El manual de apertura
Crónica de la primera jornada de la 67ª edición del Festival de Berlín.
Ayer, 9 de febrero, dio comienzo la edición número 67 del Festival Internacional de Cine de Berlín. Una posición temporal privilegiada dentro del catálogo anual de certámenes —precedido solamente por Sundance y Róterdam — permite a la Berlinale no solamente la posibilidad de provocar sorpresa en la crítica internacional (naturalmente —y como es costumbre—, para bien y para mal), sino una enorme elasticidad en cuanto a su programación. Bien es conocida la intención, digamos, ecléctica de esta fecha imprescindible a nivel mundial. Abundan ejemplos anteriores; ediciones, sobre todo en los años recientes, en las que se ha aunado lo más interesante del cine de autor internacional, de la vanguardia de la cinematografía, con el espectáculo, el consumo masivo o blockbuster —seña que, por cierto, se está convirtiendo progresivamente en casi una marca, una declaración de intenciones—. En este caso, y lo mencionaremos procurando la cautela y la objetividad más sensatas, la expresión del producto de masas llega de la mano de James Mangold, encargado de una sección de la que es quizás la antología de productos cinematográficos más rentable: el universo de la editora de comics Marvel. Logan será la última entrega de los X-Men protagonizada por el australiano Hugh Jackman. Dejando a un lado este tipo de caprichos, aunque, eso sí, manteniendo un pie en gran público y otro en la expresión de una sensibilidad discursiva y gráfica muy especiales, nos encontramos con el estreno de Trainspotting 2. Danny Boyle, autor de la adaptación de la novela homónima de Irvine Welsh, ofreció hace poco más de 20 años un retrato pop de la marginalidad europea dentro del estado de bienestar. Aquella fue la película definitoria la generación X. Grandes expectativas, pues, levanta esta secuela, directamente tomada de secuela literaria —claro está, con algunas licencias—. Por su parte, Luca Guadagnino, James Gray, o los esperadísimos maestros Hong Sang-soo y Aki Kaurismäki aportarán más adelante su contribución al bloque más sólido del festival.
Si el año pasado los Coen ofrecieron una correcta aproximación hacia el Hollywood de los años 50, en este caso, la apertura recae sobre los hombros de Étienne Comar. Desde un enfoque clasificable como un biopic ortodoxo, el cineasta francés aborda en su ópera prima la icónica figura de Django Reindhart, inscrito en una época muy concreta, la Europa fracturada por la Violencia de Estado y los peores excesos del discurso fascista. El notable trabajo interpretativo de Reda Kateb (Un profeta) es, sin duda, lo más destacable del filme. De hecho, la elección de este estreno en particular está más emparentado de lo que a priori parece con la ganadora del Oso de Oro del año pasado. Tanto Fuocoammare (Gianfranco Rosi, 2016) como Django son películas con un contenido político evidente. Si aquella ofrecía una disección del conflicto internacional actual, esta utiliza mecanismos menos afinados para, en el fondo, ser leída como manifiesto extrapolable al tiempo presente, a los graves peligros de la repetición de la barbarie, el racismo y el discurso del odio. Esta decisión no oculta una coherente reivindicación ideológica. Ahora bien: lo cierto es que el producto, la película en sí resulta irregular, con más errores que aciertos. Dentro de la sección Forum, la jornada inaugural ofreció Casting (Nicolas Wackerbarth), comedia negrísima allana los entresijos de la egolatría y la proyección propia en los ojos de los demás, en un ejercicio de metacine cargado de sarcasmo bajo la sombra del alemán R.W Fassbinder.
DJANGO
Etienne Comar, Francia / COMPETICIÓN (Inauguración).
por Luis Enrique Forero Varela.
