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    Cine Alemán Siglo XXI

    Festival de San Sebastián 2016 | Día 5. Críticas: Un monstruo viene a verme, As you are, Frantz, Lumières d'été, Porto & Pinamar

    Sigourney Weaver

    Tres kilómetros

    Crónica de la quinta jornada de la 64ª edición del Festival de San Sebastián.

    Tres kilómetros separan nuestro apartamento en San Sebastián, situado en las faldas del Monte Ulía, del núcleo del festival. Un segmento que, tras la medianoche, condensa decenas de sensaciones recopiladas durante una jornada donde la retina es golpeada de forma incesante. Son unos cuarenta minutos caminando que, bien por relajación, bien por simple entretenimiento, funcionan como germen del posterior trabajo que ven ustedes tras las líneas de este prólogo. Unas líneas que brotan con los párpados oblicuos a las seis de la mañana, cuatro horas después de la llegada. ¿Es el momento más apropiado para hacer una valoración? Claro que no. La respuesta se reduce a la pasión, a ese deseo irrefrenable de comunicar, de compartir una experiencia elaborada con el lector. No obstante la labor del crítico se basa en inspirar al público potencial, en darle ese empujón hacia a la sala proponiéndole la oportunidad de descubrir por sí mismo un nuevo mundo y de provocar su ese debate interno que ha convertido al cine en arte. Formular una reflexión no entiende de tiempo, pero cierto es que este recompensa a una paciencia que en la época que vivimos se ha convertido en una quimera. Las redes sociales mandan, y un evento como este, dotado de cierta exclusividad, las convierte en el perfecto altavoz del ego. En el día que aparecía en escena Sigourney Weaver, Premio Donostia 2016, y la polémica se recrudecía con el pase de prensa de la cinta polaca Playground, uno de los impactos mediáticos del certamen, las redes estallaban tras la primera proyección de Un monstruo viene a verme, la esperada tercera película de Juan Antonio Bayona. Sobre las diez menos cuarto de la noche, los tweets –algunos incluso antes de su final— surgieron dictando sentencia. Un torrente de exhibicionismo donde detractores y seguidores recurrían a la sorna para defender su postura. Eyaculadores precoces cuyo discurso y labor comienza y termina ahí, en los aledaños del cine. Hay que marcar tendencia y, con suerte, que algún distribuidor elija tu frase para un teaser promocional. Porque en el Festival de San Sebastián no solo se promocionan largometrajes, también Narcisos reflejados en el pequeño cristal que ansían sus tres segundos de fama.

    Un monstruo viene a verme

    UN MONSTRUO VIENE A VERME

    A monster calls, Juan Antonio Bayona, España / FUERA DE COMPETICIÓN.
    por José Luis Forte.

    Cuando tenemos pesadillas todos somos niños. Los terrores nocturnos, el pavor a la oscuridad, la pérdida de seres queridos y los temores más básicos llaman a nuestro monstruo interior, aquel que nos atenaza pero también que nos libera, aquel en el que podemos convertirnos y así destruir todo aquello que nos hace daño. Conor es un niño cuya madre está muriéndose víctima de un cáncer, su padre está separado de ella y no supone un auxilio y su abuela pareciera más bien un ogro de cuento. No todo es como parece a los ojos de Conor, pero mientras él lo vea de esta forma sus miedos permanecerán ahí, acosándolo e impidiéndole enfrentar sus problemas. Acosado además en la escuela, Conor acumula sobre sí tantas desgracias que no debe resultarnos extraño que se refugie en su imaginación. La fantasía como bálsamo pero también como acto de venganza liberador: en ella nacerá el monstruo al que se hace mención en el título y que lo visitará siempre a la misma hora. Le contará tres historias, pero habrá una cuarta, y esta deberá ser la verdad que oculta Conor: este le tendrá que confesar a cambio aquello que se esconde en lo más profundo de sus pesadillas. A Monster Calls / Un monstruo viene a verme (Juan Antonio Bayona, 2016) parte de esta forma de unos planteamientos si no originales sí al menos sugerentes. Pero este sea quizá nuestro propio sueño transformado en pesadilla: el director enseguida nos dejará bien claro que aquí no primará ni la sugerencia ni la comprensión, sino el grito y la aparatosidad. La rabia y el miedo de Conor liberarán a su monstruo, el cual intentará ayudarlo a golpe de moralina fácil y consejos de libro de autoayuda. Para las historias narradas por el monstruo la película opta por utilizar el cine de animación, valiéndose de unos dibujos que muestran tanta belleza como blandura en su ejecución. Son cuentos sin fuerza, ese tipo de narraciones escritas por adultos pensando en qué les gusta a ellos y no a los niños. Tampoco importa demasiado: esta no es una película para espíritus jóvenes. Es un filme para personas envejecidas, una fábula de cómo debemos aceptar la muerte y saber enfrentarnos a ella que a un niño aburrirá sin compasión, pero ya hemos dicho que no son ellos los protagonistas. Todo avanza en busca de la lágrima fácil con los recursos del melodrama más empalagoso y artificial que pudiera crear un guion que retuerce a la madre agonizante en su cama hasta lo infame y abusa de los dictados que debemos seguir para superar nuestras dificultades hasta el hastío. Hay tal falta de delicadeza en el uso de las metáforas que hasta se llega a sentir cierta angustia ante su vulgaridad. Un producto hollywoodense en el peor sentido del término, aquel que ahoga con su mensaje lanzado sin piedad al rostro y que lo emborrona todo a golpe de empalagosa música de orquesta anulando nuestros sentidos, pensando y sintiendo por nosotros. Hasta llegamos a percibir una mano invisible que comienza a abrir paquetes de kleenex y repartirlos entre los espectadores. Bayona aprieta el acelerador sentimental hasta provocar la insensibilidad absoluta. No sabe cuando parar ni cómo medir la emoción que quiere provocar. Resulta chocante que una película que pretende abrazar nuestra sensibilidad se empeñe desesperadamente en hacerlo a puñetazo limpio. [10/100]

