Estelas fugaces
Crónica de la sexta jornada de la 67ª edición del Festival de Berlín.
A la Berlinale la define la indefinición. Empezamos categóricos, ya lo ven, esta sexta crónica. Si pensamos en las principales plazas europeas que marcan el año cinematográfico, Berlín es la que menos asideros previos ofrece. Cannes tiene su catálogo de autores consagrados que permiten elaborar un mapa previo, Venecia y San Sebastián son dos festivales que llegan a final de año, cuando la cosecha cinematográfica está más por recoger que por sembrar, y que además suelen acaparar titulares por determinadas apuestas geográficas. Por el contrario, el de la capital alemana es un certamen que, más allá de un deje de compromiso sociopolítico (¿qué festival no intenta tenerlo, en mayor o menor medida?), no se presta a demasiadas etiquetas. Llega con el año fílmico en pañales, con un mercado en ebullición donde todas las distribuidoras apenas comienzan a definir sus agendas, donde la temporada de premios recopila sus primeros contendientes antes de volver a la hibernación. En cuanto a la crítica, la fuga de cerebros a Cannes nos deja una programación sin demasiados grandes nombres de cara a las listas de hits más esperados: en esta ocasión, poco más que los últimos trabajos de Guadagnino (reciclado de Sundance), Kaurismäki y un Hong Sang-soo que, al ritmo que va, terminará haciendo una película para cada festival de la temporada.
La experiencia es parecida a la exploración de tierra virgen, si sustituyen las hogueras a la luz de la luna, el sudor y las heridas por salas de prensa abarrotadas y los ojos rojos y doloridos. Frustrante, confusa y apasionante cuando emerge algún tesoro oculto inesperado. Esta jornada nos deja una pequeña anécdota vivida justo antes de escribir estas líneas. En la rueda de prensa de The Other Side of Hope (a.k.a. Aki Kaurismäki dando lustre al certamen), el actor Sakari Kuosmanen se ha arrancado a cantar un tango en finlandés. El momento ha sido encantador, pero su contexto mucho más expresivo. La sala de prensa se llenaba de móviles en alto que grababan el recital. No solo eso, sino que en la entrada del Berlinale Palast, desde donde un servidor observaba, varios periodistas también grababan la pantalla gigante que retransmitía en directo la rueda de prensa. Si conocen la hipermoderna Postdamer Platz, podrán intuir lo paradójico de la situación. Un lugar plagado de pantallas y neones que bombardean estímulos visuales continuos, donde pequeñas pantallas grababan una pantalla que contenía una charla sobre lo que acabábamos de ver en una gran pantalla. Los smartphones reproducirán una, un par de veces acaso, al bueno de Kuosmanen entregado al tango. Dos días después, quizá ni él mismo lo recuerde. ¿A qué viene la batallita?, se preguntarán. Pueden atribuirlo a un intento, por parte de un crítico con la mente saturada de imágenes en movimiento, de transmitir lo fácil que es extraviarse en un festival plagado de imágenes sobre imágenes. Sin guías, sin mesura, sin tiempo. En consecuencia, lo difícil que resulta atisbar lo poco que permanecerá cuando la plaza Postdamer repliegue sus velas.
THE OTHER SIDE OF HOPE
Toivon tuolla puolen, Aki Kaurismäki, Finlandia / COMPETICIÓN.
por Luis Enrique Forero Varela.
Resulta curioso observar cómo el ser humano huye del encuentro con lo peor de sí mismo. Cómo alude a la ignorancia, el temor o la risa para paliar una desafortunada exposición a la barbarie. Es una reacción natural, fisiológica, de hecho, la que prepara al individuo para evitar el conflicto. ¿Cómo reprochárselo, reprochárnoslo, entonces? Sin embargo, aquellos más críticos con la crudeza explícita de las noticias televisivas son casi los mismos que, a menudo, alaban la “estilización de la violencia” de Tarantino o la “violentización de la estética” en Winding Refn. Lo que ocurre aquí, entre actos, es el pacto autoficcional. La certeza de que nada existe en términos tangibles, o bien que lo relatado sucedió hace bastante tiempo, genera una distancia de seguridad para apreciar estas y otras cualidades y preparar un memorable discurso posterior en charlas de cóctel. Por este mismo motivo, la prensa especializada tachaba de pornográficas algunas de las más recientes exploraciones en el conflicto moderno; excusas que insinúan el tabú implícito en lo reciente de la cuestión o que tachan ciertos temas como reclamos discursivos. Las opiniones al respecto tienen todas igual validez en este mundo relativista, desde luego, y no yace aquí intención alguna de levantar juicios de valor. Pero mi opinión más personal me lleva a afirmar que el artista que escribe sobre su tiempo es el más arriesgado y, por lo tanto, digno de elogio. Porque hace falta un gran arrojo para atreverse a tratar temas inconclusos, de un horror inconcebiblemente cotidiano, y evitar caer en el panfleto o, mucho peor, la caricatura. El finlandés Aki Kaurismäki regresa a la dirección seis años después de aquella excelente Le Havre —calificada por muchos como la película de la década— con ambiciones similares.
