El amor (no) es ciego
Crónica número V de la 49ª edición del Festival de Sitges.
El Amor no es ciego y menos en un arte como el cine. En una de las mayores cartas románticas que se le han dedicado al cine, The Story of Film: An Odyssey, el crítico irlandés Mark Cousins lograba transmitir, entre muchas otras cosas, la amplitud de miras necesaria para abarcar, apreciar y enamorarse como es debido de un arte que llena todos los continentes. Hoy, por ejemplo, en nuestro particular viaje a ninguna parte, pudimos disfrutar de la fantasía belga, admirar cómo un italiano preparaba su propia receta del género estrella actual del cine americano y seguir conociendo al renovador del cine indio. En una jornada corta, asistimos a Mon Ange, un cuento romántico, falto de vigor narrativo, entre un niño invisible y una niña ciega cuya magia visual no fue suficiente para hechizarnos; Lo Chiamavano Jeeg Robot, una particular y refrescante adaptación del género de superhéroes a la Sancta Sanctorum de la sociedad y cultura italianas; y por último, Psycho Raman, un deslucido cuadro crítico sobre el abuso de poder y la inmunidad policial en la India contemporánea mediante la mutua cacería que se dan un psicópata y un joven policía.
Mon Ange (Harry Cleven, Bélgica / Francia) [S.O. Fantàstic]
A inicios del siglo XX, Georges Méliès adaptó el embrión del séptimo arte a sus espectáculos de ilusionismo. Más de un siglo después, seguimos descubriendo nuevos hechizos: en el Hotel Meliá de Sitges pudimos ver a un niño invisible. Las peripecias técnico-visuales de Mon Ange merecen mención aparte: sus suaves planos subjetivos, la voz en off y la mirada a cámara, levemente difuminada, de la actriz Elina Löwensohn, y la precisión del sonido junto al uso del plano secuencia nos llevan a una comprensión empática del personaje y su entorno, mientras que un maravilloso juego de desenfoques emula el pestañeo de quien es transparente y no puede opacar la luz. Además, unos cuidadísimos efectos especiales, nos ayudan a asentar nuestra posición privilegiada como testigos, modulando sutilmente la luz para ofrecer un juego de impresiones con la tela y el agua ante el cuerpo de Mon Ange, que estrujan las hojas bajo sus pies y hacen flotar la tiza con la que dibuja. Todo ello nos hechiza durante el mejor tramo de la película, aquel que aborda de forma paralela el fin de una etapa y el comienzo de otra: el amor por una niña ciega. Pero cuando la percepción de la niña cambie de forma drástica, también lo hará su relación con Ange. A partir de ahí, la historia, ya liviana por entonces, se contagiará de la ceguera de la protagonista, dilatándose incapaz de aportar mayor belleza, drama o incluso inventiva a la hora de resolver el cuento que propone. Mon Ange se presenta como una novedad sorprendente y original dentro del grimorio visual del séptimo arte, que no es poco, pero que resulta insuficiente para hipnotizar al espectador. (45 de 100)
Lo chiamavano Jeeg Robot (Gabriele Mainetti, Italia) [Òrbita]
El género de superhéroes necesita un respiro, una vuelta de tuerca y de concepto que las sagas de Marvel y DC Cómics no parece que vayan a darle en un futuro inmediato. Por suerte, un joven italiano llamado Gabriele Mainetti, tras finalizar sus estudios de cine en Nueva York, decidió entrar en el juego y proponer su propia receta en su debut, Lo Chiamavano Jeeg Robot. Cinta que nos ha entregado una de las obras más refrescantes e interesantes del género estrella en el último lustro. Para lograr esta difícil tarea, el joven Mainetti edifica su obra en cuatro pilares maestros: el primero supone la excepcional adaptación del género a la sociedad y cultura de la Italia contemporánea, donde la estructura básica de la película de superhéroes se mezcla con la de las películas sobre la mafia, con pequeñas pinceladas de realismo político y social tras la senda de Nanni Moretti y con un excepcional entendimiento de la sociedad del espectáculo; donde los héroes siguen dividiendo a la ciudadanía en temas morales y los villanos parecen más preocupados por el número de visitas de sus apariciones en Youtube, que por ejercer una villanía noble. El segundo pilar se encuentra en las potentísimas actuaciones de sus tres actores principales: Claudio Santamaria, Ilenia Pastorelli y un Luca Marinelli en estado de gracia. El tercero se sustenta en su autoconsciencia indirecta del género, sirviendo Deadpool como el paradigma