La admiración hacia el artista genera un conjunto mitológico propio en cada uno de los sujetos que profesan culto hacia un determinado movimiento o creador. Los hechos biográficos en que se inscriben los datos más o menos objetivos suelen estar inevitablemente corrompidos por las historias apócrifas —recuérdense, por poner un ejemplo banal, las especulaciones disparatadas sobre los distintos trágicos finales de la vida de Sixto Rodríguez en Searching for sugar man (Malik Bendjelloul, 2012)—. En estos casos, el cine suele encargarse de retratar los sucesos reales con más o menos verosimilitud y atención al detalle, tomando sin embargo ciertas licencias sobre aspectos difíciles de contrastar o de llevar al lenguaje audiovisual de la sala de Cine. Django (2017) supuso un inicio por partida doble: por una parte, la inauguración de la edición número 67 de la Berlinale, y, por otro, el debut tras la cámara del francés Étienne Comar, destacable por la escritura de los guiones de Mon Roi (Maïwenn, 2016) y, sobre todo, Des hommes et des dieux (Xavier Beauvois, 2010). Comar, desde luego, se reserva también el derecho a escribir el guion de este biopic que pretende observar el entorno límite en el que se hallaba inmerso un Django Reinhardt, bajo la ambigüedad de la Francia ocupada en 1943. Indiferente y cínico en un primer momento, la actitud del brillante músico mutó progresivamente, llegando a una imposibilidad de negar la limpieza étnica que el aparato nazi estaba perpetrando. Los sucesos vividos por Reinhardt, privilegiado entre los enemigos del proyecto alemán de Übermensch, más allá de la sencillísima y obvia correlación con el país anfitrión, pretenden ofrecer un contenido político de carácter actual. La velada reivindicación que alerta de los peligros del discurso del odio y el miedo marca una línea discursiva en consonancia con los filmes premiados en la pasada edición. Y como contenido simbólico no carece de coherencia. La cuestión más problemática es el contenido artístico del filme. Desde luego, la calidad de la música del maestro del jazz está por encima de cualquier discusión, y la interpretación del siempre sobresaliente Reda Kateb brilla por sí misma. Los demás elementos, sin embargo, no destacan en absoluto, llegando incluso a causar una preocupante disonancia. El conservadurismo formal y los pocos riesgos tomados a nivel argumental llevan a dejar en el espectador una sensación de extraña indiferencia, por desgracia. Provoca una nostalgia de lo que pudo haber sido —piénsese, por ejemplo, en Basquiat, o en Antes que anochezca (ambas obras imprescindibles de Julian Schnabel)—, si tan solo hubiese existido un poco más de valentía o soltura en la mano de Comar. (55/100)
CASTING
Nicolas Wackerbarth, Alemania / COMPETICIÓN.
por Luis Enrique Forero Varela.
El humor sin pieles de plátano, sin slapstick, puede encontrarse en muchísimos y muy distintos rincones del vasto universo artístico. En el Teatro del Absurdo, en los entremeses de las obras del Siglo de Oro, en el post-chiste de Miguel Noguera, en las novelas de Thomas Pynchon o Kurt Vonnegut. Conviene no generar un sistema jerárquico, un edificio prescriptivo, cuando se trata de algo tan difícil de categorizar como la risa. La risa como instrumento político; la risa como manifiesto; la risa como humilde regalo envenenado. Estas aplicaciones ofrecen un anticanon de lo gracioso. Y luego está el humor nórdico, el humor noreuropeo en general. Procurando alejarnos de la tentación del cliché y —¡cuidado!— la categorización, podemos también ceder en que esta cuestión responde también a un factor cultural. Y el hecho de que cierta escena o personaje no nos provoque carcajadas, no implica necesariamente que no sea humorística. Podemos reconocer el humor incluso allí donde no lo compartimos. Dos películas parió el manifiesto Dogma95 de Vinterberg y Von Trier. Muy distintas, claro. Podemos afirmar que Celebración estaba bastante lejos de ser una comedia. Sin embargo, en lo que nos concierne, Los idiotas brindaba una magnífica aproximación al delirio como culto, como secta. Aquella poco ortodoxa sensibilidad que Von Trier exhibía —y Vinterberg guardaba para más adelante—, aquella disposición para el humorismo se encuentra también en el Cine más reciente. El sarcasmo como piel de plátano; el fracaso como nuevo slapstick. Precisamente Casting, presentada como filme inaugural de la sección paralela Forum, bebe de esta enorme fuente de inspiración. El también actor Nicolas Wackerbarth presenta en la 67ª Berlinale un interesante ejercicio metacinematográfico. La acción, enmarcada prácticamente bajo los estrictos mandamientos del Dogma95, se sitúa en el set de rodaje en el que una directora en una profunda crisis vital ha de elegir a los actores que encarnarán un poco necesario remake de Die bitteren Tränen der Petra von Kant (1972) —por cierto, proyectada en la edición 22 de este mismo festival—, del inabarcable maestro Fassbinder. Una economía de espacio y recursos que favorece la aproximación a los peores estragos que el egocentrismo causa en el Yo, en la necesidad de buscar constantemente la aprobación del otro como recurso para reivindicar el propio derecho a existir, a ser digno respirar el mismo aire que los demás individuos. El excelente trabajo del elenco, sobre todo Andreas Lust y Judith Engel, enriquece enormemente un guion lleno de este humor tan particular, de odio y vanidad envueltos de sutileza. Una inauguración prometedora. (75/100)
THE TOKYO NIGHT SKY IS ALWAYS THE DENSEST SHADE OF BLUE
夜空はいつでも最高密度の青色だ, Yuya Ishii, Japón / FORUM.
