La ficción como venganza
Crónica de la tercera jornada de la 73ª edición de la Mostra de Venecia.
Sorprende que a estas alturas tantos platos fuertes ya se hayan presentado. Normalmente, títulos como Arrival o The Light Between Oceans no aparecerían en sala hasta más avanzado el certamen, cuando otras obras menores ya han tenido tiempo de dejar su huella e impactar (o no) a unos y a otros. En Venecia todo se precipita. La ficción de la pareja Vikander-Fassbender ha quedado saldada rápidamente, y a la misma velocidad pasará a mejor vida. La oferta de Villeneuve, en cambio, se ha recibido con calidez pero añadiendo la incógnita de su aceptación por el público en las próximas fechas. Hoy, apenas el tercer día, nos ha tocado Tom Ford y Nocturnal Animals, su segunda película en siete años y un logro que supera las virtudes de su predecesora centrándose en ese mismo universo de sofisticación de revista que solo alguien como él conoce. Esta vez Ford lo clava, se permite incluso amagos de humor puntuales a través de un histriónico Michael Shannon y termina dejando poso emocional del que ha costado desprenderse en el siguiente pase. Por su parte, The Bleeder viene a ser otra muesca más en la larga lista de títulos pugilísticos de la historia del cine. Esta vez con el aliciente de centrarse en la figura real que inspiró Rocky, el boxeador Chuck Wepner y su ‘exitoso’ fracaso frente a Muhammad Ali. Lo que sigue es un incesante cúmulo de referencias cinéfilas centradas en la omnipresente figura de Anthony Quinn y su película Réquiem para un luchador: peleas familiares, líneas de coca, caída en desgracia y redención por último. Clásica estructura del género en un filme bien dirigido y con apuntes curiosos pero sin nada extraordinario en una temática de la que ya se ha dicho todo, o casi, como bien demostró la ganadora de Un Certain Regard en Cannes, The Happiest Day in the Life of Olli Mäki. Por la tarde, nos esperaba François Ozon, que tomó el pelo a la platea con la confusa Frantz; y nos pudimos resarcir con la cínica y destructiva mirada de Ulrich Seidl al siempre cuestionado mundo de la caza turística.
NOCTURNAL ANIMALS
Tom Ford, Estados Unidos, 2016 / VENEZIA 73.
El poder de la ficción como arma contra la realidad. La ficción puede ser un consuelo, un escape, un espejo y, a veces, también puede ser venganza. Una historia en la que el dolor provocado es devuelto con intereses puede ser mejor venganza que cien improperios. Este es el núcleo de Nocturnal Animals, segundo trabajo de Tom Ford en el que hace gala de una lucidez de la que carecía Un hombre soltero, ópera prima que, aun con sus logros, revelaba un estilismo fotográfico tan desaforado que al final uno tenía la sensación de que cobraba más importancia la última chaqueta que llevara Colin Firth que lo que realmente emanaran sus extrañas. En su afán por transmitirlo, el director recurría a escenas contemplativas donde, ayudado por el todavía infravalorado Abel Korzeniowski, se hundía en el rostro reflexivo de un personaje al que, desde su sofisticación, resultaba muy difícil acceder. Es el mismo punto de vista que aquí adopta Ford para Amy Adams, de nuevo en las elegantes alturas de una burguesía acomodada, repleta de prejuicios y tan ahogada de placeres que ya no sabe apreciar alguno. Entre sus trajes de marca y sus casas de cristal, tanto Firth como Adams forman parte de un mismo imaginario que Ford conoce al dedillo. Él mismo se mueve en ese mundo y su reflejo lo subraya. Tiene esa misma frivolidad que forma parte de su carácter pero sabe combatirla a través unos guiones que profundizan en el vacío de unas personas que parecen tenerlo todo.
Ford abre su película con un golpe de efecto. Con el cuerpo desnudo y flácido de una mujer enorme en frente de una cortina de terciopelo rojo, bailando a cámara lenta con los labios pintados con purpurina del mismo color. Le siguen otras mujeres de la misma talla y diferentes edades, recreándose en el movimiento de unos cuerpos a priori antiestéticos. El ojo fotográfico de Ford es el rey del opening, demasiado consciente como para no imaginar algún doble sentido que no termina de relacionarse con la historia. La causante de estas imágenes es la galerista interpretada por Amy Adams, una mujer altiva, en apariencia segura de sí misma, de mirada triste y voz imperativa. Su marido, un adonis indiferente encarnado en Armie Hammer, ni siente ni padece y en su ausencia es cuando ella comenzará la lectura de un peligroso manuscrito que su exmarido le ha enviado en exclusiva. Una novela titulada Animales nocturnos, en la que no puede evitar encontrar similitudes con ella misma y que da lugar a una estructura paralela muy bien hilvanada, con encadenamientos muy orgánicos y naturales que mantienen un ritmo constante a caballo entre lo trepidante de la ficción y lo vacío de la realidad. Como en Un hombre soltero, Ford utiliza a los secundarios como elementos para profundizar en el carácter de aquella que verdaderamente le interesa, su actriz principal vista desde otros puntos: a través de su marido, de su madre (una Laura Linney fugaz pero lapidaria) y, en especial, de su ex, al que se rememora con una nostalgia que no es la primera vez que vemos manifestada en la breve filmografía del realizador. Esta vez sí, en su empeño por enfocar rostros a la deriva, Tom Ford ha encontrado algo que emociona: el reflejo de las malas decisiones, del arrepentimiento tardío, de las posibilidades que nunca fueron. El dolor de saber que nos hemos equivocado irrevocablemente. Pocas cosas hacen tanto daño. (90 de 100).
