La macabra sonrisa del payaso
crítica ★★★ de 31 (Rob Zombie, Estados Unidos, 2016).
A estas alturas de la película, podríamos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que Rob Zombie es un tipo que no se casa con nadie. Lo más cercano que ha estado jamás de plegarse a los convencionalismos del cine de terror más comercial fue con su puesta al día de la leyenda de Michael Myers en Halloween, el origen (2007) y, aun así, convirtió lo que debería haber sido ese típico remake de un clásico del género que le abriría las puertas a propuestas más ambiciosas en un personalísimo filme que no dudó en traicionar una de las bases principales sobre las que John Carpenter construyó a su criatura: la maldad simple y pura con la que había nacido Myers era, en parte, justificada en la versión de Zombie a través de una infancia atormentada sobre la que se hacía excesivo hincapié. Una decisión que causó división de opiniones entre los seguidores más acérrimos de la saga original y quienes supieron valorar su valentía para entregar algo diferente a partir de un patrón que no se había movido en treinta años. El fracaso de The Lords of Salem (2012), su polémico y esteticista acercamiento al subgénero satánico, hizo que Zombie se planteara un retorno a sus orígenes más humildes y, a la postre, los terrenos que mejor conoce y maneja, aquellos en los que triunfó con su díptico sobre los Fireflies, sádica familia fanática del canibalismo, la necrofilia o la tortura, en La casa de los 1000 cadáveres (2003) –prometedora ópera prima, clara deudora de mitos como La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974) o Las colinas tienen ojos (Wes Craven, 1977)– y su excelente secuela Los renegados del diablo (2005), tal vez su mejor trabajo hasta la fecha. Por eso, no queda otra alternativa que dar la bienvenida como se merece a 31 (2016), su nuevo (y alucinado) viaje a las entrañas de la locura, financiado mediante una campaña de crowdfunding y orquestado como un regalo desprejuiciado y carente de ambiciones a esos fans del Rob Zombie en estado puro a los que el cineasta estaba decepcionando con sus experimentos más autorales.
La historia, al igual que La casa de los 1000 cadáveres, nos traslada de la década de los 70, más concretamente a la víspera de Halloween de 1976, con un grupo de cinco artistas del carnaval –Charly, Venus, Panda, Levon y Rascoe– que viajan en su destartalada furgoneta por las polvorientas y desérticas carreteras de la América profunda, cuando son asaltados y tomados como rehenes por una especie de secta liderada por Napoleón-Horatio-Silas Asesinato, un perturbado anciano, en un lugar llamado Murder World. Allí serán obligados a formar parte de un macabro juego de supervivencia, el 31, consistente en mantenerse con vida durante 12 horas de los ataques de un puñado de psicópatas disfrazados de payasos y provistos de las más variadas armas y muchas ganas de hacerles sufrir una agonía lenta y dolorosa. Rob Zombie edifica, de este modo, un particular parque temático dotado de esa estética sucia y setentera que siempre le ha caracterizado, siguiendo los pasos argumentales de otras ginkanas mortales como las de Perseguido (Paul Michael Glaser, 1987) o la serie Saw, a la vez que toma prestadas (muchas) referencias de otro clásico menor de Tobe Hooper como es La casa de los horrores (1981), aquel slasher ambientado en una feria ambulante. Una vez más, el director prioriza la puesta en escena, con una estética y un montaje muy videocliperos, y una hábil elección de temas míticos (y muy dispares) para su ecléctica banda sonora –desde el añejo Call It A Day (Roy Fox) a Dream On (Aerosmith) o California Dreamin'(The Mamas & The Papas), pasando por alguna pieza de Beethoven y el empleo de sintetizadores que nos remite a los años dorados de Carpenter–, por encima del guion (punto más débil, desde siempre, de la filmografía de Zombie), un tanto esquemático, con una nula construcción de personajes –en ningún momento llegamos a empatizar con las víctimas, un grupo de mugrosos amigos que superan los cuarenta (en el caso del personaje de Meg Foster, incluso, los sesenta) pero que hablan y actúan como adolescentes descerebrados, practicando sexo y fumando hierba a todas horas– y unos diálogos atiborrados de frases lapidarias de baratillo y cantidades ingentes de tacos gratuitos, capaces de dejar al mismísimo Tarantino a la altura de Frank Capra.
