El don de la mirada oblicua
crítica ★★★★★ de La vida de Calabacín (Ma Vie De Courgette, Claude Barras, Suiza, 2016).
La culpa es de Walt Disney. No específicamente el empresario, el gran icono pop. No; Walt Disney™. La marca. La empresa que supo capitalizar gran parte de la tradición oral y escrita de medio mundo, apropiándose a su antojo del patrimonio ajeno, con un ímpetu similar al colonialismo de cualquier monarquía absolutista europea. A lo largo de los años, desde la invención de la Linterna Mágica en el siglo XVII, se popularizó el término “animación”, del latín animatio, con el lexema “anima”, que, tras un par de giros etimológicos, significa “respiración”. Significa “vida”. Cohl o Méliès perfeccionaron la espectacular posibilidad de crear vida, de mover las imágenes a voluntad. Esta actividad, a priori digna de dioses creadores, ofreció un interesante producto explotable en la creciente expansión mundial estadounidense, cuyos más inteligentes emprendedores capitalizaron todo cuanto se presentó ante sus ojos. Puede que también haya tenido un papel importante la moral católica en la concepción del niño —eso sí, bautizado— como un ser puro e inocente. Pero lo cierto es que los animales antropomórficos de ojos grandes, entre otros rasgos psicológicamente explicables como inspiradores de diversas reacciones por obra de un instinto antediluviano, se alzaron como el principal reclamo de las familias de la incipiente sociedad de consumo. Formas redondeadas, música amable, cierta dosis de slapstick chapliniano y la fórmula resultó perfecta. Y, claro, cuando se secó la fuente de la inspiración, el siguiente paso se desveló como una obviedad incuestionable: la Literatura. La Literatura en un sentido amplio, abarcando la mitología clásica oral, la tradición juglaresca medieval, el teatro inglés del XVII y la narrativa infantil de los siglos XVIII y XIX, la tradición oral precolombina… La lista es interminable. Y, desde luego, para evitar perder una muy lucrativa franja etaria, se procedió a una muy concienzuda censura, alteración, reinterpretación parcial o total de estas fuentes citadas, prácticamente sin ningún escrúpulo. Así se produjo el desarrollo de los acontecimientos hasta provocar la germinación, en el inconsciente colectivo, de dos medias certezas: 1) Los niños gozan de una inocencia casi fronteriza con la idiotez; 2) La animación es esencialmente un espacio no-adulto. Incluso en los tiempos recientes, en las últimas tres o cuatro décadas esta falsa creencia se ha mantenido con fuerza, a pesar de la incipiente llegada de la animación japonesa y su ultraviolencia, de la fusión entre el videoarte, el dibujo y la psicodelia, o la aparición de plataformas televisivas casi underground. Frente a la comedia negra dibujada, la pornografía dibujada, el omnipotente influjo de la Disney™ era imparable.
En el occidente estadounidense más mainstream (ni siquiera llegamos a mentar la importancia de MTV o la fabulosa plataforma de difusión Locomotion), gran parte de la relativa apertura que ha tenido esta industria se ha debido precisamente al gigante norteamericano. La mano que todo lo da y todo lo quita. La concesión a su subsidiaria Pixar ofrecería a mediados de los años noventa lo que sería considerada una revolución en el sector, con intención de ampliar el target hacia un público más heterogéneo. Por el camino, otro gran sector de la animación obtuvo la mitad del reconocimiento, pero se transformó en un fenómeno de cultura pop —salve la contradicción— gracias a toda una generación que creyó ver la mano de Tim Burton en el trabajo de Henry Selick. Aun así, esto favorecería a Selick y al loable empuje de un estudio conocido como Will Vinton, que se convertiría en Laika, ya en el nuevo siglo, para continuar una renovación en el género, sobre todo por la interesante propuesta de devolverle a los niños el derecho a la inteligencia, sin olvidar otorgarle también un elemento atractivo a la generación antecedente, quienes pagan la entrada del cine. En este clima, más alejado de los derroteros de los hoy archiconocidos Pixar o Dreamworks, se inscribe esta aparentemente modesta producción franco-suiza, la que quizás puede ser una de las películas más interesantes de la década. Detrás de La vida de Calabacín (2016) se encuentra algo así como una santísima trinidad de la actualidad cultural francófona: la novela original del premiado Gilles Paris (no confundir con el Gilles de Paris del siglo XIII); por otra parte, la adaptación para largometraje por obra de Céline Sciamma, cuyo trabajo en Tomboy (2011) o Les revenants (2012-2015) brilla con luz propia; y finalmente, la mano del director Claude Barras, enfrentado a su primer largometraje, tras una interesante carrera en el formato de corta duración. Al igual que hacía Spike Jonze en el año 2009 con una excelente adaptación —no exenta de polémica— de la inmortal obra de Maurice Sendak, la principal virtud del trío Paris/Barras/Sciamma/ es no subestimar al espectador; tratarlo con el respeto que se merece. A partir de esta premisa, el resultado no podría ser más satisfactorio.
