Verano tardío
crítica ★★★★ de Después de la tormenta (海よりもまだ深く / Umi yori mo Mada Fukaku, Hirokazu Koreeda, Japón, 2016).
Hirokazu Koreeda parece condenado a la eterna comparación con Ozu. Ya desde que se estrenara en la ficción con Maboroshi (1995), la crítica quiso ver en él a un continuador de la tradición del shomingeki, esos dramas sobre la vida cotidiana de las clases medias que popularizó la productora Shochiku en la edad dorada del cine japonés. Junto a Koreeda, los noventa vieron despuntar a una nueva generación de cineastas nipones caracterizada por su ruptura ya total con el legado de los Ozu, Mizoguchi o Naruse. Una ruptura de larga gestación que en décadas anteriores había despertado algún que otro arranque de nostalgia, algún conjuro de invocación del Japón perdido en la vorágine de modernización. Así lo atestigua, sobre todo, la estupenda Muddy River (1981), de Kôhei Oguri: ambientada en el Tokio humilde de posguerra, rodada en blanco y negro y uno de los escasos intentos de recuperación del shomingeki posteriores a su desaparición en los sesenta. Como si la única forma de retomar el espíritu sereno del viejo género entre tanto ejercicio de modernidad estilizada fuese recrear directamente sus coordenadas temporales y espaciales. Ante este estado de las cosas, no es de extrañar que la aparición de Maboroshi en el panorama cinematográfico motivara las evocaciones inmediatas a Yasujiro Ozu. Especialmente entre una crítica occidental que apenas acababa de descubrir al maestro nipón y buscaba sendas de continuidad. Koreeda, sin embargo, renegó de la comparación desde el principio. De hecho, en aquella misma época el cineasta Jun Ichikawa realizó una serie de dramas familiares donde sí reconocía a Ozu como inspiración directa. Pero el éxito fuera de Japón acompañó a Koreeda, y la comparación parece haber terminado por influir en su evolución como cineasta.
Expliquémonos. Más allá de Maboroshi (que es mucho más radical que Ozu en su tratamiento distanciado de la historia), sus primeras obras pueden esquivar con facilidad la comparación. Ni After Life (1998) ni Distance (2001), misteriosas indagaciones en la temática de la memoria, tienen muchos puntos en común. Exceptuando, quizá, el tratamiento reposado y cotidianizado de sus relatos. Nadie sabe (2004) y Hana (2006) pueden tender más puentes por el protagonismo de los escenarios domésticos y la primacía de temáticas familiares. Si bien en el caso de la segunda filtrados bajo la ambientación en el Japón feudal (en realidad, Hana es legible como glosa a la magistral Humanidad y globos de papel, de Sadao Yamanaka, intento de llevar la observación propia del shomingeki al género chanbara). Pero es sobre todo Still Walking (2008) la que marca el viraje de Koreeda hacia las historias familiares cotidianas de ambientación contemporánea. Aquí sí, las conexiones temáticas (que no estilísticas, cuidado) con el cine de Ozu empiezan a hacerse más patentes. Si toda la obra de madurez de Ozu consistía en capturar sutilmente la descomposición de la familia desde procesos de ausencia (recientes o de una proximidad intuible), algo de eso hay en las estructuras narrativas en las que ha ido centrándose el cine de Koreeda. Si bien la ausencia como punto de partida es una constante en toda su filmografía, la exploración sutil de sus efectos en un núcleo familiar de relativa normalidad es una novedad que introduce Still Walking (que juega con un doble influjo de la pérdida familiar: hay una anterior y una posterior a la trama) y que, exceptuando Air Doll (2009), ha continuado en sus películas posteriores. Hay, además, citas icónicas a Ozu: por ejemplo, los planos de trenes y las conversaciones playeras de Still Walking o la presencia de la ciudad de Kamakura, escenario fetiche del maestro, en Nuestra hermana pequeña (2015).
«La climatología de calor post-estival da viveza descriptiva (por ejemplo, una escena de la madre del protagonista abanicándose con la puerta del congelador. Uno de esos pequeños detalles de comportamiento que tan bien sabe utilizar Koreeda) y, sobre todo, sugiere las implicaciones intimistas del relato: el paso hacia la melancólica madurez otoñal».
Aclaremos, en cualquier caso, que la comparación con Ozu no es ni mucho menos definitoria del cine de Koreeda. Pero el propio cineasta, tras la negación de sus inicios, ha terminado por admitirla con matices. Él mismo declaró a este medio en una entrevista el año pasado: «Mi caso no es tan extremo como el de Ozu. Él decía que lo que tenía era una tienda de tofu, y que eso era lo único que sabía cocinar. En mi caso, creo que también tengo una tienda de tofu, pero a veces hago cocina francesa. O bueno, eso es decir demasiado. Dejémoslo en que también puedo hacer tempura». Convengamos entonces que, a base de repetirla, la equiparación ha acabado siendo relevante. Aunque sea porque Koreeda es uno de los pocos directores japoneses contemporáneos que recogen y actualizan la inquietud de Ozu y el shomingeki por retratar a la sociedad de su tiempo desde la institución familiar. No hablamos, por tanto, del homenaje emulador en el que podríamos situar, por ejemplo, los filmes familiares recientes de Yoji Yamada (en cuestiones estilísticas, quien mejor ha sabido dialogar con Ozu en este siglo ha sido el Hou Hsiao-Hsien de Café Lumière). Sino de algo tan etéreo como el espíritu creativo. Y con esto llegamos a Después de la tormenta. Si nos hemos detenido tanto en estos apuntes sobre la filmografía del director es porque estamos ante su película más próxima al espíritu de Ozu. Las primeras tendencias que detectamos es que se la está despachando como obra menor en su trayectoria (incluso el director del festival de Cannes, Thierry Frémaux, utilizó este calificativo para justificar su exclusión de la sección oficial), cuando precisamente su marcado minimalismo a lo Ozu es lo que le permite encontrar resonancias más potentes que en sus anteriores obras.
