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    Cine Alemán Siglo XXI

    Berlinale 2017 | Día 5. Críticas: Call me by your name, Bright nights, The party, Mr. Long, The Lost City of Z

    The Party

    Curva praxiteliana

    Crónica de la quinta jornada de la 67ª edición del Festival de Berlín.

    Cinco son ya las jornadas en la edición número 67 del Festival Internacional de Cine de Berlín. Desde el pasado jueves, la Sección Oficial y las distintas secciones paralelas están demostrando un carácter variado, ecléctico en cuanto a sus propuestas, temas y procedencia de los filmes exhibidos. Al contrario que en otros certámenes, en Berlín es complicado intuir una línea definida en su programación; nombrar cuatro o cinco autores habituales que lo doten de una identidad concreta. Inmersos en este punto de la agenda, tal impredecibilidad puede ser interpretada como un rasgo no muy halagüeño. Vistas ya algunas películas dignas de mención, como la notable Una mujer fantástica, del chileno Sebastián Lelio, El mar la mar, de Joshua Bonnetta (joya de la sección Forum) o la interesante On body and soul, de Ildikó Enyedi —mención aparte para Trainspotting 2—, lo cierto es que esta edición de la Berlinale está ofreciendo pocos y más bien discretos resultados . El nivel de calidad general, en términos estadísticos, está preocupantemente por debajo de las expectativas. Podemos ilustrar esta situación poniendo como ejemplo el filme de la mañana de ayer. Abría la cuota de sección competitiva Bright nights, del turco-alemán Thomas Arslan; una mirada sobria y lacónica sobre el duelo de un hombre recién caído en la orfandad y su esfuerzo por evitar repetir con su hijo los errores de su fallecido padre. Con un planteamiento narrativo no especialmente original ni elementos destacables, no podríamos afirmar que se trata una mala película. Tiene algunos aciertos, como el buen uso de la contención y la sentimentalidad anticatártica, así unas actuaciones simplemente correctas. Sin embargo, como experiencia artística no cumple el objetivo de mantenerse en la memoria del espectador, no trasciende. Esto mismo parece observarse en el conjunto del festival: pocos destellos. Por lo tanto, el encuentro con gratas sorpresas provoca gran entusiasmo. Encuentros inesperados como el retorno a la dirección de Sally Potter. Cinco años después de Ginger & Rosa, la estadounidense ha reivindicado su permanencia en el panorama cinematográfico con The party, una cautivadora y cínica comedia negra con estructurada casi como pieza teatral, con una fotografía un montaje excelentes, en la que sus personajes —grandes actuaciones de Cillian Murphy, Patricia Clarkson o Kristen Scott Thomas, que podrían ser reconocidas en el palmarés— colisionan unos con otros, rayando el delirio, durante la celebración de una a priori tranquila reunión de antiguas amistades. El japonés Sabu también ofreció un ligero aumento en la calidad y el entusiasmo generales con su Mr. Long. Por otra parte, el neoyorquino James Gray ha presentado fuera de competición The lost city of Z, proyecto de tormentoso recorrido que finalmente hemos podido valorar. Las dudas generadas, las cuales no restaron ni un ápice de la elevada expectación en la crítica, se han despejado. La propuesta épica sobre el incansable explorador Fawcett en su búsqueda de una ciudad en el corazón de la Amazonía ha confirmado una vez más el talento de su director. Con un planteamiento clasicista y estilizado, cercano a Aguirre, la cólera de Dios o Apocalypse now, no desmerece ni ridiculiza sus fuentes de inspiración, aportando una lección de buena ejecución. Veremos qué nos deparan los próximos trabajos de Aki Kaurismäki y, sobre todo, Hong San-Soo.

    Bright Nights

    BRIGHT NIGHTS

    Helle Nächte, Thomas Arslan, Alemania / COMPETICIÓN.
    por Víctor Blanes Picó.

