Danza al descompás
crítica ★ de La bailarina (La danseuse, Stéphanie di Giusto, Francia, 2016).
En cierto modo, la figura de la bailarina Loïe Fuller es interpretable como un adelanto de las revoluciones estéticas que supuso el cine primitivo. Los trucajes de Méliès alumbraron el inmenso potencial del medio como nuevo espectáculo de artificio, trascendiendo su uso para las actualités o el teatro filmado. Con ello, el cine inició su rebelión contra el utilitarismo técnico al que parecía habérsele condenado: en lugar de instrumento para la representación de viejos artes, inició su andanza como nuevo arte en busca de su propia especificidad. El gesto atesora algo de romántico si consideramos el valor que tiene, en plena revolución industrial, que una innovación tecnológica en principio concebida (al igual que las demás) con miras instrumentales y económicas alcanzara su emancipación como fin en sí misma. Pues bien, hay mucho de eso en la nueva danza que Fuller inventó un par de décadas antes del nacimiento del cinematógrafo. La «danza serpentina» ideada por la estadounidense fue pionera, entre otras cosas, por la incorporación de efectos de artificio basados en una de las grandes tecnologías emergentes de su tiempo: la electricidad. El uso de potentes focos de luz filtrados por pantallas de color, sumados a la porosidad cromática de los amplios tejidos que utilizaba para crear figuras en continua evanescencia con motivos florales, venían a contravenir los preceptos del neoclasicismo aplicados a la danza: frente al rigor de la coreografía y la pose perfecta, el baile de Fuller era una celebración de la fugacidad de la luz y el movimiento donde lo artificial, lo tecnológico (por oposición a lo meramente corporal) tenía amplia cabida. Un avance estético inserto en una época donde tecnología y arte estaban condenados a fundirse por colisión, y que con todo el sentido fue contemporáneo al auge de la pintura impresionista o la escultura de Rodin. Es precisamente en esta combinación entre interés por lo fugaz e incorporación de lo tecnológico a lenguaje artístico donde el cine primitivo encontró su propio camino.
Ahora bien, situados en estas coordenadas, hay algo de paradójico en La bailarina, obra con la que la realizadora francesa Stéphanie di Giusto ha pretendido reivindicar la figura algo olvidada de Fuller. Que, en forma y fondo, se cuente la historia de una innovadora radical de manera tan reaccionaria, tan poco contagiada por la efervescencia creativa de la época que recrea. En primer lugar, porque cae en los tics más convencionales del biopic. La estructura narrativa se basa en la amplitud temporal y la sucesión de breves escenas que pretenden funcionar como resumen de distintos estadios de la evolución vital de Fuller: los orígenes familiares, el brote de inspiración, la incomprensión inicial, el primer éxito, las dificultades posteriores y demás tópicos del esquema. El problema, en este caso, es que Di Giusto no posee el sentido del ritmo y la capacidad de condensación necesarios para no naufragar en latitudes ya tan exploradas. Tomemos por caso la escena en la que a la protagonista (encarnada por la cantante SoKo) le asalta la inspiración para crear su nueva danza a raíz de un incidente con su vestuario durante un espectáculo de vodevil en el que interviene. Dicha escena bordea lo ridículo no tanto por lo forzado que resulta el detalle como catalizador, sino por cómo se ha conducido hasta él. La Fuller ficcional ha sido presentada mediante una serie de trazos gruesos, incluyendo un crecimiento en una Illinois rural con un padre alcohólico (convertido inexplicablemente para la ocasión en francés, por cierto), el brote entre los establos de su pasión por el teatro, su marcha a Nueva York junto una madre ultrapuritana y su primer descubrimiento del mundo libertino. Con tal cóctel de motivos la asociación de ideas parece obvia, pero aun así el filme no logra transmitir un avance causal. Cada giro parece dictado por puro capricho del guion, de modo que los cambios que afectan a la protagonista durante todo el metraje no dejan de antojarse impostados. Aspectos como su sexualidad liberal, su paso de las aspiraciones como actriz al mundo de los cabarés de vodevil o sus empujes de creatividad escénica, que aparecen de forma aleatoria según las conveniencias del avance narrativo, hacen que el mismo personaje tenga que ser reformulado continuamente a causa de la torpeza del libreto.