Koreeda se impone en ella una serie de límites muy marcados en distintas facetas. Límites con que ya había trabajado en su cine anterior, pero nunca con todos a la vez. Después de la tormenta es restrictiva en lo temporal (abarca unos pocos días de tiempo fílmico y nunca sale de ellos), en lo espacial (un único escenario doméstico que totaliza casi todo el metraje, más unas pocas localizaciones en Tokio), en lo estructural (una larga secuencia inicial y otra final suponen alrededor de dos tercios de su total), en sus personajes (centra casi todos sus recursos en profundizar en la descripción de su protagonista) y en lo expresivo (no replica ni los edulcoramientos de Nuestra hermana pequeña ni los subrayados discursivos de De tal padre, tal hijo) . Todos ellos trazos minimalistas que el conocedor ubicará en la obra de Ozu. Es más, puestos a rastrear, incluso la época del año escogida para la ambientación recuerda a los títulos metafóricos del maestro: el verano tardío. La climatología de calor post-estival da viveza descriptiva (por ejemplo, una escena de la madre del protagonista abanicándose con la puerta del congelador. Uno de esos pequeños detalles de comportamiento que tan bien sabe utilizar Koreeda) y, sobre todo, sugiere las implicaciones intimistas del relato: el paso hacia la melancólica madurez otoñal.
«Koreeda sabe introducir factores interiores al presente fílmico, perceptibles para el espectador, que matizan mucho más al personaje y eliminan esos retazos de psicologismo forzado que sí eran algo palpables en Still Walking».
¿En qué resulta todo esto? Para empezar, que Ryota, su protagonista, es uno de los personajes mejor dibujados por el cineasta. Un hombre de mediana edad, divorciado, padre de un hijo y otrora escritor de éxito que consume su vida entre un trabajo de detective privado más bien amoral, su adicción a apostar en las carreras y su costumbre de espiar a su exmujer. Koreeda crea un diálogo claro con sus anteriores protagonistas encarnados por Hiroshi Abe, también llamados Ryota, en Still Walking y la miniserie Going My Home que realizó para la televisión japonesa en 2012 (el juego de repetición con los nombres de sus personajes, por cierto, también era típico y muy sugerente en Ozu). El nuevo Ryota combina el carácter de perdedor del primero con la torpeza característica del segundo (el guión incluso recicla chistes sobre su altura como lo único útil que tiene). En este tercer personaje, ambos rasgos están sublimados a la vez que relativizados. El Ryota de Después de la tormenta es el protagonista a priori más antipático de Koreeda. No por perdedor, sino porque el resto de personajes (su madre, su hermana, su exmujer) explicitan su carácter dejado y egoísta. Pero a la vez, la observación directa de sus propias acciones hace dialogar esta información con una percepción del espectador más ambigua. Se le muestra (entre otras cosas) chantajeando a un adolescente, acumulando deudas con sus amigos o retrasándose en el pago de la pensión de su hijo. Sin embargo, prevalece el Ryota que trata a su madre con una dulzura disimulada, que manifiesta su deseo de pasar tiempo con su hijo o que recuerda su infancia con la melancolía del adulto que se enfrenta a su fracaso. El acierto está en que lo hace sin que sus defectos sean justificados, lo que añade un enorme verismo a la complejidad del tema de las segundas oportunidades que contiene la cinta.