por Luis Enrique Forero Varela.
Cada director transmite una sensibilidad propia. Forma combinaciones específicas entre las limitadas posibilidades temáticas —todo hay que decirlo: en este ámbito, el repertorio es más bien discreto ya desde la literatura clásica— y el apartado formal, la estructura estética. Cineastas como Wes Anderson o Aki Kaurismäki —apenas dos ejemplos aleatorios—, han implementado, con el paso del tiempo, una serie de configuraciones distintivas imposibles de confundir, creando, de este modo, lo que en Poesía podría denominarse una voz, un registro. Y la relación con el espectador se afianza mediante el reconocimiento de estos códigos, los colores, la simetría, los silencios en el libreto, el montaje. Y es absolutamente razonable explicar el proceso gradual mediante el cual se llegó a fijar esta firma personal. Se puede rastrear a través de la filmografía de cada uno, llegando a observar así que, por ejemplo, como patrón más o menos abundante, las primeras obras tienden a la grandilocuencia, a la ambición de quien experimenta y desea romper con el lenguaje ortodoxo y concentrar todas sus expectativas. Desde los primeros compases de The Tokyo night sky is always the densest shade of blue puede uno observar estos rasgos de director novel en el japonés Yuya Ishii. Presentado cerrando la primera jornada de la sección Forum, este film es precisamente reconocible por su falta de voz propia, y por esta ambición voraz de incluir absolutamente todo elemento ideado, encajen o no dentro de la propuesta global. Su apartado argumental no está excesivamente lejos de lo que podría reconocerse en una obra de Michel Gondry —especialmente La ciencia del sueño (2006)—, en cuanto a la inocencia con la que se tratan el vínculo afectivo que crean dos protagonistas absorbidos por una vida discreta. La alienante ciudad de Tokyo parece consumir lentamente las entrañas de sus ciudadanos, aislados en una soledad endémica. Sus protagonistas no escapan a esta realidad, desde luego, y sin embargo ambos destacan por encima de los demás habitantes de la urbe —elemento quizás muy asociado a la sensibilidad nipona: el disidente, el ser atípico que habla desde el otro lado, desde la transgresión, posición que empero le produce dolor o frustración—. El azar genera sucesivos encuentros fortuitos entre Mika (Shizuka Ishibashi), a través de cuya voz en off se nos transmite una serie de paisajes poéticos, y Shinji (Sosuke Ikematsu), quien aporta la sensibilidad visual complementaria. Pronto se gestará entre los dos una relación de dependencia basada en la pérdida, en la renuncia y los fracasos personales de cada uno, llevándolos a una melancolía pasiva. Los elementos utilizados por el director, lamentablemente, abundan en su desorden formal. Un plano arriesgado, un travelling inconexo, que sugieren la idea del deseo de ruptura o inclusión acumulativa del cineasta en plena formación intelectual, llegando a generar un caos estético en el que no es posible reconocer una firma propia. Las palabras de la boca de Mika y Shinji rozan peligrosamente lo naif, con una serie de monólogos interiores, de diálogo y reflexiones pertenecientes a un poeta en construcción, alguien que desea expresar una sensibilidad y falla en la búsqueda de la palabra adecuada, de la imagen evocadora. Un excesivo metraje, además, completa una serie de malas decisiones —bien intencionadas, eso sí—. Quizás Ishii tarde algún tiempo en encontrar una personalidad distintiva. En cualquier caso, este es un ejercicio de estilo más bien discreto. (25/100)