«Tal vez signifique 31 un título menor dentro de la filmografía de su creador, ya que no innova ni supone un paso adelante con respecto a lo que nos lleva ofreciendo con anterioridad, pero no deja de ser un verdadero placer culpable, tan oscuro como divertidísimo, capaz de contentar a quienes gustan de un tipo de hacer terror que bebe de las fuentes clásicas, actualizándolas a través del impactante estilo visual de uno de los cineastas más valientes y necesarios del panorama actual».
Poco importan estos aspectos cuando hablamos de una cinta de Zombie que solo busca la complicidad de su público a golpe de machetazo, proporcionando una orgiástica diversión de marcado espíritu Grindhouse, que no escatima en escenas gore, chistes escatológicos y políticamente incorrectos y situaciones que solo podrían salir de la enferma cabeza de su director y que sorprenden por su componente bizarro –ese Doom-Head sodomizando a una prostituta en pleno visionado de la obra maestra Nosferatu (F.W. Murnau, 1922)–. De hecho, en 31 son los asesinos los que se llevan las mejores escenas, empezando por el citado Doom-Head (genial Richard Brake en un villano con reminiscencias del Jocker de Batman), que protagoniza un intenso monólogo que precede a los créditos iniciales –rodado en poderoso blanco y negro–, donde nos avisa de la pesadilla que vamos a experimentar a continuación. El veterano Malcolm McDowell desempeña la función de elegante maestro de ceremonias, recuperando la vena perturbada de sus mejores creaciones en La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) o Calígula (Tinto Brass, 1979), mientras que su tropa de payasos –Psycho-Head, Schizo-Head, Death-Head, Sex-Dead y, sobre todo, Sick-Head, un enano nazi que chapurrea español– destaca por su lograda labor de caracterización. En lo que concierne al bando de los "buenos", Sheri Moon Zombie vuelve a ejercer de musa de su esposo, tan irreverente, vulgar y sexy como nos tiene acostumbrados, encarnando a una final girl con muy malas pulgas, aunque es la magnífica Meg Foster –toda una institución en el género, ya repescada por Zombie en The Lords of Salem– quien se lleva los mayores aplausos en su encarnación de la maternal Venus, motosierra en mano. Su rostro curtido por las arrugas y coronado por la mirada más cristalina de la Historia del Cine resulta más expresivo que cualquier sobredosis de maquillaje o efecto especial. Tal vez signifique 31 un título menor dentro de la filmografía de su creador, ya que no innova ni supone un paso adelante con respecto a lo que nos lleva ofreciendo con anterioridad, pero no deja de ser un verdadero placer culpable, tan oscuro como divertidísimo, capaz de contentar a quienes gustan de un tipo de hacer terror que bebe de las fuentes clásicas, actualizándolas a través del impactante estilo visual de uno de los cineastas más valientes y necesarios del panorama actual, amado y odiado con la misma pasión. | ★★★ |
José Martín León
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos. 2016. Título original: 31. Director: Rob Zombie. Guion: Rob Zombie. Productores: Andy Gould, Michael Sherman, Eddie Vaisman, Rob Zombie. Productoras: Bow and Arrow Entertainment / Protagonist Pictures / Spectacle Entertainment. Fotografía: David Daniel. Música: Chris Harris, John 5, Rob Zombie, Bob Marlette. Montaje: Glenn Garland. Dirección artística: Kevin Houlihan. Reparto: Sheri Moon Zombie, Jeff Daniel Phillips, Lawrence Hilton-Jacobs, Meg Foster, Kevin Jackson, Richard Brake, Malcolm McDowell, Jane Carr, Judy Geeson, Elizabeth Daily, Esperanza America, Andrea Dora, Tracey Walter. PÓSTER OFICIAL.