De la desesperación al disparate
crítica ★★★★★ de Toni Erdmann (Maren Ade, Alemania, 2016).
Entre nosotros (2009), el anterior y muy reivindicable largo de Maren Ade, culmina con un desenlace bellísimo en su arrebato de infantilismo. Tras un proceso de deterioro de la pareja joven protagonista que parece conducir a la ruptura, ella (Gitti) se deja caer inerte sobre una mesa y se hace la muerta. El amago de reconciliación sucede cuando él (Chris) consigue «reanimarla» haciendo pedorretas con la boca sobre su barriga. La fuerza del efecto que tiene este final hay que buscarla en el tratamiento del resto de la película. Desde el principio, Ade orienta la percepción del espectador hacia su reconocimiento como intruso en los rituales más íntimos de una pareja. Gitti y Chris, solos en una casa de veraneo en Cerdeña, se recrean en sus juegos y bromas privadas mientras los observamos desde la incomodidad del voyeur no invitado. No obstante, la aparición de una segunda pareja rompe su aislamiento y explicita la presión que ejerce sobre Chris la ambición del éxito profesional, destapando con ello unas inseguridades personales que terminan por dañar su relación con Gitti. Sucede, por tanto, la dolorosa irrupción del «mundo real» que corrompe los ideales del micromundo de la relación romántica. La cuestión es que la transparencia con la que Ade ha expuesto la intimidad de la pareja cobra en ese momento un nuevo sentido: el acto de recordarla como una plenitud perdida nos hace pasar de la incomodidad a la nostalgia. Nos hace partícipes del desgarro. De ahí que el final, pese a que su resolución narrativa sea ambigua, resulte con todo conmovedor: sólo se atisba una posibilidad de arreglo cuando Chris recupera sus pequeñas comedias privadas. Ade plantea aquí el humor como último recurso para la recomposición de los lazos afectivos. El humor como medida desesperada.
Las conexiones que presenta Toni Erdmann con Entre nosotros son diáfanas respecto a las inquietudes temáticas que parecen mover el cine de la cineasta alemana. En su nueva cinta tenemos de nuevo a dos protagonistas a los que unen lazos afectivos deteriorados por las intromisiones externas. Winfried (Peter Simonischek) e Ines (Sandra Hüller), padre e hija. La naturaleza de esas intromisiones, además, también es la misma que en Entre nosotros. Ya en su primera aparición, Ines se presenta definida por los ropajes de ejecutiva agresiva (trabaja en Bucarest como consultora de una multinacional petrolífera): el traje oscuro, la mirada tajante, el móvil que no deja de sonar. Es decir, la presión de la ultracompetitividad capitalista cuyo efecto sobre su relación con su padre queda patente en esa misma escena de presentación: pese a que está de visita relámpago en su pequeña ciudad natal a la que casi nunca va (Karlsruhe, que es también el lugar donde creció Ade y el escenario de Los árboles no dejan ver el bosque, su primer largometraje), deja el teléfono apenas dos minutos para saludarle. Ade dedica un largo planteamiento a describir la relación presente entre Winfried e Ines, comenzando por la introducción del primero: un profesor de música cercano a la jubilación, aficionado a las bromas y que sugiere una herencia del clima progresista de la Alemania de los setenta en su estilo de vida creativo y despreocupado. El argumento continúa con una serie de escenas en las que Winfried, sensibilizado por la muerte de su anciano perro, en un intento de recomponer lazos con su hija viaja a Bucarest (escenario que, ya de paso, añade capas de lectura al contener el choque entre las dos Europas y las dos sensibilidades políticas de ambos personajes). En dichas escenas, la cineasta despliega esa estrategia de la incomodidad de la que hablábamos en el primer párrafo. La idea es que, a través de la exposición prolongada de las acciones, se renuncia al avance narrativo convencional. Para incidir en su lugar en una descripción detenida de personajes que logra, por encima de todo, evocar el afecto (casi) perdido entre Winfried e Ines. Hay una escena especialmente dolorosa en la que los dos se despiden, tras la estancia del primero en Bucarest, en la puerta del piso de Ines. En pocos segundos intercambian despedidas formales. El breve golpecito en la espalda que ella le da es su único contacto físico. Ade filma en continuo los treinta segundos posteriores que tarda en llegar el ascensor mientras se observan en un silencio incómodo, incapaces de sostenerse las miradas. El detalle, junto al llanto posterior de Ines en solitario (condicionada por su cultura laboral a esconder cualquier tipo de debilidad) alcanza unas dimensiones connotativas apabullantes. Los afectos paternofiliales se manifiestan como una presencia fantasmal: un eco del pasado que se diluye invisible en las imágenes, cuya fuerza no basta para reparar su desunión pero sí para hacerles (y hacernos) constatar la tristeza de su desaparición. En este caso, la incomodidad es tanto interior (la que sienten Winfried e Ines ante su incapacidad para expresarse estima) como exterior (la que, como observadores intrusos, nos despierta escudriñar una situación incómoda prolongada).