«Cada uno de los elementos visuales, narrativos, sonoros y metacinematográficos está cuidado hasta el extremo; lo cual denota no solo un perfeccionismo obsesivo, sino el trabajo apasionado de un grupo de talentosos creadores, que demuestran cómo es posible construir complejos entornos emocionales sin olvidar apelar a esa gran cualidad que solo los niños demuestran sin complejos: la capacidad de observar alrededor con una mirada de pura curiosidad y libertad imaginativa sin el estigma del prejuicio. Una lección de cine con mayúsculas».
Una banda sonora sobresaliente, obra de la alemana Sophie Hunger —versión de Noir Desir incluida—, envuelve con tremenda delicadeza el modelado de cada uno de los personajes —porque, de hecho, lo son— del filme. Un prólogo sumamente rico en detalles y, empero, de una sutileza ejemplar, presenta en menos de cinco minutos la asfixiante situación del pequeño Icare (Gaspard Schlatter) —ojo a la referencia—, alias “courgette” (“calabacín”, en francés), quien sobrevive en un entorno enrarecido por la miseria de su drama familiar gracias a una melancólica pulsión creativa y una inocente interpretación de los hechos. La fragilidad que exhibe el rostro del niño solo nos permite aplaudir un excelente trabajo plástico en la animación de rostros y en la creación de un universo propio absolutamente inmersivo. La oscura desesperación disfrazada de casualidad separa a Courgette de su madre y lo lleva a construir una nueva vida en una institución pública que comparte con niños como él, sin nadie más a quién acudir. La descripción que hace el colérico Simon (Paulin Jaccoud) de las circunstancias de cada uno de sus compañeros despliega la honesta brutalidad de la que solo son capaces aquellos que están nombrando el Mundo por vez primera. Cada uno de los niños porta un terrible estigma, de dimensiones inenarrables; y, sin embargo, la rutina diaria les ofrece pequeños placeres, alegrías ocasionales y la tranquilidad de la compañía mutua. La llegada de la pequeña Camille (Sixtine Murat), quien también oculta un episodio de violenta orfandad bajo el brazo, lleva a ampliar la concepción de los personajes. El espectador se ve involuntariamente inmerso en un bellísimo torrente de existencialismo, y la clarividencia llega con las sencillas palabras del buen oficial Raymond, figura paterna de los pequeños olvidados, mientras le enseña a Courgette una fotografía de su hijo. Ante la sorpresa del crío, el hombre contesta desgarradoramente “a veces los hijos también abandonan a sus padres”. Es esta la sombra que gira sobre el filme como una certeza inevitable: todos estamos solos. Y es tan sobrecogedora la belleza artesanal, la profunda carga discursiva y la emocionante sencillez narrativa, que causa desencanto su escasa duración. Pues este cosmos melancólico ejerce una atracción poderosísima, digna del mejor Michel Gondry, del mejor Don Hertzfeldt. Cintas como La vida de Calabacín devuelven la dignidad y la legitimidad a la noble convergencia de la escultura y el lenguaje audiovisual. Cada uno de los elementos visuales, narrativos, sonoros y metacinematográficos está cuidado hasta el extremo; lo cual denota no solo un perfeccionismo obsesivo, sino el trabajo apasionado de un grupo de talentosos creadores, que demuestran cómo es posible construir complejos entornos emocionales sin olvidar apelar a esa gran cualidad que solo los niños demuestran sin complejos: la capacidad de observar alrededor con una mirada de pura curiosidad y libertad imaginativa sin el estigma del prejuicio. Una lección de cine con mayúsculas. | ★★★★★ |
Luis Enrique Forero Varela
© Revista EAM / 54º Festival de Gijón
Ficha técnica
Suiza, Francia, 2016. Título original: Ma vie de courgette: Director: Claude Barras. Guión: Céline Sciamma, Gilles Paris. Fotografía: David Toutevoix. Música: Sophie Hunger. Duración: 66 minutos. Productora: Rita Productions / Blue Spirit Animation / Gébéka Films / KNM / Radio Télévision Suisse / France 3 Cinéma / Rhône-Alpes Cinéma. Montaje: Valentin Rotelli. Diseño de produccion: Théo Ciret. Diseño de vestuario: Christel Grandchamp, Vanessa Riera. Dirección Artística: Ludovic Chemarin. Intérpretes: Gaspard Schlatter, Sixtine Murat, Paulin Jaccoud, Michel Vuillermoz, Raul Ribera, Estelle Hennard, Elliot Sanchez, Lou Wick, Brigitte Rosset, Natacha Koutchoumov, Monica Budde. Presentación Oficial: Cannes International Film Festival, 2016. PÓSTER OFICIAL.