Posesión infernal
Que el cielo la juzgue (Leave Her to Heaven, John M. Stahl, Estados Unidos, 1945).
John M. Stahl (Bakú, Imperio ruso, 1886-Hollywood, 1950) es a pesar de su extensa filmografía un director de cine clásico poco conocido. Procedente del teatro, debuta en el periodo mudo llegando a rodar una veintena de largometrajes entre 1918 y 1927, de los cuales muchos se han perdido. A lo largo de buena parte de su trayectoria, Stahl cargó con la etiqueta de “artesano de los grandes estudios con una personalidad poco definida”, pero de un modo muy hábil supo especializarse en adaptar novelas con todos los ingredientes del folletín. Como ejemplo, dos de las más notables adaptaciones que realizó: Imitación a la vida (Imitation of Life, 1934) y Sublime obsesión (Magnificent Obsession, 1935), ambas más recordadas por la posterior traslación que en los 50 rodase Douglas Sirk. Especializado en melodramas y con el honor de haber sido uno de los 36 fundadores de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, en 1943 firma un contrato con la Fox, estudio para el que dirige casi una decena de películas restantes, la última en 1949. De esta etapa, uno de sus trabajos más populares y logrados es, sin duda, Que el cielo la juzgue, su primera película en color. Un híbrido entre el melodrama más excesivo y el cine negro con pérfida protagonista (Gene Tierney), una mujer capaz de destruir a todo aquel que se interponga entre ella y el objeto de su obsesión. Cabría destacar, antes de adentrarnos en su fascinante narrativa, el uso que el color juega en el filme, muy novedoso para la época. Por aquel entonces, el color apenas se utilizaba para un filme de estas características, y mucho menos para uno con tintes noir. No en vano, Martin Scorsese, enamorado del filme, lo definió en su documental sobre el cine norteamericano como: “cine negro en rutilante technicolor”. Y es que el colorido que despliega Leon Shamroy —y que le valió el Óscar a mejor fotografía de ese año— es impresionante. Por medio de esta técnica, refulgen vistosos y hasta casi irreales desde el maravilloso vestuario del que hace gala Gene Tierney (repleto de azules y rosas), el verde encendido de los paisajes naturales o el excesivo maquillaje que luce el protagonista masculino (Cornel Wilde). Todo parece salido de una fantasía que, como veremos, tiene mucho de pesadilla.
Atrevida e icónica
Además de por su uso de color, como bien explica Augusto M. Torres en El cine norteamericano en 130 películas, la película también debe parte de su fama a su capacidad para sortear el estricto código Hays. En su trama, adaptada de la novela homónima de Ben Ames Williams, podemos encontrar desde un asesinato a sangre fría y un aborto intencionado, hasta un suicidio, todo ello procurado por una mujer atacada por el mismo mal que padecía el Otelo de Shakespeare. Obviamente, una de las razones de que esquivase la censura es porque estas tropelías son castigadas con su muerte. Pero incluso así, este habitual recurso (utilizado para aleccionar contra aquellos comportamientos femeninos que se saliesen del patrón establecido, ya saben, el rol de novia cándida, esposa y madre ejemplar) resulta aquí menos triunfal. La muerte de Ellen no es el acto justiciero de un pobre hombre enredado en su tela de araña, no. En el colmo de lo retorcido, su defunción es planificada por ella misma para poder inculpar a su prima (Jeanne Crain), personaje del que siempre se sintió celosa. En este sentido, el guion de Jo Swerling puede resultar para algunos un poco exagerado y novelesco, pero no hay discusión en su atrevimiento, audacia y capacidad de sugerir temas controvertidos, algunos de ellos relacionados con la alcoba. Un ejemplo es la escena en donde Ellen, recién despertada, se acerca como una diosa a la cama de su marido. Son los 40 y las camas aún están separadas. Tras unos castos besos y palabras que suenan bonitas pero que ya indican el carácter de Ellen, “Ojalá pudiera estar las 24 horas contigo”, son interrumpidos por el hermano menor de Richard, quien duerme en la habitación de al lado. Este hecho, el no poder disfrutar de su intimidad como pareja, será decisivo para que Ellen emprenda el camino del mal y decida eliminar a todo aquel que le estorbe.