    Cierto es que las relaciones paterno-filiales siempre han sido una mina de oro para los cineastas. Puede que por ello, a estas alturas, exijamos algo más de cualquier historia que nos muestre a dos personajes que tratan de solventar el abismo que les separa. Thomas Arslan presenta a competición una película que parece estar aquí solo para cubrir la cuota de cine patrio (con esta, es la tercera vez que compite en la Berlinale). Solo por ello se entiende que una cinta tan plana y con tan poco que aportar se haya colado en la codiciada selección final. El problema de Helle Nächte no es que esté mal rodada o que los actores no estén a la altura; es, simple y llanamente, que no interesa. Michael (lacónico y contenido Georg Friedrich, a quien ya hemos visto, por ejemplo, en Aloys) es un trabajador de la construcción que debe viajar a Noruega para recoger las últimas pertenencias de su recién fallecido padre, a quien hace más de 5 años que no veía. En un intento de no repetir los mismos errores que su progenitor y empezar a tender puentes, decide llevarse consigo a su hijo adolescente, con el que tiene una relación distante. Pronto deja entrever la trama lo que quiere contar, por ello es más importante aún si cabe que la forma en la que lo haga sea estimulante y proponga un lenguaje visual propio. Pero Arslan no lo consigue. Y la sensación es que estamos ante una oportunidad desaprovechada, porque elementos a su alcance no le faltan. El vasto paisaje noruego queda desaprovechado, actúa como un simple escenario. No basta con incluir un larguísimo plano de una carretera de montaña que, poco a poco, va siendo devorada por la niebla. No basta con forzar una metáfora así hacia el final de la cinta cuando se ha descuidado que la imagen se integre en la historia de manera orgánica. Helle Nächte nos plantea el dilema ya conocido: confundir la lentitud y la pausa en la mirada con el aburrimiento y la monotonía. Así, este tempo, en lugar de aportar significado y ayudar a componer una puesta en escena que ahonde en la reflexión y en lo introspectivo, lastra al conjunto, que acaba arrastrándose hasta el final como si llevara a cuestas la inmensa losa del tedio. A todo ello contribuye también una planificación sencilla y canónica, que adolece del abuso del plano contra plano en las conversaciones. Uno tiene la sensación de que Arslan ha intentado situar su acción en Noruega para intentar absorber la cadencia a la que nos tiene acostumbrado últimamente el cine nórdico. En su caso, por desgracia, se queda en algo simplemente anecdótico. (40/100)

    The party

    THE PARTY

    Sally Potter, Reino Unido / COMPETICIÓN.
    por VÍCTOR BLANES PICÓ.

    La verdad, la mentira, los ideales, la ambición, la amistad, la política… Pararemos aquí, pero podríamos continuar enumerando la larga lista de asistentes que se dan cita en la fiesta a la que nos invita la directora británica Sally Potter. En principio, lo que parece una reunión entre amigos para celebrar el recién nombramiento como Ministra de Sanidad de Janet se va pareciendo cada vez más a una guerra abierta por estos inesperados invitados que nombrábamos. No hablamos de personas de carne y hueso, sino de sentimientos. Y puede que la traición sea el más desestabilizante de todos ellos. The Party (doble juego, en inglés, entre la fiesta y el partido político de la protagonista) nos presenta a unos personajes fuertemente marcados por sus ideas: la mujer que ha dedicado su vida a su carrera a la política y que ha llegado a la cumbre; el intelectual que ha dejado su trabajo como doctor universitario para que su esposa pueda triunfar; el idealista empedernido que no se ha dejado envenenar por el cinismo de su mujer… Todos acuden a la convocatoria en la que parece que lo único que les conecta es un filo hilo de amistad desgastado por los años. Potter concentra toda la acción en apenas 71 minutos y en tan solo 4 espacios: el salón, la cocina, el baño y el patio. Una concepción que evidencia la inherente teatralidad de la propuesta rodada en blanco y negro justo para subrayar la sencillez del gesto que quiere captar. Potter se mueve como pez en el agua por esta concisión espacial, esforzándose por encontrar el plano expresivo perfecto pero sin que su mano emborrone el conjunto. Pero lo que hace a The Party una cinta rotunda y tremendamente interesante son dos elementos clave. En primer lugar, un guion firmado por la propia directora que funciona como un reloj, con unos diálogos punzantes y certeros y un giro final inesperado apuntado justo en la última frase. En segundo lugar, unos actores en estado de gracia que saben entender a la perfección la caricatura de sus personajes para llevarlos hacia una naturalidad desbordante. Todos están soberbios: Kristin Scott Thomas, Bruno Ganz, Cherry Jones, Emily Mortimer, Cillian Murphy, Timothy Spall y una Patricia Clarkson que destaca del resto ya no solo por su interpretación, sino porque a ella le toca el papel más jugoso. (82/100)

    Mr. Long

    MR. LONG

    Sabu, Japón / COMPETICIÓN.
    por Miguel Muñoz Garnica.

