Entre lo terrenal y lo divino
Crónica de la séptima jornada de la 73ª edición de la Mostra de Venecia.
Primera conclusión del día en la Mostra: tal vez sea un poco pronto para tener fe ciega en la originalidad salvaje de la que apenas sigue siendo una debutante: Ana Lily Amirpour. Su segunda película, The Bad Batch (70/100), es entretenida y refrescante, conserva intacto su ecléctico gusto por la música, se permite coquetear con los géneros como ya hizo en su ópera prima y mantiene a una mujer joven, callada, observadora y vengativa como eje del desarrollo. Como toda segunda película, empieza a verse una dirección, unos tics, unas intenciones comunes y una búsqueda de ruptura a medio camino entre elementos del cine mainstream y una visión más autoral que particularice sus historias. El problema es que no siempre la jugada se repite con acierto y ese es el caso de la sucesora de aquella brillante A Girl Walks Home Alone at Night. La excusa atmosférica que tan bien supo complementar con la decisión estilística del blanco y negro aquí es sustituida por un microuniverso cercano a la distopía situado en un terreno anárquico en mitad del desierto de Texas, donde van a acabar todos los desechos sociales del estado. Un lugar vacío, árido y sin reglas donde, a la manera del Mad Max de George Miller, impera la ley del más fuerte, representadas por las dos tribus de la zona, Bridge y The Comfort, que vienen a representar dos idiosincrasias estadounidenses muy diferentes. Por un lado, el salvajismo entregado a la violencia, el cuerpo y al canibalismo sin escrúpulos; y, por otro, la espiritualidad de una comuna de ínfulas hippies que pretende alcanzar ‘El Sueño’ a través de tabletas de LSD consumidas en masa en las fiestas comunitarias que celebran las palabras del líder. La disposición de Amirpour de esta iconografía tan norteamericana es acertada. El problema llega cuando, a lo largo del desarrollo, la inspiración se acaba y el guion decide apostar por soluciones estereotipadas que sigan empujando a la protagonista y traten de evitar que el ritmo decaiga, trocando su motivación inicial de venganza en una dudosa relación romántica que diluye la aspereza de la primera parte. Es esa concesión amorosa entre la guapísima modelo Suki Waterhouse y el imponente Jason Momoa el punto más débil y discutible de The Bad Batch, justificable tal vez por ese intento de la cineasta de querer llegar a una conclusión ‘metafórica’ sobre la unidad como único modo de salvación en una sociedad que aborda su extinción.
Aun con todo, el pase The Bad Batch se ha disfrutado. Es una pena que el posterior estreno de Tommaso (10/100) tirase por la borda todas las buenas energías que Amirpour había contagiado. La oferta italiana del día, ‘comedia’ de sorprendente corte sexista, aspiraba a convertirse en retrato sobre la inseguridad masculina. Un compromiso al que el ego de su director (aquí también protagonista) ha terminado condenando a la definición de impertinencia condescendiente. La historia de un actor paranoico que rompe sus relaciones mientras sueña diariamente con el sexo apoya su comicidad en la aparente lástima que el personaje quiere levantar en la audiencia, a la que dicho sea de paso apenas ha arrancado cuatro risas contadas. Por mucho que su director haya pretendido crear una catarsis original, el resultado es tan desastroso como autocomplaciente es su libreto. La guinda la pone un final que confirma el derrumbe. Kim Rossi Stuart apuesta por la sentencia moralizante en forma de horma de zapato para este antihéroe: I deserve it. A este discutido ejercicio de comedia le ha seguido la égloga sobre el universo según Terrence Malick de Voyage of Time: Life’s Journey (80/100). Un grandioso viaje donde, en lugar de apelar a dios, se invoca a la Madre Naturaleza, con mayúsculas, hermosa y cruel al tiempo que caníbal y creadora. El tono sigue siendo el del mismo ruego suspirado; el del creyente angustiado por la amenaza constante de aquello que ama y que en los últimos años ha intentado transmitir incansable en sus películas. Oraciones filmadas donde la belleza de imágenes que beatifican la tierra se entremezclaban con la nostalgia de unas historias de amor donde el vacío de sus protagonistas los convertía en seres errantes, sin destino. Tan pura es la intención de Malick de transmitir esta (abstracta) preocupación que a veces corre el peligro de caer en lo plúmbeo; en lo indefinido de un sentimiento imposible de racionalizar y que para él solo puede contarse mediante el esplendor de la música y la fotografía, ahora, de Paul Atkins. Con Voyage of Time es la primera vez que el cineasta de Waco se ha despojado de excusas narrativas, destilando todo su discurso hasta los conceptos más básicos: el de la magnificencia menospreciada del propio acto de creación, motivado por la que siempre ha sido la fuerza motora capital para el ser humano: el amor. Es por ello el proyecto más puro en cuanto a intenciones, el que mejor ha transmitido su mensaje desde que Brad Pitt y Chastain se solaparan con dinosaurios y células en un alegato de ambición desmedida como El árbol de la vida (2011), del que han brotado tantas semillas. La última, este viaje a través del tiempo, es, sin duda, una de las más acertadas consecuencias de aquella obra magna.
Gonzalo Hernández Espinosa
© Revista EAM / 73ª Mostra de Venecia