antagónico. Lo Chiamavano Jeeg Robot se llena de referencias a los archiconocidos superhéroes que pueblan nuestra fantasía, mientras su confuso protagonista sigue sus pasos tropezando y tomando otras sendas. Esto nos lleva a su cuarto pilar: una inversión del enfoque clásico del género, aquel que nos habla de la humanidad del superhéroe y la heroicidad del humano, puesto que la superfuerza que adquiere Enzo de unos residuos tóxicos es utilizada en la mayoría de ocasiones de forma poco heroica o, directamente, fútil. Sus energías sólo se enfocarán hacia el bien una vez conozca el amor. Finalmente, y a modo de epílogo, Lo Chiamavano Jeeg Robot admite una última mirada más sutil, dada la condición inicial y el proceso de transformación vivido por su protagonista, la de la reinserción social y la salvación humana por medio del arte y la cultura. Puede que Roma merezca un héroe como el inigualable Jep Gambardella de La Gran Belleza, pero la salvación de esa ciudad sucia y amarillenta que nos presenta Gabriele Mainetti pasa porque los criminales de poca monta acaben por olvidarse de sí mismos y se crean héroes. (68 de 100)
Psycho Raman / Raman Raghav 2.0. (Anurag Kashyap, India) [S.O. Fantàstic]
Puede que el nombre de Anurag Kashyap sea totalmente desconocido para el gran público occidental. Puede que hasta lo sea, en gran medida, para buena parte del público notablemente cinéfilo. Pero Anurag Kashyap es, seguramente, el director más importante que ha dado el cine indio contemporáneo. De indomable rebeldía y muy crítico con los estándares de Bollywood, el arrojo visual y narrativo de Anurag, amén de su compromiso político y social, alcanzó su cumbre en 2012 con Gangs of Wasseypur, una obra magna de cinco horas y media que narra la evolución de la India desde los prolegómenos de su independencia en los años 40 hasta 2005, a través de la lucha de poder de dos clanes rivales. En su tercer trabajo desde entonces y con varios problemas de producción a las espaldas, Psycho Raman, vuelve a acudir a un hecho histórico ligado al crimen, como en él es costumbre, para relacionarlo con la India actual. En este caso, se inspira en Raman Raghav, un famoso asesino en serie, para presentarnos a Rammana, un psicópata que le idolatra y que inicia un peligroso "cortejo" con su teórico némesis, un joven policía. Pese a su notable pulso y ritmo, Psycho Raman se va apagando visual y narrativamente. Un espectacular prólogo que comienza con una incontrolada y kamikaze danza de luz en una discoteca de clase alta de Bombay, termina sumido en las insondables sombras de la casa de un camello en los bajos fondos. Surgiendo allí el "amor" a primera vista entre sus protagonistas. Sin embargo, una vez superado este pico metafórico, la potencia de sus imágenes se diluye mientras que su historia, capitulada y no lineal, se dilata y pierde fuerza mientras nos muestra que Rammana y el joven policía no son tan distintos, complementándose como mensajeros del dios de la muerte. Puede que Psycho Raman no ofrezca más que un deslucido cuadro crítico sobre el abuso del poder y la inmunidad policial en la India pero permitirá a los cinéfilos seguir descubriendo a uno de los cineastas más ambiciosos y representativos de la actualidad, además de disfrutar de la antológica actuación de Nawazuddin Siddiqui, paradigma de la fiereza más animal junto a una sensación de absoluto control. (48 de 100)
Grave (Raw, Julia Ducornau, Francia) [S.O. Fantàstic]
Al comienzo de la película, la cámara se sitúa en mitad de una carretera vacía durante un amanecer grisáceo. Vemos aparecer a una persona caminando lentamente por el arcén y a lo lejos se acerca un coche. Nuestra posición es privilegiada: estamos lejos como para no participar de la escena pero lo suficientemente cerca como para distinguirla con claridad. Entonces ocurre y lo sabemos sin dudarlo: es grave. Su significado es el mismo que en castellano. El debut de Julia Ducornau es una cinta que nos acecha de un modo felino. Su gestación es lenta y hechizante y sus ataques son rápidos. Como un tigre, el filme toma una suerte de distancia indeterminada y peligrosa; se acerca y acerca pero aun así se siente lejos. Ahí radica la clave de Grave: en la ambivalencia. Se mueve en ella y somete al espectador a ella. Para lograrlo toma el cuerpo de Justine, una adolescente vegetariana que abandona el nido familiar para entrar en la escuela de veterinaria, tal y como