    As you are

    AS YOU ARE

    Miles Joris-Peyrafitte, EE.UU. / COMPETICIÓN.
    por Miguel Muñoz Garnica.

    Si nos ponemos puristas, es fácil postular que el auténtico indie norteamericano fue muriendo con el avance de los años noventa. El devenir de los viejos pioneros de buena cuenta de ello. Algunos han reconducido sus inquietudes lejos de las historias juveniles y marginales que definen su universo temático original (es el caso de Jarmusch, Van Sant o Soderbergh) y otros han insistido en ellas cayendo en una progresiva decadencia (véanse Hal Hartley o Spike Lee). El nuevo siglo presenta un estado de la cuestión en el que las fronteras entre lo comercial y lo independiente son difusas. Tanto en el cine como en otro ámbito fundamental para el dibujo de la juventud noventera: el rock. El grunge fue la última ola capaz de mantener un gesto de rabia genuina contra las mezquindades del mundo adulto aun insertándose en las dinámicas de consumo masivo. Pero, respecto al choque de esas dos fuerzas, el final de Kurt Cobain puede decirnos muchos de la presión resultante. Es, en fin, comprensible que el indie actual con vocación más casticista vuelva tan a menudo a los años noventa, al grunge, los monopatines y la adolescencia exasperada, intentando conjurar con ello su espíritu creativo. La opera prima de Miles Joris-Peyrafitte viene a seguir esta tendencia (además de la cita a Nirvana del propio título, la noticia del suicido de Cobain se usa para presentar el punto de giro principal del guion) y le añade una dimensión llamativa: hablamos de un director nacido a mediados de esa década, y que por tanto parte, más que de la nostalgia, de una recreación mitificadora de cierta pureza perdida. La sensación de pérdida, de hecho, está realzada por las distancias temporales intrafílmicas que se marcan: la primera escena ya adelanta la muerte final de unos protagonistas, y sus distintos episodios están puntuados por planos donde los personajes los rememoran ante una cámara de vídeo. El pasado de una felicidad gradualmente rota se evoca desde un presente postraumático.

    Por lo demás, Joris-Peyrafitte recurre al reciclaje de motivos. Hay una trama coming of age que se desarrolla a partir de la estrecha amistad entre Jack (Owen Campbell) y Mark (Charlie Heaton), dos adolescentes inadaptados. Hay un tratamiento desesperanzado del choque generacional, especialmente en la relación entre un Jack aficionado al skating, el rock cañero y la marihuana y su padre más dado a tradiciones americanas como las armas y la violencia doméstica. Hay un (amago de) triángulo amoroso con la aparición de Sarah, la chica lista y de buena familia que termina atraída por los freaks del instituto. Y hay, y en esto encuentra su principal rasgo de estilo, un contagio de la energía del grunge. Sonoro por una parte, pero también relacionado con su sublimación de las emociones extremas, que la cinta traslada a un recurso continuo a la cámara lenta y los primeros planos agresivos. As Your Are busca, por tanto, su fuerza expresiva en la vehemencia, en un tono de furiosa confusión en la que zambullirse anhelando verdades. Exactamente igual que sus adolescentes protagonistas. Ahora bien, Joris-Peyrafitte se desenvuelve con soltura en el pastiche de emblemas indies, pero falla en la resolución final de sus niveles temporales: la visceralidad deviene en defecto en su último tramo, que peca de reiterativo. Con lo que su debut está lejos de ser redondo y, a buen seguro, generará rechazos fuertes en algunos espectadores. Pero merece la pena rescatar su honestidad, su cercanía con sus personajes y su voluntad de hacer cine desde las tripas. [65/100]

