Los valores de unos individuos y su sociedad
crítica ★★★★ de Verano en Brooklyn (Little Men, Ira Sachs, 2016).
La dignidad de la persona es el valor sobre el que giran la mayor parte de las realizaciones que la acompañan, y por tanto para dotarla de efectividad se hace necesaria la acción de los poderes públicos con varias manifestaciones. En lo que aquí interesa, por un lado aparecen sus vinculaciones con el principio de igualdad, sin discriminaciones por razón de nacimiento o sexo entre otros puntos. Esta es una vertiente que ha tardado en hacerse efectiva, y todavía en la actualidad hay muchos ordenamientos que no reconocen el matrimonio homosexual, que sancionan sus prácticas e incluso llegan a condenar a muerte sus supuestas ofensas. Ciñendo un poco más el marco, en Estados Unidos no se llega a estos extremos, si bien hasta tiempos recientes había aún reglas arbitrarias que marginaban a esta parte de la población, y solo desde el año pasado se ha legalizado su casamiento en todos los Estados por imposición de la decimocuarta enmienda. La plena igualdad material cada vez está más cerca de conseguirse, pero todavía queda camino por recorrer. Por otro, procede referirse a otra exigencia de la dignidad humana, que también goza de reconocimiento expreso en varias Constituciones, como es la de la vivienda adecuada. Esta es una cuestión menos controvertida a lo largo de la Historia, pero igual de peliaguda por sus violaciones reiteradas en cada periodo de crisis y escasez, hasta el punto de que se discute si estamos ante un verdadero derecho o ante una simple directriz programática dirigida a la Administración. El caso es que esta se compromete a desarrollar una política de vivienda para que los habitantes de los núcleos urbanos puedan acceder a la misma, en la medida de sus posibilidades, lo cual se relaciona con trabas adyacentes relativas al funcionamiento económico o las cláusulas contractuales.
Pues bien, es necesario resaltar ambos contextos para comprender la reciente filmografía de Ira Sachs, que a lo largo de sus tres últimas películas ha ido desplazando el foco del primero al segundo, pero manteniéndolos en constante sintonía. Si en Keep the Lights On (2012) nos encontrábamos con el drama intimista de una pareja de jóvenes y todas sus vicisitudes y desvaríos amorosos, convirtiendo el escenario de Manhattan en un mero background de su complicada relación; en El amor es extraño (Love Is Strange, 2014) la ciudad que no duerme cobraba mayor protagonismo, impidiendo vivir juntos a un viejo matrimonio recién formalizado, pues al ser despedido uno de sus integrantes del trabajo precisamente por este hecho, ya no podían costearse su apartamento. En la que ahora nos ocupa, Verano en Brooklyn (Little Men, 2016), el conflicto nace de la muerte del padre y abuelo de una familia que se traslada a su piso vacante, bajo el cual hay una tienda que también regentaba, y que lleva alquilada desde hace años por una mujer chilena (Paulina García) con quien el fallecido congeniaba mucho más que con su propio hijo (Greg Kinnear). El problema se plantea entonces porque esa amistad que se profesaban el antiguo dueño y su arrendataria había favorecido a esta con una renta muy por debajo del precio de mercado. Al llegar los herederos no están conformes con este acuerdo y pretenden elevar ese pago, que la susodicha inquilina no puede afrontar dados los escasos beneficios que le reportan su negocio de fabricación y venta de ropa.
«Estamos […] ante un conseguido trabajo coral que basa su energía mucho más en su hábitat inherente que en adornos estéticos, desplegando con veracidad, pausa y sensibilidad lo pronto que una convivencia puede generarse y romperse».
