La oscura bola de cristal se ha convertido en un espejo
crítica ★★★★ de la tercera temporada de Black Mirror.
#1 / Reino Unido, 2016. Título original: «Nosedive». Director: Charlie Brooker, Joe Wright. Guion: Michael Schur. Productora: Netflix UK. Reparto: Bryce Dallas Howard, Alice Eve, Cherry Jones, James Norton, Alan Ritchson, Daisy Haggard, Susannah Fielding, Michaela Coel, Demetri Goritsas, Kadiff Kirwan, Sope Dirisu, Clayton Evertson. Música: Max Ritcher. Fotografía: Seamus McGarvey. Duración: 63 minutos. #2 / Reino Unido, 2016. Título original: «Playtesting». Director: Charlie Brooker, Dan Trachtenberg. Guion: Charlie Brooker. Productora: Netflix UK. Reparto: Wyatt Russell, Hannah John-Kamen, Wunmi Mosaku, Ken Yamamura, Elizabeth Moynihan, Jamie Paul. Música: Aaron Morton. Fotografía: Bear McCreary. Duración: 57 minutos. #3 / Reino Unido, 2016. Título original: «Shut up and dance». Director: Charlie Brooker, James Watkins. Guion: Charlie Brooker, William Bridges. Productoras: Netflix UK. Reparto: Alex Lawther, Jerome Flynn, Natasha Little, Hannah Steele, Camilla Power, Paul Bazely, Sarah Beck Mather, Frankie Wilson, Leanne Best, Susannah Doyle. Música: Alex Heffes. Fotografía: Tim Maurice-Jones. Duración: 52 minutos. #4 / Reino Unido, 2016. Título original: «San Junipero». Director: Charlie Brooker, Owen Harris. Guion: Charlie Brooker. Productoras: Netflix UK. Reparto: Mackenzie Davis, Gugu Mbatha-Raw, Gavin Stenhouse, Adele Armas, Paul Blackwell, Leigh Daniels, Paul Kitson, Jeff Mash, Raymond McAnally, Nick Donald. Fotografía: Gustav Danielsson. Duración: 51 minutos. #5 / Reino Unido, 2016. Título original: «Men against fire». Director: Charlie Brooker, Jakob Verbruggen. Guion: Charlie Brooker. Productoras: Netflix UK. Reparto: Malachi Kirby, Madeline Brewer, Ariane Labed, Sarah Snook, Michael Kelly, Kola Bokinni, Law Gutierrez, Loreece Harrison, Phil Hodges, Paul Low-Hang, Kavé Niku, Toby Oliver, Brent Phebey, Thomas Thoroe. Música: Ben Salisbury, Geoff Barrow. Fotografía: Ruben Impens. Duración: 60 minutos. #6 / Reino Unido, 2016. Título original: «Hated in the nation». Director: Charlie Brooker, James Hawes. Guion: Charlie Brooker. Productoras: Netflix UK. Reparto: Kelly Macdonald, Faye Marsay, Tom Ashley, Lasco Atkins, Charles Babalola, Elizabeth Berrington, Michael Bott, Thomas Dominique, Ty Hurley, Matheus Mirek, Duncan Pow, Benedict Wong. Música: Martin Phipps. Fotografía: Lukas Strebel. Duración: 89 minutos.
Antes de sumergirnos en la tercera temporada de Black Mirror, esa serie/realidad paralela diseñada por Charlie Brooker que tantas revelaciones íntimas nos ha proporcionado, deberíamos preguntarnos qué es exactamente lo que ha impactado, impacta y sigue impactando en nosotros; de modo que acudamos a sus líneas de guion como si fueran una suerte de bola de cristal con carácter tipográfico. Básicamente, qué muestra la ficción que nos activa ciertas alarmas cerebrales, situándonos en una posición de, o bien preocupación por su más que posible aptitud premonitoria; o bien indiferencia, nacida de una extraña capacidad para observar nuestro futuro racial —y nos referimos al ser humano uniformemente— desde una óptica apocalíptica. Por un lado, encontramos una razón de peso en el morbo, provocado por un producto diseñado para avisarnos del peligro que corremos si seguimos subiendo en esta escalera tecnológica-cambiante en la que se ha transformado nuestra vida. En otro eje, partimos de la distancia irónica, desde el primer capítulo, como actitud ante lo que Brooker y el equipo de guionistas nos proponen: De acuerdo, quizá sea terrible que el futuro social de una persona dependa, enteramente, de la puntuación que atesore en una aplicación (en la que absolutamente todo el mundo puede calificar en base a la primera impresión), pero nos recuerda demasiado a las fórmulas del clásico *fracaso/éxito se hacen amigos por conveniencia* de las comedias norteamericanas como para comprar su argumento. En otras palabras, nuestra percepción varía en dos planos de realidad que oscilan desde el punto A, o aferrarnos a la creencia, hasta el punto B, o encomendarnos al escepticismo como protección. De alguna manera, esto tiene todo que ver con lo que hacemos rutinariamente a través de las redes sociales. O nos imbuimos en ellas para recrear nuestro yo idealizado, quedándonos para siempre con esa falsa versión de nosotros mismos; o decidimos apartarnos de sus cantos de sirena, viviendo la realidad como nuestros antepasados más cercanos.