«La bailarina presenta un componente de intervencionismo normativizador difícil de pasar por alto, y que tampoco se ve contrapesado por lo cinematográfico. Los convencionalismos de género y una enorme torpeza narrativa distancian al espectador en todo momento, más allá de los pocos minutos en los que las recreaciones de los bailes de Fuller consiguen el deleite estético».
Pero, más allá de convencionalismos de género, lo que también convierte a La bailarina en una película que parece hecha con una mentalidad de hace décadas son las intervenciones ficcionales que Di Giusto ha diseñado sobre la Fuller real. La cuestión, que ha levantado revuelo en Francia, es que la directora ha optado por esconder el lesbianismo de la bailarina pese a que la misma nunca ocultó su orientación sexual. Pese a que la cineasta se ha defendido alegando que no pretendía convertir la homosexualidad de Fuller en tema principal de la película, la sospecha de intervencionismo moral es razonable. Véase su tratamiento del personaje de Gabrielle Bloch, socia y colaboradora de la bailarina desde sus inicios, con la que mantuvo además una relación amorosa de más de veinte años. Este último aspecto no solo ha sido obviado en la ficción (convirtiendo a Bloch en poco más que una secretaria), sino que se introduce un personaje completamente inventado, en palabras de la directora, «porque tenía la necesidad de una presencia masculina en un mundo tan poblado por mujeres». Se trata del conde Louis Dorsay (Gaspard Ulliel), un estereotipo andante del noble decadente que dilapida su fortuna en prostitutas y éter y que mantiene una relación a caballo entre el mecenazgo y la atracción sentimental con Fuller. Una decisión poco comprensible, dado que Dorsay, más allá de servir para precipitar uno de los puntos de giro (el viaje a Francia de la protagonista), es un personaje mal encajado en la narración y que capitaliza los amagos de historia romántica en lugar de Bloch, reconduciéndola a la heterosexualización. Más aun, la única concesión al lesbianismo de Fuller que desliza la película es la atracción que experimenta por el personaje de Isadora Duncan (celebrada bailarina que, a efectos prácticos, ha quedado más para la posteridad que la propia protagonista), y en este caso la relación homosexual está presentada como elemento negativo: no es más que un juego perpetrado por la segunda para manipular a Fuller. Podemos convenir, en definitiva, que La bailarina presenta un componente de intervencionismo normativizador difícil de pasar por alto, y que tampoco se ve contrapesado por lo cinematográfico. Los convencionalismos de género y una enorme torpeza narrativa distancian al espectador en todo momento, más allá de los pocos minutos en los que las recreaciones de los bailes de Fuller consiguen el deleite estético. Incluso los durísimos sacrificios físicos de la artista, un motivo que siempre tiene mucho potencial plástico (pensemos en cómo los han sabido explotar obras como Cisne negro o Whiplash), están tratados con una blandura inocua. Así, entre el coqueteo con la lesbofobia, la vaguedad en el modo de dibujar a la protagonista y el desaprovechamiento de sus posibilidades expresivas, estamos ante una obra que hace escasa justicia a un carácter en principio tan jugoso como la Fuller. | ★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Pamplona
Ficha técnica
Francia, 2016. La danseuse. Directora: Stéphanie Di Giusto. Guión: Stéphanie Di Giusto, Sarah Thibau. Productoras: Les Productions du Trésor, Wild Bunch, Orange Studio, Les Films du Fleuve, Radio Télévision Belge Francophone, Sirena Film. Presentación oficial: Festival de Cannes 2016 (Un Certain Regard). Productores: Alain Attal, Xavier Amblard (productor ejecutivo). Fotografía: Benoît Debie. Montaje: Géraldine Mangenot. Vestuario: Anaïs Romand. Diseño de producción: Carlos Conti. Decorados: Lise Péault. Reparto: Soko, Lily-Rose Melody Depp, Mélanie Thierry, Gaspard Ulliel, François Damiens, William Houston, David Bowles, Louis-Do de Lencquesaing, James Flynn, Petra Buckova, Frans Boyer, Charlie Morgan. Duración: 108 minutos. PÓSTER OFICIAL de LA DANSEUSE.