. Una carta de presentación conlleva enorme responsabilidad, pues, su autor será juzgado ad infinitum a raíz de su inicio. A pesar de cambios posteriores, siempre habrá alguien que recuerde con sorna o con admiración, depende del caso, aquel debut. El colombiano Vladimir Durán quizás comparta esta opinión. Su primera película cumple, desde luego, con los requisitos mencionados. Es un puñetazo sobre la mesa con el que pretende decir “aquí estoy yo, y estas son mis credenciales”. Adiós entusiasmo (2015) llega desde el festival de Mar del Plata con intención confesa de explorar la transgresión a través del cuestionamiento a la autoridad y los modelos preestablecidos. Transcurre prácticamente en un espacio acotado, un apartamento familiar laberíntico, con impronta teatral de la mano de Sacha Amaral (autor del guion), y describe, mediante una observación parcial y opaca, la noche en la que la madre, encerrada en la habitación, decidió celebrar su cumpleaños tres días antes. Las tres hermanas Alicia (Laila Maltz) Antonia (Mariel Fernández), Alejandra (Martina Juncadella) y el pequeño Axel (Camilo Castiglione) han aprovechado esta eventualidad de la reclusión materna para invertir los roles de la figura de autoridad. Ahora son ellos los que la reprenden, cuidan y alimentan, a través de un ventanuco. Solo su voz incansable ratifica algo de entidad. En este ambiente enrarecido participa además como observador Bruno (el propio Durán), el elemento ajeno, un hombre prescindible a través de cuyos ojos el espectador se introduce en el microcosmos que supone el apartamento. La dinámica del filme presenta como principal artificio el McGuffin, el Godot que nunca viene como la madre invisible. Esta intencionalidad de sembrar el desconcierto es la que más emparenta Adiós entusiasmo con la filmografía de Yorgos Lanthimos —en especial, Canino (2009)—. Ese afán de ruptura, enmarcado en una escuela muy determinada de transgresión, demuestra además cierta arrogancia. ¿Es esto un defecto? La respuesta depende del observador. Hay quien afirma que sin este don, el creador no puede desplegar por completo su talento. Desde un punto de vista formal, los elementos visuales afianzan el encierro de la madre, dentro del encierro de los demás miembros de la familia, tal como si se tratase de un juego de matrioshka, gracias al uso de primerísimos planos que impiden una contextualización más certera. El resultado final puede encontrarse por debajo de las expectativas de Durán. Motivos habrá para juzgarla a priori y confundir la tensa incertidumbre con aturdimiento deliberado. E incluso en tal caso, habría también que reconocer el arrojo de un director que se atreve con todo esto en un debut. (60/100)
THREE LIGHTS
Mittsu no hikari, Kohki Yoshida, Japón / FORUM.
por Miguel Muñoz Garnica.
Hay pocos lugares tan idóneos como un festival de este calibre para que el director Kohki Yoshida (que firma su cuarto largometraje) plantee las inquietudes sobre la creación que mueven Mittsu no hikari. No olviden que les escribimos estas líneas desde un escenario de un ruido confuso y ensordecedor, enzarzado en el continuo bombardeo de estímulos visuales que pugnan (a menudo sin conseguirlo) por hacerse un hueco en los corros, los titulares y las memorias, por permanecer más allá de la sesión de turno. En estas latitudes, decimos, Yoshida nos ha entregado la que quizá sea la rima no intencionada más expresiva entre obra y evento. En una de sus escenas, sus cinco protagonistas conectan la canción que acaban de componer a un altavoz en una calle desierta, y sus notas capitalizan imagen y sonido. Una voz limpia de mujer, las notas lacónicas de un piano y los matices de una flauta parecen insuflar sentido a la colección de motivos visuales, recurrentes a lo largo del metraje, que el cineasta inserta en este punto: postes de tendido eléctrico, fábricas cerradas y carreteras impersonales. Paisajes postindustriales y melodía post-rock en una comunión que, cómo no, desvela su carácter efímero. En la siguiente escena, los protagonistas intentan repetir la operación en una calle céntrica de Tokio. El sonido del altavoz queda rápidamente absorbido por el del bullicio cosmopolita. Sucede una suerte de fade out forzado por lo diegético (y realzado por el travelling de alejamiento que introduce el director) que sepulta la obra de sus protagonistas, sugiriendo uno de los hilos temáticos de la cinta: ¿merece la pena el esfuerzo de la creación en un mundo sobresaturado de estímulos sensoriales?