“Que el cielo la juzgue es un híbrido entre el melodrama más excesivo y el cine negro con pérfida protagonista (Gene Tierney), una mujer capaz de destruir a todo aquel que se interponga entre ella y el objeto de su obsesión.”
A pesar de que estamos ante una villana de manual, interpretada con poderío por una actriz de la que el gran Terenci Moix dijo que pertenecía a “una raza zoológica superior por su mirada felina, sus andares ambiguos, el etéreo movimiento de sus manos…”, resulta de lo más estimulante por alejarse del patrón de las femme fatales de ese período. Ellen, de indudable belleza y magnetismo, no busca cautivar a un hombre para que actúe de forma autodestructiva, tampoco se regocija de su descenso a los infiernos como hiciera otra morena legendaria, la Kitty March de Perversidad (Scarlet Street, Fritz Lang, 1945). Nuestra protagonista podría emparentarse más bien con otras mujeres fatales que ha dado el cine posterior; como el personaje de Glenn Close en Atracción fatal (Fatal attraction, Adrian Lyne, 1987) o más recientemente el de Amy en Perdida (Gone Girl, David Fincher, 2014), una Ellen más evolucionada si cabe si hablamos de planes maquiavélicos. Con ellas, Ellen comparte una serie de características que las convierten en unas auténticas perturbadas: celos enfermizos, una obsesión agotadora y un control desmesurado hacia el ser amado. Todo esto les lleva a desquiciarse más y más y a desplegar todo su potencial asesino. En defensa de estas chicas, diremos que el cine siempre ha sentido fascinación por estas mujeres enloquecidas, aunque en la vida real sea otro cantar. En el caso que nos ocupa, desde un principio, los diálogos nos alertan de que tras esa exquisita fachada se esconde una mujer peligrosa, aquejada de un serio complejo de Electra. Una mujer que en palabras de su familia, el círculo que mejor la conoce y la sufre, “siempre gana”. En efecto, Ellen siempre se sale con la suya. Por eso, tras enamorarse de Richard debido al gran parecido de este con su padre, no le cuesta mucho plantar a su prometido (Vincent Price) y pedirle matrimonio al primero, casi un perfecto desconocido. La pedida de matrimonio es curiosa porque el pobre de Richard ni se lo había planteado, pero ante un beso apasionado de Ellen opone poca resistencia. De nuevo, el sexo está implícito. La película es icónica por incluir varias secuencias que han quedado grabadas en la memoria de todo cinéfilo. Corresponden a tres momentos clave que hemos mencionado anteriormente: el asesinato del hermano pequeño de Richard, ahogado en el lago ante la pasividad de Ellen, quien lo deja morir de un modo frío y aterrador, el aborto con el que busca desprenderse de “un monstruo” que nunca quiso, así como su suicidio por envenenamiento. Estos momentos estarán unidos para siempre a una actriz de la que recientemente se cumplieron 25 años de su fallecimiento, una Gene Tierney que vio recompensado su trabajo con una nominación al Oscar a mejor actriz. Se lo birló Joan Crawford, que también estaba espléndida en Alma en suplicio (Mildred Pierce, Michael Curtiz), pero su personaje quedará en los anales de esas malas del celuloide que tanto nos hacen disfrutar.
María José Agudo
© Revista EAM / Badajoz
Ficha técnica
Estados Unidos, 1945. Titulo original: Leave Her to Heaven. Director: John M. Stahl. Guionista: Jo Swerling, basada en la novela de Ben Ames Williams. Producción: 20th Century Fox (William A. Bacher y Darryl F. Zanuck como productor ejecutivo no acreditado). Technicolor. Fotografía: Leon Shamroy. Música: Alfred Newman. Montaje: James. B. Clark. Dirección de arte: Maurice Ransford y Lyle R. Wheeler. Vestuario: Kay Nelson. Reparto: Gene Tierney, Cornel Wilde, Jeanne Crain, Vincent Price. Duración: 111 minutos. CARTEL OFICIAL.