Independientemente de la relación de cercanía que se tenga con su particular universo, debe uno, al menos, aplaudir un ejercicio cinematográfico absolutamente coherente con los más de treinta años de oficio de su director, quien llega a la Sección Oficial de la Berlinale con la voluntad de agitar la consciencia del espectador mediante el ingenioso recurso de la distracción. The other side of hope narra un ejemplo más del dolor del exilio, de guerras actuales y lejanas, cuyos efectos ya no somos capaces de evitar desviando la mirada. El barco en el que Khaled se oculta atraca en Helsinki, un lugar aparentemente apacible, un remanso de garantías sociales y tolerancia con el necesitado, donde decide presentar su solicitud de asilo, mientras continúa la búsqueda de su hermana, perdida en algún punto entre Grecia y Hungría. Paralelamente, Wikström ha decidido dejar a su esposa, acabar con su modesto negocio textil y aventurarse a abrir un restaurante. Ambas líneas narrativas se construyen con paciencia, sin la precipitación de un cineasta más joven o imprudente por llegar al núcleo de la cuestión. El encuentro del joven, prófugo de un sistema que le ha cerrado la puerta en la cara, y el viejo adusto, cuyo negocio cae lentamente en el fracaso, propiciará una transformación de las circunstancias. El ya habitual canon metodológico del director —quizás, el principal elemento que irrita a sus detractores— brilla aquí con predecible y comprobada efectividad. Sus personajes, a medio camino entre la ternura y el patetismo —recuérdese la especial predilección por los outsiders—, deambulan por un entorno hostil e incomprensible que rechaza su derecho a existir; y el único apoyo lo encuentran en sus congéneres, cuyo spleen crepuscular no evita que se aferren a un heroico y bondadoso acto de redención. La supresión deliberada de prácticamente cualquier emotividad interpretativa, los primeros y medios planos estáticos, la paleta de colores muy específicos o el guion plagado de silencios incómodos y desconcertantes provoca una reacción humorística casi automática, quizás por obra de los ecos de la comedia de Chaplin —otro que se atrevió a mostrar en pantalla su conflicto contemporáneo—, o más bien a causa de aquella reacción fisiológica de la que hablábamos algunas líneas más arriba: un involuntario método evasivo. Porque lo cierto es que Kaurismäki ha conseguido levantar carcajadas y aplausos enardecidos con una película profundamente autocrítica, rabiosamente actual, que se ha disfrazado de pequeña fábula ligera para engañar a un público harto de esa supuesta “impronta social” del festival de Berlín. Este ha sido un genial complot para recordar cuál es el mundo en el que vivimos, querámoslo o no y aunque no nos demos cuenta. (90/100)
BEUYS
Andres Veiel, Alemania / COMPETICIÓN.
por Miguel Muñoz Garnica.
La condición de Beuys como única representante del documental a competición en esta Berlinale nos puede llevar a preguntarnos cuál es el potencial que se ha visto exactamente en ella para insertarla en la pelea por el Oso de Oro. Es muy posible que la respuesta se halle en la relevancia de Joseph Beuys como eminencia del arte conceptual del pasado siglo, sumada a su nacionalidad alemana. El certamen, pues, no ha perdido la ocasión de homenajear a una figura nacional ya histórica. Ante un documental de este corte, la duda es casi automática. ¿Estamos ante un ejercicio divulgativo, o ante una aproximación per se artística, de motivación poética, al universo de Beuys? Si preguntáramos al alemán, probablemente respondería que ambas cosas. Como la cinta se encarga de recalcar, estamos ante un creador que, en su afán por romper los moldes del arte tradicional (si es que no estaban más que rotos ya), pregonaba precisamente la necesidad de un arte educativo para el pueblo (el arte como vehículo de la democracia directa) y vaciado de significado en su concepto. “Solo puedo considerarme un artista si asumimos que cualquiera es un artista, que todo lo que nos rodea es arte”, le oímos proclamar. El personaje, cuando menos, es escurridizo. En el amplio repaso que el filme hace de su trayectoria, la idea que planea es que su multifacetismo fue un todo indisoluble. Escultor, creador de performances, profesor de métodos rompedores, magnético orador, político frustrado… Las tentaciones de lectura desmitificadora son obvias: Beuys se puede reducir a mero populista, a una pose de rupturismo vacío, o a las dos cosas a la vez.