Yoshida parece querer orientar también la respuesta a esa pregunta. Las “tres luces” del título hacen referencia a las tres mujeres protagonistas que aúnan su talento para componer la música, y cuyo proceso de creación mueve el relato. Las tres, en diferentes grados, son víctimas de lo masculino (una recluida en casa por su marido, la otra abandonada por su prometido y la tercera tiranizada por su manager) que encuentran una forma de volcar sus sentimientos contenidos en las sesiones musicales que, junto a dos productores independientes, graban en un almacén abandonado a las afueras de la ciudad. Así, Yoshida explora la creación como catarsis e iguala en esta operación de rescate a personajes y escenario. La referencia a las tres luces es por una parte metafórica: en la primera escena, se habla sobre la luz como un fenómeno posibilitado por tres fuerzas convergentes; creando un paralelismo claro con las tres féminas cuya suma de sufrimientos vitales converge en una comunión de creatividades, en esa plenitud efímera. Pero también, la fascinación de Yoshida por la luz como fenómeno deriva a lo visual, con una serie de disposiciones estilizadas de luces artificiales que desnaturalizan nuestra percepción de los rostros, los cuerpos y los espacios que habitan la película. La luz cobra un protagonismo que trasciende a lo fotográfico para abrirse a los misterioso. No obstante, la atención a la luz va de la mano de una marcada negligencia por parte del cineasta a la hora de construir a sus personajes. Sus devenires, relaciones y dolores expresados no consiguen en ningún momento despojarse de su condición estructural. Esto es, de no ser otra cosa que elementos que el director dispone a su capricho, rompiendo la organicidad de una película que, con todo, resulta primorosa en lo visual. Puede que hasta demasiado. (50/100)
A FEELING GREATER THAN LOVE
Shu'our akbar min el hob, Mary Jirmanus Saba, Líbano / FORUM.
por Luis Enrique Forero Varela.
El cine documental puede llegar a parecer el único que tiende hacia la objetividad, o que se esfuerza por llegar a algo cercano a ella. Lo cierto es que, por desgracia, es extremadamente complicado, por no decir imposible, ocultar la mirada subjetiva. Incluso aquel que filma crecer la hierba deja ver por accidente su mano en la voluntad de rodar la secuencia. La cineasta estadounidense Mary Jirmanus Saba presenta su primer trabajo con una muy particular visión del documental como género de exploración. Más cercano al thriller investigativo, de hecho, A feeling greater than love abre con texto sobre fondo negro en el que se esbozan los acontecimientos en dos o tres frases. “Piensa en Yakarta, piensa en Chile. ¿Por qué te importan dos o tres asesinados en Beirut?”. Los sucesos a partir de los que se construye este filme datan de principios de los años 70 en el Líbano. Las miserables condiciones laborales a las que son sometidos los trabajadores y trabajadoras de la industria tabaquera del sur llevan a un levantamiento, una huelga en favor de sus derechos que es reprimida violentamente por la policía, causando cuatro muertos y un tenso clima político y social, a las puertas de la terrible guerra civil de 1975. El montaje, como mencionábamos algunas líneas más arriba, está estructurado como un ejercicio de investigación, en el que se entrecruza texto blanco sobre negro que reproducen bien las inquietudes de la directora, bien interpelaciones aclaratorias hacia el propio espectador, y las entrevistas de aquellos que participaron en asambleas, sindicatos, partidos de apoyo al trabajador. Son, por lo tanto, los propios protagonistas de la historia quienes marcan el ritmo de la progresión, que ofrece una acertada tensión narrativa —a pesar de un inicio más lento—. Y es que explorar en este conjunto de acontecimientos es también acercarse a los antecedentes de la violencia del 75. La mano de Jirmanus Saba incrementa la fuerza narrativa con cada fragmento de los entrevistados, quienes en ocasiones también discuten y profundizan en el papel de las distintas partes implicadas, las cuales también sufrirían en los años siguientes. Momentos-cumbre, como aquel en el que una de voces más destacables de A feeling greater than love, antigua activista, cuenta cómo dejó su vida acomodada de clase media para unirse a la lucha por los derechos de los oprimidos y, sin embargo, al iniciarse la guerra y ser relegada a hacer sándwiches para los oficiales masculinos, decidió exiliarse. Ni la temática de la cinta ni el planteamiento formal —que, por cierto, acaba realizando una interesante reflexión acerca del conflicto reciente y la circularidad de sus circunstancias— invitan al público masivo. Pero para quien desee aproximarse, esta será una interesante y profunda experiencia audiovisual y sociopolítica. (70/100)