FRANTZ
François Ozon, Francia, 2016 / VENEZIA 73.
Una de las constantes en la obra del veterano François Ozon es el juego de expectativas que establece en su filmes. Partiendo siempre de una base sencilla, el autor galo retuerce el desarrollo apostando por la excentricidad para desnudar a sus personajes. Una circunstancia que, como sucede con Pedro Almodóvar, selecciona a su público tipo. La premiada En la casa, donde el paralelismo de una ficción dentro de otra le permitía jugar con los tópicos de la narrativa y las maneras de combatirlo, es quizá el mejor ejemplo de este estilo. Tras un par de trabajos desiguales, el francés vuelve a tirar de los mismos hilos para embarcarse en una historia en la que, a diferencia de su éxito de 2012, no tiene una base tan acertada para sus giros y replanteamientos. Frantz nos envía a 1919, recién terminada la Primera Guerra Mundial, en un remake cuasi directo de los Remordimientos (1932) de Ernst Lubitsch, para contarnos la búsqueda de redención de un soldado que desea contactar con la familia de un antiguo amigo de batalla. Por el camino, Ozon no nos lo pondrá fácil y, a través de claroscuros narrativos, dirigirá la trama llevando al espectador a un infinito juego de espejos construido con mentiras y verdades que, a la larga, descubren los trucos del montaje como el trilero al que se le han visto los resortes escondidos en la manga. Entrar o no en la propuesta es cuestión del nivel de engaño que cada uno permita. La naturaleza morosa del guion y la edición oculta información que, al revelarse, confunde y enerva. En su afán por dejar su impronta en este remake encubierto, también utiliza un recurso visual cromático tan ingenuo como, a la postre, infantil, consistente en dar color a escenas de felicidad y volver al blanco y negro cuando el sentimiento desaparece. Un poco a la manera de Dolan en Mommy, que jugaba con el formato para expresar la libertad y serenidad emocional de sus personajes, pero con bastante menos elegancia e inteligencia, buscando una complejidad ausente. El mayor interés de Ozon es dejar las expectativas del público en evidencia. ¿Por qué creen esto si no tienen pruebas? ¿Por qué dan por hecho juicios que no han sido confirmados? Cuando llegan las respuestas del propio director la incomodidad es palpable pero, ¿cabe justificar el juego cuando se han hecho trampas? No en este caso. (55 de 100).
SAFARI
Ulrich Seidl, Austria, 2016 / ORIZZONTI.
Hace tres años, el público veneciano y donostiarra se adentraba en la esencia del microuniverso de Ulrich Seidl a través de los sótanos de la sociedad austríaca en su obra Im Keller. En su penúltima incursión en los infiernos particulares de su país natal y decidido a desvelar los secretos mundanos y sexuales de sus vecinos, el documentalista vienés entrevistaba a una serie de personas con la excusa de filmar sus casas. Los hallazgos eran enormes y tenían la gran virtud de desvelar mucho de sus poseedores sin que Seidl necesitara articular una sola palabra. El cinismo que desprendía su mirada, tan silenciosa como divertida, resultaba chocante pero valiosa y única. Su nueva propuesta reincide en esa perspectiva fría de sonrisas soterradas de todo lo que graba. Su objetivo ahora es el cada vez más cuestionado mundo de la caza por placer pero, de nuevo, sin entrar en juicios verbales. ¿Para qué? Piensa Seidl, si ellos mismos ya se desacreditan frente a la pantalla. El austríaco solo necesita unas cuantas sesiones de caza, unas pocas entrevistas e imágenes de apoyo para armarse con una selección de planos muy cuidada y un montaje que ratifica las contradicciones. El tiro certero que estas práctica necesitaba. Para ello se sirve de un plantel de personajes a cada cual más esperpéntico. Destacando una familia de cuatro miembros con dos hijos, chico y chica que apenas rozarán la veintena, siendo instruidos en el que para ellos es un ejercicio de honor y adrenalina. Un día en la escuela donde, por supuesto, se marcan límites dependiendo de especies, número y también, por qué no decirlo, de en cuán bonito o feo será el animal al que se llevará a la muerte. A través de la sabana, Seidl sigue cámara en mano a sus criaturas asestándoles golpes letales. Tal vez sean estos los instantes en los que el documental nota la falta de ritmo, por otro lado algo inherente a la actividad que retrata y aun así es abundante en detalles. En su afán de sobrepasar los límites, llega incluso a plasmar en directo los estertores de una jirafa que arrastra su cabeza por la tierra hasta que exhala frente a la mirada nerviosa del matrimonio. Desde la hipocresía de las actitudes, hasta el proceso de descuartizamiento, el director repasa cada paso con un realismo poco soportable pero a la vez clarificador. El exceso como medio para atrapar a la realidad. (75 de 100).
Gonzalo Hernández Espinosa
© Revista EAM / 73ª Mostra de Venecia