No seremos nosotros quienes resolvamos la ecuación. Beuys, película, ya se encarga de recopilar los numerosos intentos al respecto que rodearon al personaje. Periodistas, académicos y críticos se dedicaron al acecho dialéctico continuo, consecuencia lógica de la amplia exposición pública que disfrutó. Nos limitaremos a constatar, desde nuestra perspectiva de no iniciados en la obra del alemán ni en el arte contemporáneo, que como documental tiene algo de fallido. Quizá por la excesiva ambición temática que parece moverlo, quizá por el exceso de testimonios, o puede que por lo abrumador que resulta como primera aproximación a Beuys. El material de archivo, ya de por sí exhaustivo, se combina con múltiples declaraciones de busto parlante que, a base de añadir capas de información, dan al traste con algún posible hilo central fuerte. Contarlo todo para que no permanezca nada en especial. Tampoco ayuda que el elemento cinematográfico más relevante para una obra con esta base documental, el montaje, pase por poco más que correcto, algo arrítmico y apenas dialógico entre sus segmentos. (55/100)
BERLIN SYNDROME
Cate Shortland, Australia / PANORAMA.
por Luis Enrique Forero Varela.
El mal llamado Cine de Género —en sentido amplio—, considerado habitualmente menor, oculta, sin embargo, varias capas de interpretación alegórica. Del mismo modo que la literatura negra y criminal utilizaba una serie de mecanismos propios para transmitir una crítica sociopolítica subrepticiamente, el terror y la ciencia ficción ofrecen, por norma general, más de una lectura superficial. Berlin Syndrome comparte esta característica con algunos de los exponentes recientes más celebrados, tales como Raw (Julia Ducournau) o, especialmente, It follows (David Robert Mitchell). La tercera película de la australiana Cate Shortland ya genera dudas desde su propio título, que alude a una obviedad tan predecible como el propio argumento. Una inocente joven mochilera ha decidido pasar unos días en la capital alemana, como parte de una suerte de viaje emocional —sospecha el que escribe estas letras, pues la información directa o indirecta aportada sobre este personaje es prácticamente nula—. Su camino se cruza, en una de aquellas manidas situaciones de comedia romántica, con la del encantador Andi, quien la invita a su casa y le da “refugio y café instantáneos”, como reza el poema de Benedetti. Cuán terrible será su sorpresa cuando, a la mañana siguiente, la protagonista se tope con una tremenda revelación: el seductor desconocido la ha encerrado bajo llave, con una oculta y lúgubre motivación. Este apartado argumental, desde luego, no invita a ninguna sorpresa ni destello de ingenio. El maniqueísmo es tal, que, transcurridos apenas algunos minutos del filme, cualquier espectador con una mínima formación autodidacta en el slasher estadounidense es capaz de adivinar, sin ningún inconveniente, cuál será el siguiente movimiento, dónde llegará el susto, el pánico, la catarsis, la venganza. Si hablamos del puro efecto de entretenimiento del mal llamado Cine de Género, esta película resulta inevitablemente fallida. El discurso, el contenido político rastreable en toda propuesta similar, causa inclusive más preocupación. Si en It follows, con la que está enormemente emparentada, contenía una alegoría del contagio del VIH, esta en concreto acerca sus postulados éticos hacia la retrógrada constante por la cual se intuía en el asesino de Viernes 13 (Sean S. Cunningham) un afán por combatir el sexo prematrimonial en los adolescentes de los años 80. La protagonista de Berlin Syndrome, absolutamente bidimensional como personaje, cuestiona al torturador por sus actos en el primer tercio de la película. Este le contesta que fue ella quien decidió quedarse a pasar la noche en su casa. ¿Qué interpretación cabe aquí? No es descabellado pensar en el tipo de expresiones populares que vuelcan sobre la víctima —femenina— la responsabilidad de la agresión, ya sea por causa de su vestimenta o actitud. El verdugo —psicópata canónico—, por el contrario, es retratado fuera de este entorno con una inusual atención y tiempo del metraje. Sea como fuera, lo más destacable, lo que salva medianamente su dignidad, es su fotografía, excelentemente cuidada en cada detalle por Germain McMicking, acercándolo en la estilización de la descripción espacial con el cine de Nicolas Winding Refn. Sin esta gran colaboración, la obra de Shortland, adaptación del libro de Melanie Joosten, no habría pasado ningún filtro de calidad —ni siquiera en una ciudad tan orgullosa de sí misma como Berlín—, y habría sido catalogada como la peor pesadilla de los padres de clase media hecha carne. (35/100)
EL MAR NOS MIRA DE LEJOS
Manuel Muñoz Rivas, España / FORUM.