«De la comedia interior, diegética, deriva la comedia percibida. Pero la melancolía, la otra parte enfrentada, sigue el mismo proceso. Lo que Toni consigue es desatar, a modo de intervención terapéutica, una serie de reacciones de Ines».
Como reacción a este panorama surge el personaje de Toni Erdmann, un estrambótico alter ego disfrazado en cuyo papel Winfried se mete, desde ese punto, con rigor. De nuevo, hablamos del humor como recurso desesperado. Lo que consigue Toni, haciéndose pasar por coach personal o por embajador alemán, es sacar partido de la mentada incomodidad. Avergüenza a Ines apareciendo por sorpresa en sus ambientes, pero habla su mismo lenguaje, es capaz de infiltrarse como uno más en sus círculos. En cierto modo, es una reminiscencia del viejo Charlot: un semibufón desinhibido que, con su irrupción en el mundo reglado de la economía y los negocios, reivindica el disparate infantil como revolución contra su falta de humanidad. Aquí, el matiz respecto a Entre nosotros es capital. Mientras que en aquella el humor es sólo un medio empleado por los personajes, en Toni Erdmann también define el género desde el que es recibida. Porque las apariciones de Toni desatan las carcajadas en la sala gracias a cómo explotan el estilo transparente de Ade: de la prolongada observación de comportamientos de los personajes que nos resultan familiares emergen sorpresas que, en este caso, vienen en forma de gags. Con lo cual, y este matiz es fundamental para no limitarse a despacharla como mero producto de género, estamos ante una comedia cuyo tema principal es la comedia misma (a diferencia de lo que suele suceder en el género, el comportamiento humorístico de Winfried/Toni es consciente e intencional). En la que lo cómico es una de las dos partes en pulsión que mueven el choque del relato. De la comedia interior, diegética, deriva la comedia percibida. Pero la melancolía, la otra parte enfrentada, sigue el mismo proceso. Lo que Toni consigue es desatar, a modo de intervención terapéutica, una serie de reacciones de Ines. Por una parte, las situaciones embarazosas a las que la somete la hacen desquitar su rabia contra él en algunos instantes por la vergüenza que le hace pasar. Sin embargo, esa rabia ante la intervención de su padre termina reconduciéndose contra la vida infeliz a la que se ha arrojado, precisamente después de que el propio Winfried le haya hecho cuestionarse su felicidad. Quizá la escena más expresiva al respecto sea aquella en la que su padre, ya mutado en Toni, la acompaña durante una noche de juerga. Los encuadres consiguen reunir dentro de un mismo plano múltiples manifestaciones de la artificialidad del mundo de Ines: las poses que funden poder, sexo y evasión materialista. Incluso suena en la discoteca el «Safe & Sound» de Capital Cities, un tema de bailoteo festivo que, sin embargo, describe en su letra con exactitud lacerante aquello que no existe en la relación entre Winfried e Ines: «I could lift you up. I could show you what you wanna see and take you where you wanna be. You could be my luck. Even if the sky is falling down I know that we'll be safe and sound». Tal acumulación de evidencias golpea tanto a Ines (que abandona la discoteca conteniendo las lágrimas) como al espectador que observa.
«Cómo la cámara dirigida por Ade, al más puro estilo Cassavetes, se deja llevar en cada mínimo movimiento por los impulsos de dos actores en estado de gracia y consigue el milagro de capturar en sus imágenes, con precisión abrumadora, la energía interna que emana de sus situaciones».