dicta la tradición familiar. Desde el primer momento, la joven actriz Garance Marillier nos llama la atención. Por un lado, su postura física que la delata como un ser indefenso, virgen y abandonado y las faenas a las que es sometida por su condición de novata nos hace empatizar con ella y querer defenderla. Pero por el otro, su mirada clara y distante y su palidez junto a su condición egoísta, amén de su creciente deseo de carne nos hacen frenar los pies. Tampoco terminamos de caminar cómodos por los pasillos de la facultad: por su propia condición como templo que une el progreso de la ciencia con el primitivismo animal; por su espacio fragmentado de pasillos similares y rincones distintos presentados en un tono neutro, ni vivo ni apagado; hasta por su moral, la presencia de los profesores supone casi un recuerdo en el cacicazgo tribal de un grupo de veteranos que primero arroja tu colchón y tu sueño por la ventana y luego te monta una fiesta, en lo que supone una clara crítica al peligro del bullying en las universidades. Todo en Grave está sometido a una balanza que intenta equilibrar términos contrapuestos y que nos prepara para un dilema de doble capa: el propio de la protagonista que debe forjar su moral bajo la llamada de su verdadera naturaleza, ligada a su despertar sexual; y el nuestro como espectadores que debemos posicionarnos frente a sus actos. Grave supone la presentación en sociedad de una directora muy interesante que utiliza el género de terror, abrazando uno de los crímenes tabú, para hacernos reflexionar sobre la condición moral del individuo en libertad. Algo que todos debemos hacer, porque es algo importante, grave, y siempre preferimos dejar para otro momento. (70 de 100)
Voyage of Time: Life's Journey (Terrence Malick, EE.UU.) [S.O. Sessions Especials]
¿Dónde estabas tú cuando cimenté la Tierra? Seguramente no exista frase en todo el Libro de Job que mejor refleje la distancia entre el ser humano y lo divino; entre el ahora y los tiempos pretéritos. Terrence Malick vuelve a tomar la palabra en un proyecto que llevaba 40 años vagando los rincones de su alma y que supone una extensión de su extraordinaria El árbol de la vida. La demora es comprensible por el temor a realizar tan osadas preguntas, pero también es seña de humildad. Con ese tono da comienzo la narración de Voyage of Time; en una interpelación de hora y media que alude a Dios por omisión, como si nombrarlo directamente supusiera negarlo, acudiendo pues, a la figura de la madre, ente superior y dador de vida. Así asistimos al Big Bang y al crecimiento del universo, en imágenes casi fijas, atemporales, en un reflejo de nuestra incapacidad de entender aquel flujo de tiempo ancestral. Sin embargo, rápidamente pasamos a la Tierra, no por geocentrismo sino por recato, asistiendo a la increíble gestación de los océanos, los continentes y toda la evolución. El agua se convierte en un símbolo de la propia entropía en el crecimiento exponencial de la vida: su superficie plana y especular que se confunde con el cielo empieza a bullir, bifurcarse, caer y orillar. Un extraordinario diseño de producción de Jack Fisk junto a la fotografía de formato ancho de Paul Atkins nos permiten apreciar la profunda complejidad de la vida que se abre paso con una fuerza indómita e incomprensible: el inerte magma volcánico al solidificarse parece emular un constante parto; cada uno de los elementos celulares, plenos de individualidad, aparentan su unión casi por lealtad. Todo ello nos embelesa pero, sin embargo, no nos engaña. El CGI llena nuestros ojos y se constituye no como un error sino como el principal elemento discursivo de Voyage of Time. Asistimos a imágenes tan sobrecogedoras como artificiales en lo que supone un relato sin fin sobre una belleza que ya no es de este mundo pese a haberlo forjado. Una belleza que no se puede emular y que Malick contrapone con el esplendor real de nuestros días, gracias a vídeos caseros de distintas actividades humanas en algún lugar de Asia, al estilo Chris Marker, donde una matanza de vacas, una fiesta tradicional o unos sin techo construyen al humano como un caótico y deformado espejo de aquel que según los escritos, nos creó a su imagen y semejanza. Aquel que pregunta “¿Dónde estabas tú cuando cimenté la Tierra?” y al que respondemos que en una sala de cine. El único salón del tiempo que todavía sobrevive a sus designios, y a los nuestros. (70 de 100)