    Frantz

    FRANTZ

    François Ozon, Francia / PERLAS.
    por Sofía Pérez Delgado.

    La presencia del director François Ozon en San Sebastián (Concha de Oro en 2012 por En la casa) parece imprescindible, por lo que su último trabajo, Frantz, presentado en el Festival de Venecia hace unas semanas, era una Perla obligatoria. Se trata de un remake del filme de 1932 Remordimiento, de Ernst Lubitsch, el único drama que rodó el maestro alemán en su época sonora, pionera en cuestiones de sonido y soluciones visuales. En comparación con aquella, Frantz funciona más como cuidado y respetuoso homenaje al cine clásico que como una cinta que realmente aporte algo nuevo a su género o al cine contemporáneo. El filme nos sitúa tras el final de la Primera Guerra Mundial. En una pequeña villa alemana, Anna, tras la muerte en combate de su prometido Frantz en la guerra, mantiene su estado de viudez, vive con sus suegros y no tiene intenciones de modificar su situación. La llegada de un antiguo soldado francés que dice ser amigo de Frantz cambiará su manera de vivir. Ozon recrea a Lubitsch en la primera parte de la película, en la que cuesta reconocer su estilo dentro de una sobriedad más propia de un Michael Haneke o un Edgar Reitz. Con este último especialmente, comparte el uso del color a la manera en que se utilizaba en la serie Heimat: probablemente, Frantz es una de las películas que hace una diferenciación estética más claramente psicológica del blanco y negro y el color, reservado para recuerdos y ensoñaciones enfrentados al gris presente que día a día afrontan sus personajes. Es en la segunda parte donde Ozon introduce su propia continuación de la historia, para volar con más libertad, también visual, y darle definitivamente el protagonismo a la mujer en lugar de al soldado, como extensión de su habitual exploración del universo femenino. Encarnada por la extraordinaria Paula Beer, Anna se encuentra con sus circunstancias a caballo entre Alemania y Francia, observando el enfrentamiento entre los dos países debido a los conflictos bélicos, que fomentan el patriotismo y el odio al extranjero. Irónicamente, en este panorama será un fallecido quien logrará que los protagonistas se reconcilien consigo mismos y empiecen a salir adelante. De un romanticismo melancólico, relacionado con el paso del tiempo marcado por las estaciones, algo muy del gusto de Ozon (en Joven y bonita incluso las marcaba expresamente), Frantz despliega toda la elegancia del melodrama estableciendo un contexto en el que la soledad es una de las consecuencias más directas de la guerra para los que se quedan y deben convivir con el recuerdo de lo perdido. [70/100]

    Lumières d'été

    LUMIÈRES D’ÉTÉ

    Jean-Gabriel Périot, Francia / NUEVOS DIRECTORES.
    por Víctor Blanes Picó.

