Un disfraz efectista para la simpleza
crítica ★★ de I am not a serial killer (Billy O’Brien, Irlanda, 2016).
Si existe un género cinematográfico que ha perdido fuerza y lucidez en el nuevo milenio ha sido el de serie B. Debido o no al incremento exacerbado de cine comercial —el independiente mantiene la media anual— que se consume a lo largo y ancho del globo, es indudable que las cintas enérgicas, desinhibidas de ambición artística, no viven sus mejores días en la industria. Pero también coexisten junto a esa tendencia cultural los cineastas que se arriesgan con películas que respetan ese halo pulp característico de los ochenta —y no nos olvidemos de los cincuenta, el Hollywood tras la Gran Depresión—, cargado de símbolos y referencias a clásicos como Faster, Pussycat! Kill! Kill! (Russ Meyer, 1965) o El vengador tóxico (Lloyd Kaufman y Michael Herz, 1984). Entre ellos, el irlandés Billy O'Brien ha recuperado parte de ese cine, no obstante ha mostrado más interés en aplicarle una pátina de moralidad a sus personajes, buscando esa doblez casi tramposa de las películas con subtextos bienintencionados. Ya lo hizo con la sanguinolenta Isolation y, después aunque en menor medida, en Scintilla. Ambas encerradas en un clima opresivo, con lecturas que se diluían en su parte final. Ahora, adaptando la novela de Dan Wells, el director revela a I Am Not a Serial Killer como un maridaje polimórfico con todos los ingredientes que hemos desgranado anteriormente. Su capacidad para trazar una bisectriz entre el thriller y lo fantástico —con ecos a una suerte de giallo contemporáneo— buscando el término medio, le convierten en un derrochador de ideas prometedoras, ajustadas a los márgenes de dos géneros lo suficientemente maduros como para ser meros telones de fondo.
Si bien no esconde su jugueteo con el ideal platónico de adolescente atormentado —carencia afectiva, contexto social desfavorable, magnetismo en la mirada—, tampoco rechaza adentrarse en el fuero interno de un personaje perfectamente acotado por Max Records; John Cleaver vive el mundo del asesinato en serie —aunque su elemento predilecto tiene más que ver con el modus operandi— desde la fascinación, pero se niega a seguir sus impulsos psicopáticos. Sin embargo, encaminados hacia el segundo acto, después de presenciar lo que parecía el inicio de un festival irónico entorno a su protagonista, la película sufre un coitus interruptus para devenir en un relato de ciencia-ficción autoconsciente de su propio carácter. Carente de contundencia. La lucha interna del personaje es un pretexto para la acción. Ya no es un joven contra el mundo, sino contra la proyección de sí mismo en un alienígena homicida, oculto en el cuerpo de un amable octogenario. En ese aspecto, capta la idea de Neill Blomkamp en Distrito 9: la convivencia entre la humanidad y lo extraterrestre, entre la costumbre establecida y la ruptura del canon social. Y he aquí un desvío de lo que parecían los albores de un serie B bien estructurado: O'Brien tiene un gran sentido del ritmo, al que complementa con aptitud de esteta en el diseño de los planos, en el contraste de colores, atmósferas y psicologías; en una caída libre hacia la muerte —precipitada en uno, premeditada en el otro— ambos se agarran al único saliente del que disponen: su familia. Mientras el joven tiene a su madre como parapeto para impedir que se desate su incontrolable psicosis, el anciano se excusa en el amor que profesa a su amada para perpetrar crímenes y absorber vidas. Quizá como un acercamiento a lo que todo ser humano con miedo, y cegado por el corazón, anhela: la vida eterna, el perpetuo acompañamiento al compañero de viaje hasta que este, cansado de bailar, decide abandonar el mundo en cuerpo y alma. Quizá como subtexto narrativo para no destruir el clima creado a golpe de elementos desestabilizadores —neblina, jadeos, sombras — que se resumen en un solo objetivo: crear tensión.
«O'Brien se aleja del serie B por antonomasia, de la cultura a la que tanto abrazan sus símbolos, y enmarca a la cinta en un entretenimiento vacuo, del que solo quedará el recuerdo de una idea desaprovechada».
La película consigue mantenerla cuando el tono dramático deviene en un pseudo-thriller de investigación cargado de suplementos narrativos; la enfermedad del protagonista tratada desde una distancia irónica, lo sobrenatural acechando al realismo, secuencias densas construidas en cuatro trazos precisos. Sin olvidar la fotografía de Robbie Ryan como mecanismo de apoyo para crear una capa de misterio, lo que más se acerca a un punto de apoyo absoluto para O’Brien es la introducción musical de Adrian Johnston tras cada transición, para rebajar el absurdo y mantener, a su vez, la faceta artística. No obstante, el problema nace en el planteamiento, y es que I Am Not a Serial Killer no se desprende de ese aspecto desmembrado que exuda desde el final del primer acto. No deja de dar la sensación de que está partida por la mitad, incluso en partes más pequeñas que, lejos de funcionar como un todo ensamblado, se desglosan incongruentes en una tendencia contemplativa. Nunca antes la búsqueda de complejidad había sido tan simplona. Para llegar al punto de inflexión —conformar un ethos entre sus dos protagonistas— O'Brien mezcla sus herramientas con poca precisión. Todas sus conclusiones se antojan forzadas, rebajando irremediablemente el pathos final —la conversación en la fiesta de Halloween como prueba personal para John o la visible enfermedad de Crowley como muestra de un egoísmo escondido. Son decisiones argumentales respetables cuando el proceso no se revela ambicioso, pero no si desdibujan el objetivo final: sorprender desde las sombras, sin que casi se note la mano del director en el desarrollo. Precisamente, en su pretensión por distanciarse de sí misma es donde más se hace latente su carácter rupturista: la contención que caracteriza a la primera parte se traduce en un despliegue de fantasías sin control, con una estructura simplona y un final anti climático —el CGI acusa la falta de presupuesto. Lamentablemente, la presencia de Lloyd y su capacidad para transmitir solemnidad mientras despedaza a su víctima no genera incomodidad, sino condescendencia. Sentimiento que empaña la relación entre los dos ciclos de vida representados con más o menos acierto: el amanecer de un sentimiento interno y el ocaso de una vida plena. No podía ser de otra manera, pues el que carece de empatía solo la encuentra —aunque no lo parezca— en su posible yo futuro. Pero es un mensaje que se diluye entre tanto efectismo. Un proyecto que no despertará la admiración del público por el afloramiento de una ambición soterrada. O'Brien se aleja del serie B por antonomasia, de la cultura a la que tanto abrazan sus símbolos, y enmarca a la cinta en un entretenimiento vacuo, del que solo quedará el recuerdo de una idea desaprovechada. | ★★ |
Mario Álvarez de Luna Costumero
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Irlanda, 2016. Título original: «I am not a serial killer». Director: Billy O’Brien. Guion: Christopher Hyde, Billy O'Brien (Novela: Dan Wells). Productoras: Floodland Pictures / Fantastic Films / Level 5 Films. Presentación oficial: South by Southwest 2016. Fotografía: Robbie Ryan. Música: Adrian Johnston. Reparto: Max Records, Christopher Lloyd, Laura Fraser, Karl Geary, Bruce Bohne, Matt Roy, Morgan Rysso, Ryan J. Gilmer, William Todd-Jones, Tim Russell, Joel Thingvall, Lucy Lawton, Molly Gearen, Sally-Anne Hunt, Emmylou Barden. Duración: 104 minutos. PÓSTER OFICIAL.