Cacofonías
crítica de Wiener-dog (Todd Solondz, EE.UU., 2016).
La sencillez con la que Todd Solondz nos enfrenta a la puesta en escena de sus películas, nos dificulta en gran medida la tarea de esquivar la ingente cantidad de contenido pernicioso que emana de sus diálogos. Sus libretos albergan, en los aparentemente espontáneos coloquios, todo el odio de una nación acomplejada y obsesionada con el postureo más exasperante. El resultado puede llevarnos de forma inexorable a sentimientos de animadversión, desprecio o asco, dada la delicadeza y la crueldad de los temas que se tratan con pasmosa naturalidad en las declaraciones, o en el intercambio de impresiones de ciertas personas que se creen bajo la protección del anonimato. El director deja al descubierto uno de los mayores miedos de la sociedad moderna: la ruptura de nuestra intimidad, la posibilidad de ser vistos o escuchados cuando creemos que estamos a solas. Dentro de la emulación ficticia con la que Wiener-Dog pretende derribar ciertas convicciones del ciudadano acomodado, los personajes colisionan a menudo contra sí mismos y contra un universo al que no logran adaptarse de ninguna de las maneras y, al contrario de lo que pudiéramos deducir por sus disparatadas acciones o elucubraciones, no están dispuestos para saciar nuestro divertimiento. El realizador no pretende hacer reír por medio del descrédito o la ridiculización de sus protagonistas, ni tan siquiera pretende hacer la más mínima gracia y, a pesar de ello, o puede que precisamente por ello, su ácida sátira del fracasado y de quien se encuentra en inferioridad de condiciones respecto al frenético progreso moderno, nos hace reír en los momentos más inapropiados y las situaciones menos cómicas que podríamos imaginar. Es el de Solondz un humor descarnado, basado en la crueldad con la que la vida vuelve la espalda al desafortunado y lo convierte, por lo tanto, en un sujeto despreciable y enfermizo.
La película presenta una extravagante división episódica mediante la que sus cuatro diferentes historias quedan fragmentadas cada vez con mayor brusquedad. Homenajeando al gran clásico de Bresson, Al azar de Baltasar, el director nos ofrece una visión del sistema sociopolítico norteamericano por medio de las vicisitudes de un perro salchicha que, como el burro Baltasar, irá pasando de mano en mano y de dueño en dueño hasta que se termine de escribir el drama de su vida. Las historias indagan en el estudio del hogar disfuncional, la compleja filiación entre sujetos descendientes de un mismo linaje como forma de atacar a los valores familiares estadounidenses. Estas familias son mostradas desde la óptica de la clase pudiente: casas grandes, coches de alta gama, asistentes personales… sin embargo, siempre existirá un desajuste en esa perfección prefabricada, en esa fachada de felicidad adinerada. En el caso de la primera historia, donde se construye el inicio narrativo del sujeto perruno que da título al filme, esa falla reside principalmente en la enfermedad del niño, y primer dueño de Wiener-Dog, que es mostrada como una gran debilidad que impedirá al joven Remi abandonar, a la vista sus padres, la etapa infantil, puesto que su salud será motivo constante de preocupación y protección. En la segunda historia, una insólita y disparatada “road movie”, vuelve a aparecer la figura del enfermo en la familia, el hermano con síndrome de Down que representa la desconexión con la realidad como única vía hacia la verdadera felicidad. Estas dos historias serán las únicas que mantengan una conexión narrativa lógica, evidenciada, cómo no, gracias al perro, quien permitirá que surja un enlace verosímil entre ambos protagonistas.
«En este mundo de apariencias reconstruido con irónica precisión por Solondz, es mejor ser parte de un organismo pernicioso y mediocre, pero protector en cualquier caso, que enfrentarse en solitario a la hipocresía ambiciosa de la sociedad moderna, donde todo el mundo muestra una especial habilidad para la traición y el cinismo descarado».
Entre la segunda y la tercera historia se produce un salto narrativo y, como consecuencia, una deficiencia del proceso comunicativo lineal. El perro, que debería estar bajo los cuidados de esa improbable pareja con síndrome de Down, aparece ahora junto a un profesor de universidad. Un explícito corte en forma de intermedio de un minuto de duración es lo único que nos ha separado de ambas historias, y el único recurso del que el director se vale para excusar su deliberada falta de cohesión. La trama prosigue, a pesar de ese gran vacío empírico, con la recurrente temática del enfermo real y el enfermo metafórico; pese a que el protagonista de esta historia no sufre ninguna dolencia física, sí se presenta como una persona desencantada de cualquier ambición y en un proceso depresivo absoluto. La ausencia de ese componente familiar, tan marcado en el director, es utilizada para lanzar un mensaje contradictorio al espectador, que a estas alturas se inclinaba a pensar que era la influencia genealógica la responsable de los males del norteamericano de clase alta. Vemos pues que la falta de soporte afectivo y de lazos consanguíneos dirige al hombre, sin nadie en quien apoyarse o a quien recurrir para compartir sus penas —ya lo decía Don Quijote, “todavía es consuelo en las desgracias encontrar quien se duela de ellas”—, a un estado caótico de destrucción. De aquí es posible extraer la idea de que en este mundo de apariencias reconstruido con irónica precisión por Solondz, es mejor ser parte de un organismo pernicioso y mediocre, pero protector en cualquier caso, que enfrentarse en solitario a la hipocresía ambiciosa de la sociedad moderna, donde todo el mundo muestra una especial habilidad para la traición y el cinismo descarado. En la cuarta y última historia, separada de la tercera con otro violento corte y situada de forma conceptualmente antagónica a la primera, culminando así ese proceso evolutivo y lineal del ser humano con el que el cineasta ha pretendido hacer una semiparodia de la película de Linklater, Boyhood —plano cenital incluido—, se aprecia cómo la protagonista octogenaria, ciega por completo, ve reflejados, a través de su propia nieta, los errores de su juventud que la perseguirán y la condenarán a la soledad absoluta. Pese a que el encuentro evidencia la falsedad y el interés que mueven a la joven a acercarse a su abuela, será gracias a éste que la mujer pueda recuperar por un instante la visión, produciéndose un caso paradójico en el que la invidente parece mucho más lúcida que la propia nieta quien, pese a estar en posesión de todas sus facultades ópticas, es incapaz de aceptar su función de mujer objeto. El sexo es nuevamente convertido en un tema tabú, y se representa mediante una animalización del mismo, describiendo escenas sexuales que ocurren como algo incontrolable y sin ningún tipo de sentido romántico, como el perro lascivo que asaltaba sexualmente a otros perros y a ardillas, o los dos retrasados mentales que necesitaban ser castrados para evitar que sus impulsos sexuales los llevaran a un embarazo indeseado e indeseable, en una brutal analogía que nos lleva a comparar la castración del perro en la primera historia, con la castración de seres humanos en la segunda.