Precisamente, en mitad de ese galimatías existencial del que somos muy poco conscientes, trata de colocarse Brooker para gritarnos lo imbéciles que somos por quedarnos con la parte superficial de unas tecnologías que, aunque nos neguemos, están cambiando el mundo: las IAs o Inteligencias Artificiales. Es cierto que Black Mirror se ha convertido en una serie aparentemente blanca, con menos dobleces. No obstante, en ningún momento ha abandonado el carácter pesimista de sus dos primeras temporadas (más el especial de Navidad de 2015, Blanca Navidad). Lo que ocurre no es tanto un problema de la ficción como de nosotros mismos, si es que se le puede llamar "problema" al haber dado tantos grandes pasos como para dejar rezagada a una idea como esta. Quizá sea la primera vez que, a todos los efectos, la ficción se ha erigido como verdadero 'espejo negro' de nuestro temible presente. Volviendo a la analogía del primer párrafo, podría admitirse que los siete episodios anteriores a la última temporada funcionaron como una bola de cristal con humo negro y maldiciones en su interior. La bola de cristal, ahora es un espejo. Cuando menos, eriza el vello. Años después de su primer lanzamiento en la BBC, Brooker trabaja para Netflix y no nos permite mirar sus creaciones desde la ironía, sino desde la hiperrealidad, porque nuestro exceso de uso hace tiempo que comenzó a funcionar como un anticuerpo para el cerebro, amaestrado para cada vez sorprendernos menos. El paisaje costumbrista ha cambiado por completo.
«Se trata de situar al individuo como cómplice de un crimen antropológico sin precedentes, de hacerle protagonista absoluto de su propio devenir. Culpable, directo a un purgatorio que, quizá, no consiga superar. Sobre todo porque la muerte está integrada en las reglas, pero no trasciende al juego. Ya no existen filosofías o religiones que nos adocenen, ahora solo somos nosotros ante lo que más hemos querido en nuestra vida: volver a empezar, aprovechar los recuerdos para someterlos a nuestros deseos tecnológicos. Regresar a ese momento, eternamente».
En Nosedive (3x01), se plantea un escenario en el que si tardas demasiado en elegir qué tipo de pan quieres para el almuerzo y, además, el panadero nota que tuviste una mala noche, tu estrato social puede bajar hasta tal punto que, al final del día, seguramente te encuentres compartiendo fuego y cartón con los indigentes a los que antes no te acercabas ni en tus peores pesadillas. Puntuar en base a la apariencia, en una app que lo almacena todo para que recuerdes, ya estés en la cresta de la ola o en la orilla después de un revolcón, que la sociedad ya no está interesada en tus dilemas morales. Un argumento basado en las redes sociales que, casi simultáneamente, se hizo realidad. En octubre de 2015, Nicole McCullough y Julia Cordray comenzaron a comercializar Peeple, una aplicación diseñada para facilitarle a los seres humanos (como entidad homogénea) la búsqueda de grupos afines en los que poder calificar y/o clasificar a sus integrantes según sus intereses, y en distintos sectores: amoroso, profesional o meramente amistoso. De forma que —se sospecha, por influencia del episodio— volvemos a la realidad en la que puedes destrozarle la vida (virtual, que a estas alturas es casi como hacerlo realmente) a un desconocido que ha tocado el claxon demasiadas veces. Al constatar, después de varias semanas, que la aplicación corría el peligro de ser conquistada por usuarios no deseados, las creadoras realizaron un impasse en el que reforzaron los canales de actuación que podrían utilizarse para manipular la identidad de la red social y transformarla en un lugar para acosadores.
