La curiosidad mata al gato
crítica ★★★ de La chica del tren (The Girl on the Train, Tate Taylor, EE.UU., 2016).
Con más de cinco millones de ejemplares vendidos en seis meses y con una permanencia de 20 semanas en la lista de los libros más vendidos del New York Times, La chica del tren, de la británica Paula Hawkins, se convirtió en un best seller del que todo el mundo hablaba en 2015. Tan solo un año después, esta historia de misterio aderezada de falsas apariencias y bajas pasiones, ya ha sido transformada en esa película que los fans de la novela ansiaban, siguiendo los pasos de otro ilustre éxito literario como Perdida, de Gillian Flynn, sobre el que David Fincher construyó uno de los thrillers más sugestivos de los últimos años. Tate Taylor, que ya llevó a la pantalla (con gran acierto) Criadas y señoras (2011), es el responsable de manejar ese circo de varias pistas que es la obra de Hawkins, tratando de mantenerse fiel a la misma, a pesar de trasladar la acción de Londres a Nueva York. Un cambio de escenario que, desde luego, poco afecta al nada condescendiente retrato de una fauna de personajes con muchas aristas, cargados de conflictos internos y, en algunos de los casos, presos de esa doble moral que hizo tan controvertida a la Amy de Perdida. La chica del tren es Rachel, una mujer sumida en una profunda depresión tras haber sido abandonada por su esposo, que ahoga sus penas en la bebida mientras practica, a diario, un juego de connotaciones tan masoquistas como el de curiosear desde la ventanilla de un tren la nueva vida de su ex con su actual mujer e hijos en la casa que antes fue su hogar.
No se detiene ahí su afición voyerista, ya que también se ha fijado en un joven y apasionado matrimonio de una casa vecina, transfigurado en la cabeza de Rachel en la representación de la felicidad y vida perfecta que busca para sí misma. Conforme avanzan los minutos, el protagonismo de la historia comienza a repartirse entre las tres mujeres del relato, presentándonos a Anna, la que fuera amante del marido de Rachel y ahora ocupa su puesto como esposa frágil y abnegada, agobiada por las continuas llamadas telefónicas con las que su antecesora continúa tratando de llamar la atención; y a Megan, la joven y explosiva vecina que, casualmente, trabaja como como niñera cuidando de los pequeños de Anna, a pesar de no sentir ningún tipo de empatía por los niños. Lo que comienza como un drama con todos los ingredientes del mejor culebrón a lo Melrose Place (matrimonios con secretos, pulsiones sexuales cruzadas, adicciones, traumas del pasado, mentiras) pronto da un volantazo hacia el thriller, desde el instante en que Megan desaparece de modo misterioso, dejando a Rachel como única testigo de lo que sucedió ese día, a pesar de estar afectada de serias lagunas de memoria, fruto de su estado de embriaguez. El guion de Erin Cressida Wilson, sostenido sobre una estructura narrativa un tanto compleja, con proliferación de sucesivos flashbacks, constantes saltos en las líneas temporales y cruces de diferentes puntos de vista de las tres protagonistas –se alternan el papel de narradoras con cierta pericia–, puede resultar, por momentos, agotador para el seguimiento de la trama, pero también logra camuflar una historia que, contada de forma lineal, no dista demasiado de la de cualquier telefilme de sobremesa de nivel medio.
No se detiene ahí su afición voyerista, ya que también se ha fijado en un joven y apasionado matrimonio de una casa vecina, transfigurado en la cabeza de Rachel en la representación de la felicidad y vida perfecta que busca para sí misma. Conforme avanzan los minutos, el protagonismo de la historia comienza a repartirse entre las tres mujeres del relato, presentándonos a Anna, la que fuera amante del marido de Rachel y ahora ocupa su puesto como esposa frágil y abnegada, agobiada por las continuas llamadas telefónicas con las que su antecesora continúa tratando de llamar la atención; y a Megan, la joven y explosiva vecina que, casualmente, trabaja como como niñera cuidando de los pequeños de Anna, a pesar de no sentir ningún tipo de empatía por los niños. Lo que comienza como un drama con todos los ingredientes del mejor culebrón a lo Melrose Place (matrimonios con secretos, pulsiones sexuales cruzadas, adicciones, traumas del pasado, mentiras) pronto da un volantazo hacia el thriller, desde el instante en que Megan desaparece de modo misterioso, dejando a Rachel como única testigo de lo que sucedió ese día, a pesar de estar afectada de serias lagunas de memoria, fruto de su estado de embriaguez. El guion de Erin Cressida Wilson, sostenido sobre una estructura narrativa un tanto compleja, con proliferación de sucesivos flashbacks, constantes saltos en las líneas temporales y cruces de diferentes puntos de vista de las tres protagonistas –se alternan el papel de narradoras con cierta pericia–, puede resultar, por momentos, agotador para el seguimiento de la trama, pero también logra camuflar una historia que, contada de forma lineal, no dista demasiado de la de cualquier telefilme de sobremesa de nivel medio.