«Con un humor envenenado, el realizador se adentra, más de lo acostumbrado, en el surrealismo catártico mientras teje un nuevo nivel de putrefacción en ese entramado socialmente hediondo que compone su filmografía y que se sigue relacionando tanto de forma implícita como explícita gracias a la recurrencia de ciertos personajes».
El filme aparece plagado de este tipo de recursos retóricos dispuestos con el objetivo de escandalizar e incomodar. El constante oxímoron sensitivo que se produce entre el tono de calma y comprensión con el que se pronuncian las palabras, y la crueldad del sentido de lo que se dice, el delicado acompañamiento musical de Debussy a escenas escatológicas, o la completa falta de cohesión en secuencias con una fotografía sublime, no son más que meros ejemplos de esa notoria contradicción generalizada que representa el prototipo ideal de ciudadano estadounidense. Como añadidura a todos estos contenidos tan recurrentes en el cine de Solondz, es de destacar el uso de otros subtemas más peliagudos y ofensivos que son abordados de manera superficial, como el del racismo —ese perro violador llamado Muhammad—, la religión (o su ausencia) como un dogma impuesto y hereditario —“nosotros no creemos en Dios”—, el acoso escolar —“Solías tomarla con él muy a menudo, le estampaste la cabeza contra un retrete.” “¿En serio?, es gracioso cómo nada de toda esa mierda se queda en la memoria”—, la sobreprotección paternal y la subsecuente deficiencia educacional —“¿Dónde lo han enterrado?” “Seguramente fue cremado.” “¿Qué es cremado?” “Algo parecido a hornear”—, la homofobia —“¿No es ése el marica orgulloso?” “Sí, es transexual”—, o la inadaptación y el pesimismo al que se condena al inmigrante sureño —“México es peligroso, pero no es tan solitario como América, y triste, y depresivo, como un gran elefante ahogándose en un mar de desesperación”—. Componentes que refuerzan la explicitud y fiereza del mensaje y, al mismo tiempo, forman parte de ese repertorio tan hermético de lo que se conoce comúnmente como el “humor judío”. Un humor envenenado con el que el realizador se adentra, más de lo acostumbrado, en el surrealismo catártico mientras teje un nuevo nivel de putrefacción en ese entramado socialmente hediondo que compone su filmografía y que se sigue relacionando tanto de forma implícita como explícita gracias a la recurrencia de ciertos personajes. El hecho de que reaparezca en escena Dawn Wiener, la niña protagonista de Bienvenido a la casa de las muñecas (Welcome to the Dollhouse, 1995), ahora convertida en una joven veterinaria, no es un recurso aislado, sino que ya había sido usado por el director, precisamente con el padre de esta joven: Mark Wiener quien, además de en la mencionada película, volvería a aparecer más tarde en Palíndromos (Palindromes, 2004) y La vida en tiempos de guerra (Life During Wartimes, 2009). Este medio de ensamblar la ficción aporta mayor fuerza y veracidad a un relato de crueldad que se basa en el principio de cotidianidad para expresar la normalidad de unas acciones censurables, que no vemos todos los días y, a pesar de ello, no dejan de sucederse. Asimismo nos sirve como modo de identificar a un personaje secundario muy rápidamente y asignarle unas cualidades inmediatas de efecto retroactivo pues, además de condicionar nuestra visión de ese personaje en la presente película, nos hará revalorar su anterior aparición, ahora siendo conocedores de su futuro. Puede que el guiño a Boyhood y a esa obra en constante desarrollo —tan ambiciosa como la que intentara Caden Cotard en Synecdoche New York, Charlie Kaufman, 2008— no fuera tan aleatorio después de todo. | ★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Dublín
Ficha técnica
Estados Unidos, 2016. Título original: Wiener-Dog. Director: Todd Solondz. Guion: Todd Solondz. Fotografía: Edward Lachman. Duración: 90 minutos. Productoras: Annapurna Pictures / Killer Films. Música: James Lavino. Montaje: Kevin Messman. Diseño de vestuario: Amela Baksic. Diseño de producción: Akin McKenzie. Intérpretes: Kieran Culkin, Julie Delpy, Danny DeVito, Greta Gerwig, Zosia Mamet, Tracy Letts, Ellen Burstyn, Michael James Shaw, Kett Turton, Devin Druid, Samrat Chakrabarti, Trey Gerrald, Jen Ponton, Connor Long, Keaton Nigel Cooke, Andrew Pang. Presentación oficial: Festival de Sundance 2016. Póster oficial de WIENER-DOG: LINK.