Este es todo el dilema sobre el que gira la trama, pero su foco se desplaza hacia los respectivos hijos de ambas partes, que ajenos a lo anterior empiezan a trabar una improbable y profunda amistad. Improbable porque su personalidad es opuesta, introvertida frente a extrovertida; pero profunda porque adquiere gran complicidad e incluso connotaciones sexuales, aunque estas son muy leves. Se sugiere que el protagonista es gay por un par de detalles, que apenas salen a la superficie dada su naturaleza pasiva, incluso sumisa ante las maniobras que se tejen a su alrededor y un mundo que avanza hacia un destino (el de ser artista) que acepta con más resignación que ilusión. Apenas unos intervalos musicales, donde los dos amigos van de un sitio a otro en patines, interrumpen la quietud que los rodea y el minimalismo de su puesta en escena. En otras palabras, Sachs culmina una cierta derivación estilística, anunciada en sus trabajos anteriores, por la que la cámara ya apenas se mueve y en planos bastante abiertos deja que la acción respire y se desenvuelva por sí sola, con la única excepción como decíamos de esa planificación más activa que sigue a los dos chicos cuando intentan huir de su rutina. Un ejemplo de lo anterior se comprueba desde el inicio del metraje, con una toma que nos muestra el primer contacto entre los citados personajes principales, mientras uno de ellos saca unas cajas del coche al mudarse y el otro lo ayuda: el encuadre permanece fijo captando en gran medida sus espaldas, esperando paciente a que terminen la operación, cuando lo habitual habría sido cortar para abreviar el trámite o cambiar el ángulo para cogerlos más de frente.
La interpretación que sugiere esta visión técnica es el afán por presentar la historia con imparcialidad, cuando su temática parecía demandar un tono más acusador, más propio de un cine social o de denuncia. De hecho, es curioso que en esta película, donde más importancia narrativa tienen la injusticia inmobiliaria y los efectos que genera en personas concretas, sus emociones están muy contenidas, visibles sólo en un par de ocasiones, cuando el plano se molesta en mostrarlas. Otro ejemplo relevante lo tenemos poco después, cuando el padre dibuja su cara amable e impasible ante los invitados al funeral, pero cuando baja a tirar la basura y está solo da rienda suelta a sus lágrimas. Ahora bien, en consonancia con lo anterior, no hay que esperar una gran catarsis ni momentos de revelación, pues la progresión dramática es apenas perceptible, y no habría funcionado sin unos intérpretes convincentes, desde los padres hasta los hijos, todos con su propio carácter, sus motivaciones y deseos. Estamos entonces ante un conseguido trabajo coral que basa su energía mucho más en su hábitat inherente que en adornos estéticos, desplegando con veracidad, pausa y sensibilidad lo pronto que una convivencia puede generarse y romperse: desde su apuntada premisa hasta su inevitable resolución. Esta recuerda también a la estructura de la anterior Un amor es extraño al concluir con un epílogo en que la pintura pone el sello final a la trascendencia que puede haberle faltado a la relación humana. Así suele ocurrir con el cine de este director y coguionista: que todo su significado sólo se advierte al final, no tanto porque entonces se nos dé una información definitiva, sino porque es dónde cobra poso la falsamente anodina cotidianeidad a la que hemos asistido. Solo así se es coherente con esa reivindicación de la dignidad que con la que preludiábamos esta reseña y sin la cual no tendría sentido una obra como Verano en Brooklyn. | ★★★★ |
Ignacio Navarro Mejía
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos & Grecia, 2016. Título original: Little Men. Presentación: Festival de Sundance 2016. Dirección: Ira Sachs. Guion: Ira Sachs & Mauricio Zacharias. Productora: Charlie Guidance Productions. Fotografía: Óscar Durán. Montaje: Mollie Goldstein & Affonso Gonçalves. Música: Dickon Hinchliffe. Diseño de producción: Alexandra Schaller. Dirección artística: Ramsey Scott. Decorados: Emily Deason. Vestuario: Eden Miller. Reparto: Theo Taplitz, Michael Barbieri, Greg Kinnear, Paulina García, Jennifer Ehle, Alfred Molina, Talia Balsam. Duración: 85 minutos. PÓSTER OFICIAL.