Después de ese parón, similar al que sufre un deportista de élite que quiere volver a la cima sin la suficiente fe, Peeple se quedó en un simulacro de lo que hay que imaginar para trascender las barreras de gigantes como Youtube, Twitter, Facebook u OKCupid. Aunque ha quedado como una anécdota que anotar en artículos, referencias y listas de trivial, lo cierto es que detrás de esa idea —tanto la ficticia como la real— se esconde el nexo con las dos primeras. Twitter y Youtube nos inducen a reconocernos como valor numérico. Mientras que en la plataforma de los 140 caracteres nos educan a sumar seguidores sin descanso, en la piedra fundacional del video viral se opta por las vistas y los suscriptores (que, en realidad, vienen a ser seguidores bajo otro pseudónimo). Ahora nos damos cuenta de que las matemáticas siempre estuvieron tres pasos por delante. Nosedive, protagonizado por una Bryce Dallas Howard superlativa, está edificada sobre las preguntas específicas que somos incapaces de responder con atino: ¿Qué porcentaje de culpa tenemos en que varias plataformas hayan cambiado nuestra manera de vivir diariamente? ¿Ahora sí, una imagen vale más que mil palabras (y ahora sí, somos un grupo que luchamos por que nos añadan al montón bueno de etiquetas cool)? ¿Estamos cerca de que esos dos planos de realidad converjan definitivamente y nos lleven a la ruina como sociedad?
Aventura Real vs Aventura Virtual
Uno de los elementos tecnológicos que de mejor manera ensambla con determinados sectores de las redes sociales son los videojuegos. Ya no solo se trata de rellenar un formulario con datos no-del-todo correctos y soltarlo en un mar de nicks. Gracias al gaming, podemos aplicar nuestras frustraciones a los códigos de un juego deportivo, bélico o, incluso, artístico. Digamos que es un paso más hacia la desorientación existencial absoluta. En Playtesting, una pieza de terror interactivo, se baraja la siguiente premisa: Eh, que en esta magnífica recreación no-real de una casa encantada puedes ser tú mismo a nivel físico, pero sin perder el punch de tu Yo virtual. Por ejemplo, si matas a ese otro avatar, no ocurrirá nada cuando regreses a tu rutina de trabajo normal. Pero, cuidado, porque has estado más cerca de experimentar qué se siente. El protagonista es un joven aventurero que se lanza a un viaje totalmente distinto a los que ha vivido en los últimos meses. Será el ratón de laboratorio para una versión beta de un videojuego terrorífico, cuya tecnología, quién iba a pensarlo, le funde los plomos. ¿Acaso no estamos cerca de mezclarnos con lo virtual hasta el límite de lo irracional? ¿No es un peligro querer vivir al otro lado, como si en Origen, Christopher Nolan hubiese empleado capas de realidad alternativa, en lugar de sueños, para llegar al subconsciente? Estamos a punto de no saber discernir entre un mundo y otro. Lo que pretende enseñarnos Brooker en este segundo capítulo es una metáfora bastante obvia sobre el poder psicológico frente al físico; mientras el segundo se corresponde con la infraestructura, el primero sostiene las claves de nuestra existencia.
La vigilancia masiva como herramienta de castigo
Ojalá todo terminase ahí, pero Brooker sigue empeñado en decirnos cómo encontrar los ahora difusos límites entre la realidad real y la realidad aumentada. Uno de los choques de trenes tecnológicos más famosos fue el protagonizado por los avatares ocultos de internet y los archivos que WikiLeaks y Edward Snowden filtraron sobre vigilancia masiva. Todos aquellos usuarios en las sombras, ajenos a conflictos de mayor calado que una simple modificación en los gustos culturales, la altura y los intereses vitales, estaban siendo controlados por un gigante de la seguridad como la NSA. Ese yo creado a base de mentiras y datos diametralmente opuestos a nuestro yo veraz estaba en peligro. No solo eso, sino que también podrían quedar al descubierto los secretos de ese avatar juguetón que se pasea por páginas no seguras a altas horas de la madrugada. Rápida y sutilmente, como web-ninjas, una oleada de estafadores iniciaron un proceso de reeducación carísimo para sus alumnos predilectos: O ingresas esa grandiosa cantidad de dinero aquí, o desvelamos tus fetiches sexuales allá donde aparezca tu nombre. Shut up and dance capta esa filosofía de internet y la adapta con códigos thrillerianos. ¿Sería capaz esa disociación entre los dos modelos vitales de llevarnos hasta la exclusión? Una vez más, el error está en no saber enfocarlo como una herramienta para erradicar delitos (de todos los niveles), y sí usarlo como método de castigo por cuenta ajena para, de camino, ingresar un puñado de dólares en una cuenta off-shore. De hecho, Brooker lleva a sus personajes hasta un límite en el que ya no importa quién está detrás de todo, porque siempre se ha tratado, exclusivamente, de pasar desapercibido.