«Entretenimiento hábil con las suficientes vueltas de tuerca y giros de guion como para mantener enganchado a su público desde el primer minuto hasta el último».
Tate Taylor vuelve a hacer gala de su excelente mano para la dirección de actrices, consiguiendo extraer magníficas composiciones del trío de damas con el que ha tenido el lujo de contar. Emily Blunt hace un esfuerzo monumental por dotar de credibilidad a su atormentado rol de Rachel, bordeando la sobreactuación en muchas ocasiones (el personaje se pasa la mayor parte del tiempo alcoholizado, preso de alucinaciones o en estado de crispación, y el director parece obsesionado con exprimir los primeros planos de su rostro empañado en lágrimas), pero sin caer en ella. Rebecca Ferguson –la revelación que eclipsó a Tom Cruise en Misión imposible: Nación secreta (Christopher McQuarrie, 2015)– también convence en su encarnación de Anna, esa rubia heroína de ademanes hitchcockianos que va descubriendo las sombras que rodean a su idílica existencia, pero, sin duda, es la sensual Haley Bennett quien acapara todas las miradas con su lúbrico papel de Megan, el que más secretos esconde y principal detonante del misterio que arrastra a todo su entorno. Ellas tres consiguen que La chica del tren se revele en un potente estudio de personajes femeninos nada unidimensionales, con tantas luces como sombras y capaces de eclipsar a sus compañeros masculinos –por mucho que Luke Evans sea la personificación ideal de la fantasía sexual de cualquier mujer (y muchos hombres), o Justin Theroux esté más que correcto como el ambiguo exmarido de Rachel–. El filme explota muy bien, en su primera mitad, esa vertiente vouyerística del cine de intriga que Hitchcock llevara a su pulto más alto en la referencial La ventana indiscreta (1954) –al igual que al impedido James Stewart de aquella, nadie parece creer en los desvaríos de la Rachel de Emily Blunt, algo que pone su vida en serio peligro–, pero tocado por ese toque de erotismo turbulento que Brian De Palma supo darle a abigarrados homenajes al maestro del suspense como Vestida para matar (1980) o, sobre todo, Doble cuerpo (1984). Al igual que Rachel, el espectador es testigo de la imagen de felicidad que los matrimonios proyectan de cara a la galería, para, a continuación, involucrarlo en sus turbias trastiendas, con muchos trapos sucios que lavar de puertas para adentro. Con una puesta en escena elegante, una atmósfera entre misteriosa y sexy potenciada por la estupenda labor musical de Danny Elfman, y el buen hacer de todo el reparto, La chica del tren consigue mantener un buen nivel durante la mayor parte de su metraje, aunque, por desgracia, en sus últimos veinte minutos al director se le va la función de las manos y la cinta cae en los terrenos más trillados de aquellos thrillers psicológicos de finales de los ochenta y principios de los noventa. Así las cosas, la película, que podría haber sido mucho más redonda de haberse pulido algunos efectismos, se queda en un entretenimiento hábil, con las suficientes vueltas de tuerca y giros de guion como para mantener enganchado a su público desde el primer minuto hasta el último.
José Martín León
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos. 2016. Título original: The Girl on the Train. Director: Tate Taylor. Guion: Erin Cressida Wilson (Novela: Paula Hawkins). Productores: Jared LeBoff, Marc Platt. Productoras: Dreamworks Studios / Amblin Entertainment / Marc Platt Productions. Fotografía: Charlotte Bruus Christensen. Música: Danny Elfman. Montaje: Andrew Buckland, Michael McCusker. Dirección artística: Deborah Jensen. Reparto: Emily Blunt, Rebecca Ferguson, Haley Bennett, Luke Evans, Justin Theroux, Edgar Ramírez, Allison Janney, Lisa Kudrow, Laura Prepon, Darren Goldstein. PÓSTER OFICIAL de THE GIRL ON THE TRAIN.