por Víctor Blanes Picó.
Según los textos de los antiguos griegos, a pocas millas tras cruzar las Columnas de Hércules, se encontraban los restos de la ciudad de Tartessos, último vestigio de la que consideraban como la primera civilización de Occidente. Antaño rica y próspera ahora no era más que un montón de escombros esparcidos frente el mar. Su leyenda ha llegado intacta a través de los siglos y han sido diversas las excavaciones que han intentado descubrir debajo del extenso campo de dunas los vestigios de su esplendor. Sin embargo, todos se han ido con las manos vacías. Parece que el viento es reacio a destapar uno de los misterios mejor guardados del sur de la península. En este lugar místico, hoy dentro del Parque Natural de Doñana, un puñado de hombres todavía resisten. No existe mejor verbo para definir sus vidas. Sus chabolas a pie de playa, hoy en un limbo jurídico, puede que sean las huellas más certeras de aquella ciudad misteriosa. En sus arrugas y sus manos corren los ríos de la historia; en sus costumbres permanece un halo de subsistencia primitiva; en su mirada solo cabe el mar. Manuel Muñoz Rivas, editor de películas como Dead Slow Ahead o Arraianos, nos propone un encuentro con esta especie de guardianes del pasado, con estos últimos representantes de un pasado que aguanta estoico para no desaparecer engullido por las dunas. Él y su equipo son como arqueólogos cinematográficos que cambian las palas por la cámara para excavar en la mística de un lugar vetusto, para desenterrar del olvido una forma de vida que se apaga.
El mar nos mira de lejos es una película rica no solo en lo visual, sino también en sus múltiples ecos de significado. De manera consciente, el director huye de abordar este documental observacional desde el punto de vista del discurso o la reivindicación. Al contrario, sus imágenes son murales de luz en movimiento, reflexiones sobre el paso del tiempo. Todo el presente que se muestra en la cinta está plagado de pasado: la torre vigía, testigo del amor que el joven habitante de una de estas chozas guarda en secreto hacia una joven embarazada; las tareas del mar, como la técnica del cosido de las redes de pesca, un arte casi desaparecido; el agua dulce, extraída con un balde metálico ajado de un pozo, necesaria para regar los huertos plantados en plena playa. Elementos que intentan no ser aplastados por el tiempo. Que se niegan a claudicar ante el inexorable pretérito y abandonarse al olvido, como las chozas devoradas por la arena, el paso previo a convertirse en misterio, como Tartessos. Muñoz Rivas se recrea en cada detalle para mirar al paisaje y a las personas que lo habitan con respeto, admiración y sin condescendencia. La película respira una cadencia en total consonancia con el espacio que retrata: al igual que los diminutos granos de arena avanzan lentamente en la dirección en la que les empuja la brisa, la imagen se deja esculpir mientras una exquisita luz áurea va modelando las sombras, los reflejos, los sentidos. En particular, hay un momento de una belleza para la cual las palabras se quedan cortas: al atardecer, una ola se retira tras bañar la orilla que, al secarse, va cambiando de color mientras la luz se va extinguiendo, como si de un fundido de ocres sobre un lienzo arenoso se tratase. El mago detrás de este preciso instante, y de todos los que nos ofrece la película, es Mauro Herce, posiblemente uno de los mejores y más interesantes directores de fotografía en la actualidad. El mar nos mira de lejos es uno de los regalos cinematográficos de este año. El culmen de un género que ha enraizado en ciertos autores españoles pero que, desgraciadamente, no han tenido el reconocimiento que se merecían. Esperemos que en esta ocasión sea diferente. (88/100)