Cuando la realidad aumentada explota en nuestra cara
Para comprender mejor cómo Black Mirror ha sufrido una regresión desde el futuro hacia el presente, remitámonos a un ejemplo. Cuando a Stripe se le cortocircuita su lente (desarrollada por la institución militar en la que se encuentra en formación), descubre que no había sido él el culpable de diseñar una versión de sí mismo que aniquilara a otros seres humanos, sino que le habían manipulado a tal profundidad que, ni en un mundo rodeado por inteligencia artificial, pensaba que pudiera estar siendo pasto de la ignorancia. Mediante un guiño a Google X, la instalación secreta situada a pocos kilómetros de la sede central de Google en Mountain View, en la que los ingenieros diseñan nuevos gadgets como Google Glass (o gafas de realidad aumentada muy, muy, muy parecidas a lo que Brooker enseña en el quinto episodio), Man against fire nos habla sobre lo importantes que son para el ser humano los dilemas morales, y el hándicap que éstos suponen para los dueños de este escabroso show bélico que resume la Historia del Mundo. Si no experimentásemos las consecuencias de nuestros actos, ¿de qué seríamos capaces? De todo. Porque si te educan en la supervivencia, sobrevives. Y si te educan en el genocidio, te transfiguras quizá no en un genocida, pero sí en una criatura aséptica e insensible a todos los niveles. A partir de esa base, edificada sobre la disciplina y una tecnología que permite distorsionar la verdad, desarrolla Brooker su reflexión. Esa confusión entre los dos mundos no sólo provoca ignorancia, sino que fomenta la pasividad en el ser humano, hasta el límite de justificar los crímenes de guerra como un mal menor para un plan maestro mucho más grande. Se trata, en otras palabras, de mover a los peones sin que éstos se percaten de que marchan hacia un precipicio, cargando con un centenar de muertos a la espalda.
Un hashtag para dominarlos a todos
A punto de entrar en 2017, no es descabellado pensar en Twitter como arma para levantar ampollas dolorosas, volcar la ira e incluso crear movimientos a favor o en contra de cualquier otro. Llevarlo hasta el enfrentamiento directo, desde el mundo virtual, hacia la realidad. Sin aumentos, meridiana. Por lo tanto, no se antoja nada distópico un mundo en el que abejas robóticas inteligentes nos mantienen con vida, mientras la empresa creadora cada vez se hace más poderosa. Pero, ah amigo, al igual que en Shut up and dance, el hacker —ya empieza a ser un peligroso leitmotiv en el sci-fi contemporáneo— hace su brillante aparición adquiriendo el control sobre esas inteligencias artificiales, y convirtiendo a la red social en su particular sala de juegos. El hashtag como señuelo para que los denominados haters, a los que después se les aplicará la guillotina, salgan de las cloacas. Como si todo el bienestar se transformara en una nebulosa de terror que comenzase a despejar del mundo virtual a esos cascarrabias que han encontrado una grieta por la que deslizarse a otro plano de realidad. Hated in the nation actualiza al lenguaje de los tiempos la ya clásica figura del castigador o, mejor dicho, del tiburón que se come al resto de peces depredadores. La red social es un simple anzuelo. El peligro sigue estando en los fondos oceánicos.
Todos queremos vivir eternamente (en nuestro mejor recuerdo)
Black Mirror acota el margen de error retorciendo la estructura de la propia temporada, de modo que San Junípero, cuarto episodio, se eleva como la historia que engloba a todas las demás. Un romance existencialista alejado de las fórmulas que han encumbrado a la ficción. Esta vez, Brooker trabaja con términos mundanales para explicarnos el amor, la pasión, la homosexualidad y los miedos como un proceso vital, conjunto, desde el infierno (que se correspondería con el Quagmire) hasta lo beatífico (en este caso, la playa). En cierto modo utiliza la tecnología como un pretexto para colocarnos en una matriz de almas errantes, quienes desean vivir para siempre, pero en un momento congelado de su vida, como esa foto de tu ex sonriendo sin doblez, cuando todavía erais felices. San Junípero aúna todos los estratos sociales desprendidos durante la tercera temporada, funciona como hilo conductor de todas las ideas con las que Brooker nos proyecta en su ficción. Algo así como una simplificación que nos haga entender hasta dónde llega nuestro deseo por renacer constantemente. Se trata de situar al individuo como cómplice de un crimen antropológico sin precedentes, de hacerle protagonista absoluto de su propio devenir. Culpable, directo a un purgatorio que, quizá, no consiga superar. Sobre todo porque la muerte está integrada en las reglas, pero no trasciende al juego. Ya no existen filosofías o religiones que nos adocenen, ahora solo somos nosotros ante lo que más hemos querido en nuestra vida: volver a empezar, aprovechar los recuerdos para someterlos a nuestros deseos tecnológicos. Regresar a ese momento, eternamente. Ahí estamos nosotros, apilados en un rack, esperando volver a bailar los grandes éxitos de ‘Kool and The Gang’. Olvidando aquel tiempo en el que, maldita sea, nuestros secretos se quedaban en ese oscuro pub con olor a alcohol y ganas de quemar los discos del DJ. | ★★★★ |
Mario Álvarez de Luna Costumero
© Revista EAM / Madrid