    La base argumental de Mr. Long probablemente les suene. El hombre de vida errante, cercana al mundo criminal, que recala en una pequeña comunidad que le acoge, en la que desarrolla una relación con un niño que apela a sus instintos más paternales y termina por despertarle el consecuente deseo de protección ante los ataques exteriores mediante el único recurso que le es familiar: la fuerza. Hablamos del cogollo de Raíces profundas o Drive, por proponer dos ejemplos ilustres. Además, de una oscilación entre lo inocente y lo violento a la que la tradición del cine japonés de yakuzas no es ajena. En sus tonalidades se mueven, sobre todo, el comienzo y el final de la nueva cinta de Sabu. El Mr. Long del título es un asesino a sueldo taiwanés, que aparece inconsciente en un distrito deshabitado de Japón tras un “trabajo” con mal final. Sabu somete a su protagonista a una operación de vaciamiento llamativa, que explicita incluso un plano en el que su documento identitario es quemado, para introducirle en este espacio: sus líneas de guion casi pueden contarse con los dedos de la mano. Mr. Long se encuentra solo y sin techo en un lugar ajeno, en el que nadie habla su idioma. La primera conexión que crea es con un niño de madre taiwanesa que le empieza a prestar ayuda.

    En este punto, la cinta inserta el primero de sus giros tonales hacia la comedia irreal. Los vecinos de un barrio cercano, formando una pintoresca mini comunidad, irrumpen en el cuadro. Ante la imposibilidad del protagonista para autoexpresarse, se encargan de revestirlo con una nueva identidad asociada. Aprovechando el talento que Mr. Long muestra para la cocina, lo arropan rápidamente como grupo y le construyen un puesto de tallarines a domicilio que logra un éxito inmediato. Cocinar se convierte el nuevo, y único, lenguaje de su protagonista. Hablamos, para situarnos en un ámbito japonés, de un posible maridaje entre los yakuzas de Takeshi Kitano y su sintonía con lo infantil (es difícil no pensar en Kikujiro), y el Shohei Imamura de La anguila en lo que tiene de reivindicación del arropo de la pequeña comunidad y la dedicación al negocio humilde como vía de transformación vital. Con todo, el filme encuentra su identidad propia en la combinación de géneros y la querencia por la prolongación. Respecto a lo primero, a la deriva entre la violencia yakuza y la comedia irreal que señalábamos, habría que añadir los elementos melodramáticos que lo sazonan. Respecto a la prolongación, Mr. Long acota casi todo su discurrir (salvando un largo flashback no demasiado bien encajado) en escasos días de tiempo que narra con detenimiento. Lo curioso es que, a la vez, acelera los procesos de creación de relaciones entre los personajes. En ambos casos, el efecto es una antinaturalización de la lógica del relato: la elipsis que reduce la creación de lazos afectivos a tiempo fílmico no sucede por montaje, sino por lógica interna del relato. La apuesta funciona como un reloj. La sencillez de una trama que en el fondo se reduce a buenos, malos y un protagonista rehumanizado, la mezcla de géneros, el toque absurdo y el detenimiento encariñado con los personajes conforman una película notable. Y, pese a la distancia fría y la subversión de modos de contar más convencionales, muy emocionante. (70/100)

    The lost city of Z

    THE LOST CITY OF Z

    James Gray, Estados Unidos / BERLINALE SPECIAL.
    por luis enrique forero varela.