Por otra parte, Toni hace reaccionar a Ines al tratar de reencontrarla con la niña que ha dejado de ser. En uno de los momentos donde su padre llega a sorprenderse más con la criatura fría y distante en la que se ha convertido su hija, le pregunta si es humana. Cuando lo que realmente está preguntando es si queda algo infantil en ella, algo que le permita reconocer a la chiquilla que crió. Con esto, de nuevo, volvemos a una enseñanza que ya nos legó Charlot: el humor es, en buena medida, la persistencia de una mentalidad infantil como rechazo a la seriedad del mundo adulto. Hay una escena en la que esta regresión opera un cambio en Ines, y de nuevo interviene una canción: «Greatest Love of All», de Whitney Houston. Toni la obliga a cantarla en público acompañándola al piano en lo que se adivina, dado que los dos se la saben de memoria, la repetición de un antiguo juego entre padre e hija. Pero aquí, la remisión a la infancia se torna en ejercicio de catarsis cuando descubrimos (y es posible que también lo haga Ines) que los versos de la letra, puestos en relación con su propia vida, apuntan a la idea capitalista de individualismo malentendido como autoconfianza en la que ha caído: «I never found anyone who fulfilled my needs. A lonely place to be. And so I learned to depend on me […]. Learning to love yourself, it is the greatest love of all». Es significativo que justo después de ese instante de catarsis de Ines venga el mayor bocado de humor absurdo de todo el filme. La escena de su fiesta de cumpleaños que, desde ya, reivindicamos como uno de los mejores desnudos injustificados de la historia del cine. Los disparates puros que se suceden desde este punto son desencadenados por una decisión improvisada y repentina de Ines: la primera decisión de esta naturaleza que toma, y el punto de giro en el que Ade renuncia más claramente a la lógica de la causalidad argumental. Ambas cuestiones las posibilita la recién (re)adquirida permeación de Ines a lo infantil, que reconduce a narración y personaje hacia la retórica del juego. Aquí, Ade deja sus cartas al descubierto. El humor que plantea recurre a los comportamientos absurdos (por ejemplo, en esta escena, que los personajes decidan desnudarse) para poner en evidencia que los que podríamos considerar, en automático, procederes cotidianos son lo realmente absurdo: los rituales del mundo empresarial a los que Ines se ha sometido y que Toni ha parodiado. Digámoslo en antiaforismo. Ade propone un ejercicio de absurdización de lo cotidiano en el que la absurdización se naturaliza y lo cotidiano se absurdiza. ¿Rebuscado? Pensándolo en términos físicos, no puede ser más sencillo. ¿Dónde hay más naturalidad? ¿En una fiesta de cuerpos desnudos o en una reunión de altos ejecutivos enchaquetados? O derivando hacia lo afectivo, ¿en dos cuerpos que se abrazan o en dos cuerpos que se estrechan calculadamente las manos? Las segundas opciones son parte del lenguaje adquirido por Ines. Las primeras, los arranques de autenticidad con los que reacciona contra él.
Fijémonos en que el único abrazo, el único gesto afectuoso que nuestra protagonista cede, tiene como receptor a una especie de monstruo sin rostro ni palabras al que sólo significa el reconocimiento bajo el disfraz. Este monstruo da pie a un par de gags descacharrantes, sí. Pero hay algo triste en el hecho de que Ines necesite enfrentarse a un otro vaciado de rasgos y expresión para que, justamente ante su ausencia, puedan emerger los afectos y recuerdos que le dan sentido. Todo ello en una escena que tiene la virtud de resultar conmovedora tras el éxtasis de comedia disparatada que la ha precedido, y a la que sigue un final que con su ambigüedad es capaz de dejarnos inmersos en la aflicción de la duda. La duda sobre si la peripecia de Ines ha sido realmente terapéutica, sobre si el candor desenfadado es posible en unos tiempos demasiado complejos, demasiado rápidos, demasiado formalizados. He aquí lo que hace de Toni Erdmann (digámoslo de una vez) una cumbre del cine del presente siglo: su capacidad para conciliar lo cómico con lo melancólico y ser arrebatadora en ambos aspectos. Cómo la cámara dirigida por Ade, al más puro estilo Cassavetes, se deja llevar en cada mínimo movimiento por los impulsos de dos actores en estado de gracia y consigue el milagro de capturar en sus imágenes, con precisión abrumadora, la energía interna que emana de sus situaciones. | ★★★★★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Pamplona
Ficha técnica
Alemania, 2016. Toni Erdmann. Directora: Maren Ade. Guión: Maren Ade. Productoras: Komplizen Film, Coop99 Filmproduktion, KNM, Missing Link Films, Südwestrundfunk, Westdeutscher Rundfunk. Presentación oficial: Festival de Cannes 2016 (sección oficial a concurso). Premios: Premio FIPRESCI (Cannes 2016), FIPRESCI a la mejor película del año (San Sebastián 2016). Productores: Maren Ade, Jonas Dornbach, Janine Jackowski, Michel Merkt, Ada Solomon (productora ejecutiva). Fotografía: Patrick Orth. Montaje: Heike Parplies. Vestuario: Gitti Fuchs. Diseño de producción: Silke Fischer. Dirección artística: Malina Ionescu. Reparto: Peter Simonischek, Sandra Hüller, Lucy Russell, Trystan Pütter, Hadewych Minis, Vlad Ivanov, Ingrid Bisu, John Keogh, Ingo Wimmer, Cosmin Padureanu, Anna Maria Bergold, Radu Banzaru, Alexandru Papadopol, Sava Lolov, Jürg Löw, Miriam Rizea. Duración: 162 minutos. PÓSTER OFICIAL de TONI ERDMANN.