Quizá sea Still Walking la película de Koreeda con la que mejor dialoga. Pero dos diferencias respecto a aquella pueden ilustrar bien la madurez que el cineasta demuestra ahora. En primer lugar, que la actitud tendente a lo amargo de los dos Ryotas está condicionada por los familiares cuya ausencia define el planteamiento narrativo. El Ryota de Still Walking se veía disminuido por la constante comparación a la que era sometido con su hermano mayor fallecido años atrás (un poco, por cierto, como Koreeda es a veces estúpidamente menospreciado por la comparación con Ozu). Mientras que el Ryota de Después de la tormenta insiste en evitar parecerse a su padre, muerto meses antes del comienzo del relato y del que el resto de la familia tampoco habla demasiado bien. No obstante, el determinismo que la comparación ejerce sobre el segundo Ryota es mucho menor que el primero. Koreeda sabe introducir factores interiores al presente fílmico, perceptibles para el espectador, que matizan mucho más al personaje y eliminan esos retazos de psicologismo forzado que sí eran algo palpables en Still Walking. Además, este elemento da mucho más juego: el nuevo Ryota constata que de hecho sí que ha terminado pareciéndose a su padre a la vez que descubre que su propio hijo no quiere parecerse a él… pero sin embargo da muestras de semejanza (por ejemplo, cuando le pregunta qué quiere ser de mayor). Es una sucesión de detalles-espejo extensible a otras facetas descriptivas que ilustra muy bien la cantidad de matices que contiene la aparente sencillez de la cinta. En segundo lugar, Koreeda no replica el salto temporal al que recurría Still Walking en su desenlace. En aquel caso, se trataba de un subrayado emocional, no del todo necesario, al clima taciturno de tránsito vital que flotaba en toda la película. En Después de la tormenta, el final se acerca mucho más a Ozu. Se intuye una transformación en la vida de Ryota, pero Koreeda opta por no filmarla. Sino por conducir su descripción detenida del personaje hacia un proceso de epifanía íntima que permita intuir al espectador la inminencia de dicha transformación sin hacerla explícita. Un proceso de epifanía que se nos impulsa a reconstruir por nosotros mismos, y que no es distinguible para el resto de personajes. Mientras que ellos están mucho más condicionados por su conocimiento del pasado de Ryota, nosotros somos capaces de poner esa información en segundo plano respecto a lo que hemos observado en su comportamiento.
«Donde se mezclan la dulzura y la amargura que entrañan los ecos del pasado. Koreeda, como en sus mejores momentos, da cabida a esta combinación de sabores dejando que se cueza desde dentro del relato, sin adulterarla. En ese sentido, su acercamiento a las complejidades de la familia recoge mejor que nunca la esencia de Ozu».
He aquí la enorme virtud que Después de la tormenta obtiene de su apuesta por el minimalismo. Sólo la acotación temporal estricta permite percibir a Ryota de ese modo, así como sólo la consagración de la estructura narrativa a profundizar en el personaje a base de añadir capas posibilita la acumulación de detalles necesaria para ello. Aparte de los detalles observables y lo que verbalizan los otros personajes sobre él, interviene también un recurso habitual del cine de Koreeda: los depósitos de memoria. El uso de objetos ordinarios que se llenan de significado al constituir detonadores de los recuerdos (y su relectura) de sus personajes. Ya el escenario en el que transcurren las dos largas secuencias de apertura y cierre incide en la importancia de lo memorístico. Porque se trata de la casa de la madre de Ryota (que, al igual que en Still Walking está encarnada por una genial Kiki Kirin que ejerce de contrapunto cómico): el lugar donde él nació y se crio. Un hogar plagado de objetos que actúan de depósitos de memoria. Hay un uso en este sentido muy cómico, por ejemplo, de un plato de fideos congelado (una vez más, Koreeda no se resiste a convertir a la comida en metáfora de sus personajes). Pero el que alcanza una mayor dimensión es el tobogán del parque que hay junto a la casa. Ese tobogán es el escenario del recuerdo más vivo que Ryota transmite sobre su relación con su padre: en él pasaron una noche entera acampados observando desde dentro un tifón que azotó la zona. En el planteamiento, el tobogán aparece acordonado y cerrado. La infancia, por tanto, manifiesta su carácter de paraíso vedado. No obstante, también el desenlace transcurre en el tobogán, y aquí, además de darle una dimensión física a la epifanía final mediante la tormenta del título (réplica del mismo tifón recordado por Ryota) es donde acaban por enlazarse todas las cuestiones sobre las relaciones generacionales que orbitan en torno a la película. Donde se mezclan la dulzura y la amargura que entrañan los ecos del pasado. Koreeda, como en sus mejores momentos, da cabida a esta combinación de sabores dejando que se cueza desde dentro del relato, sin adulterarla. En ese sentido, su acercamiento a las complejidades de la familia recoge mejor que nunca la esencia de Ozu. También en su uso de breves y precisas simbologías visuales (observen las dimensiones connotativas que alcanza la presencia de unos paraguas rotos en su último plano). Pero, por encima de todo, en su espíritu. | ★★★★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Pamplona
Ficha técnica
Japón, 2016. 海よりもまだ深く; Umi yori mo Mada Fukaku. Director: Hirokazu Koreeda. Guión: Hirokazu Koreeda. Productora: Aoi Promotion. Presentación oficial: Festival de Cannes 2016 (Un Certain Regard). Productores: Yose Akihiko, Matsuzaki Koaru, Taguchi Hijiri. Fotografía: Yutaka Yamazaki. Música: Hanaregumi. Montaje: Hirokazu Koreeda. Vestuario: Kazuko Kurosawa. Diseño de producción: Keiko Mitsumatsu. Decorados: Akiko Matsuba. Sonido: Akihiko Okase. Reparto: Hiroshi Abe, Yoko Maki, Kirin Kiki, Taiyo Yoshizawa, Soryo Ikematsu, Satomi Kobayashi, Lily Franky, Isao Hashitsume, Kanji Furutachi. Duración: 117 minutos.