    El poder de la mitología y la épica provienen de la admiración. De la certeza de que alcanzar el absoluto, la perfección en las cosas, reside, sobre todo, en la voluntad. No en vano, los héroes clásicos más recordados desafiaron a deidades no abstractas y ubicuas, sino imperfectas y, de alguna manera, tan humanas como ellos mismos. Como los lectores y espectadores. Luego, contemplar una hazaña, una gesta de inconmensurable dificultad es, de hecho, participar pasivamente de ella; no negarse a sí mismo el potencial, como congénere, de tales empresas. Es por esto que el discurso del colonialismo se ha visto cíclicamente enaltecido por una apelación instrumentalizado a esta sensibilidad de Ulises, tan presente en el inconsciente colectivo. The lost city of Z procede de un lugar emocional muy cercano. El estreno del proyecto —por cierto, no exento de dificultades y retrasos desde su gestación en 2009— con el que el estadounidense James Gray regresa al panorama cinematográfico, provocó enorme expectación en la 67ª Berlinale, en cuya sala de proyección la prensa se hacinaba, ansiosa. Desde su debut en 1994, la ambición formal del cineasta ha aumentado considerablemente, de la mano de un progresivo refinamiento y dominio de los instrumentos como creador, manteniendo sin embargo una lógica ética propia. Por lo tanto, era perfectamente predecible tal curiosidad por parte de los espectadores. La adaptación a la gran pantalla del celebrado libro homónimo de David Grann aborda el empecinamiento incontenible del militar y explorador británico Percival Fawcett por allanar la profundidad de la selva amazónica en busca de una misteriosa civilización oculta entre Bolivia y Brasil. La materia narrativa, de tales proporciones, parecía contradecirse con el estilo de Gray, un director de interiores, de entornos más bien de proporciones reducidas y pocos personajes. Tras su exhibición, quien escribe estas líneas puede cuanto menos confirmar que el resultado ha demostrado su transición hacia la gran escala. La estructura argumental, lineal, parte de un punto A a un punto B, sin demasiadas florituras con la temporalidad; algo que, francamente, no desmerece el conjunto. Las elipsis economizan el metraje para centrarse en los aspectos más relevantes de este viaje, cuyo peso protagónico recae sobre Charlie Hunnam y Robert Pattinson. El trabajo de ambos demuestra una solvencia incuestionable, con semblantes contenidos que encajan a la perfección con el clasicismo del conjunto. Porque esta es una obra que brilla en la exposición sin sonrojarse de sus referentes, la grandilocuencia de Herzog y el preciosismo de Coppola, ambos con proyectos de magnitud similar. Cada plano, elaborado por el genial director de fotografía Darius Khondji demuestra una comprensión de cómo funciona la estructura de la Épica, dotando al filme de una belleza muy deliberada, sin excesos hiperbólicos, manteniendo además una cuidada atención al uso del color como termómetro de la tensión narrativa. The lost city of Z recrea la obsesión por los absolutos y la búsqueda de la gloria y la inmortalidad a pesar del fracaso sistemático; cualidades dignas de los dioses, quienes, al fin y al cabo, están hechos a nuestra imagen y semejanza —y no al contrario—. (78/100)

    Call me by your name

    CALL ME BY YOUR NAME

    Luca Guadagnino, Italia / PANORAMA.
    por Miguel Muñoz Garnica.

    Sobre la proyección de una escultura praxiteliana, el padre del adolescente protagonista de Call Me By Your Name comenta admirado: “Su perfección tiene algo de provocadora. Como si te incitara a desearla”. Pocos resúmenes mejores que ese de la que, por ahora, es uno de los grandes descubrimientos de esta Berlinale. La nueva obra de Guadagnino se deja bañar por las luces y colores de una Italia veraniega en los años ochenta para contagiar a su espectador el arrobamiento ante el estío puro. Estación que confluye en su esplendor con el despertar sexual de Elio, un adolescente que veranea junto a sus padres en una villa del norte italiano y que experimenta una creciente atracción hacia Oliver, estudiante siete años mayor que él acogido en la casa vacacional. En consonancia con el tiempo y el espacio, el romance naciente entre los dos muchachos se rodea de elementos dispuestos para recalcar el encanto del verano: las bicicletas, los chapuzones, los bañadores perennes, las luces de anaranjado brillante, los colores vivos, las comidas bajo la sombra de los árboles, la fruta (como los protagonistas) en su máximo apogeo de jugosidad… Al valor pictórico de los planos se añaden las resonancias de distintas capas de pasado histórico que Guadagnino añade casi en sordina: las callejuelas e iglesias ancestrales del pueblecito transalpino, las estatuas de la época clásica que estudian Oliver y el padre de Elio, o el pasado judío de la familia protagonista. Por último, la retracción a los ochenta imprime una distancia que termina de configurar la condición del relato como cuadro evocador de una realidad que es pasado irrecuperable a la vez que presente vivo.

    La apuesta de Guadagnino es el impresionismo en todas sus vertientes. Aparte de la captura perfecta de un pedazo de luz y tiempo, Call Me By Your Name es una película liberada de cualquier tipo de atadura ficcional. Liberada de un conflicto narrativo demasiado definido, de un discurso temático, o de cualquier atisbo de metáfora. No hay nada en ella que pueda darnos pie al análisis interpretativo concluyente, ni a la etiqueta, y eso es uno de los mayores elogios que podemos regalarle. Todos y cada uno de los elementos que configuran su cuidadísima composición están dispuestos con una ligereza que no puede ser más acertada. Desde el magnético Oliver (sensacional Armie Hammer, en cierto modo correspondiente con el Ralph Fiennes de Cegados por el sol) hasta las amplias capas de pasados que mencionábamos, sus aspectos más sugerentes lo son precisamente porque encajan con naturalidad en el cuadro sin necesidad de ser explotados con fines narrativos. Guadagnino parece incluso introducir una intervención propia a través del personaje del padre de Elio, que remata la composición con un pequeño alegato a favor del disfrute, de la entrega total al esplendor del amor estival, y a su recuerdo para reclamar su compañía en los futuros inviernos. (85/100)

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