    Había en Une jeunnese allemande, el primer largometraje del director francés Jean-Gabriel Périot, una aproximación a un hecho histórico desde la imagen producida en ese mismo periodo. A través de imágenes de archivo montaba todo un discurso narrativo para explicar e indagar en las causas y consecuencias de la RAF. En su segunda película, Périot continúa volviendo la vista atrás, pero esta vez desde una ficción que enmascara un gusto exquisito por el acercamiento a la realidad desde un prisma casi documental. Lumières d’éte sigue los pasos de Akihiro, un director japonés afincado en Francia que vuelve a su país natal para realizar un documental sobre la bomba atómica de Hiroshima. La cinta se abre con el doloroso testimonio de una superviviente, que pesa como una losa sobre la conciencia de las nuevas generaciones pero a la vez muestra una paradoja: lo escuchamos, nos conmovemos, pero la necesidad de recuperarlo no hace más que confirmar lo fácil que es olvidar el pasado, la imposibilidad de sentir el mismo infierno. Quizá por ello Périot prefiere en este caso enfrentarse al duro recuerdo de Hiroshima desde el relato oral y la memoria formulada desde el presente para reivindicar un ejercicio que vaya más allá del simple hecho de contarlo para tener la conciencia tranquila. Esta idea de la responsabilidad colectiva frente al recuerdo del pasado está muy presente a lo largo de todo el metraje. Especialmente tras el encuentro fortuito con Michiko, con quien emprenderá un viaje por la ciudad recorriendo sus calles, deambulando por los parques, descubriendo el mar… Y en todos estos lugares conocerán a distintas personas que les demostrarán que, pese a ser una ciudad viva en la que indudablemente la vida continúa, la conexión con el pasado es permanente. La mejor manera de definir a Lumières d’été es justamente como un viaje iniciático abierto y sin rumbo, empujado por la necesidad de descubrir, de hablar y de reflexionar. La sencillez con la que Périot envuelve su narración ayuda a convertir lo cotidiano en transcendental sin caer en la pose intelectualizada. Akihiro va poco a poco descubriendo a la misteriosa Michiko y siente una necesidad imperiosa de seguirla allá donde va. Michiko, por su parte, se deja llevar por todo lo que le rodea para sentir el peso del pasado como presencia que impregna todos los espacios. De este modo, lo que empezaba como una atracción física, intelectual y accidental va mutando en una especie de fábula fantasmagórica en la que la memoria actúa como uno de esos antepasados que, según la tradición japonesa, se aparecen a las familias en la fiesta de los ancestros. Aunque, en este caso, a la hora de recordar los horrores del pasado, todos pertenecemos a la misma familia. [82/100]

    Porto

    PORTO

    Gabe Klinger, Estados Unidos / NUEVOS DIRECTORES.
    por Juan Roures Rego.

    Dos almas destinadas a encontrarse lo hacen por fin en el primer largometraje de ficción de Gabe Klinger, quien bebe del ya canónico Antes del amanecer (1995) de Richard Linklater para componer un romance plagado de caricias regaladas, pasión desenfrenada y conversaciones vitales. No por casualidad el trabajo anterior del realizador, de corte documental, se llamaba Double Play: James Benning and Richard Linklater (2013). La base de Porto es un bello —aunque algo azucarado— guion escrito mano a mano por el propio realizador y el más versado Larry Gross (quien escribiera Ejecución inminente, (1999) para Clint Eastwood), dúo que saca gran partido del fuego nocturno portugués y la consciencia de ser extraños en una ciudad nueva. Inspirados por Ethan Hawke y Julie Delpy, los jóvenes Anton Yelchin (estrella recientemente fallecida a la que está dedicada la obra) y Lucie Lucas (que incluso comparte encantador acento galo con aquella) intercambian sonrisas candorosas fruto de saberse parte de una experiencia única. En la línea de la reivindicable Theo y Hugo: París, 5:59 (2015), el amor y el sexo se entrelazan, luchando ambos elementos por evitar volverse discordantes. Pero, entonces, amanece un nuevo día y hace su aparición el efecto Stockholm (2013) —excelente primer trabajo de Rodrigo Sorogoyen con el que Porto parece complementarse—, es decir, la cruda —aunque inesperada— realidad. La magia de la noche ha concluido y es hora de despertar del sueño. Fue bonito mientras duró (o quizá no).

    Los tres excelentes filmes citados parecen haber iluminado a Gabe Klinger (al margen de las probabilidades de que los haya visto o no), pero la estructura elegida por el joven cineasta distancia su obra de todos ellos. Así, frente a la linealidad de aquellos, Porto funde tiempos y espacios discordantes, convirtiendo la experiencia de los protagonistas en un puzle donde, no sólo carecemos de todas las piezas, sino que además recibimos las que se nos ofrecen de forma imprecisa y desordenada. Esta decisión, lejos de ser un gratuito intento de emular los riesgos popularizados por la Nouvelle Vague, acentúa el poder de los sentimientos involucrados, instándonos a percibir los hechos del mismo modo que lo harán los protagonistas una vez terminada su historia: a modo de evocaciones cuasioníricas. Y, claro, como todo recuerdo, la versión de cada uno de los implicados será distinta, algo que, sumado a la perenne ambigüedad de la puesta en escena, imposibilita tener claro qué es exactamente lo que ha acontecido en tan prodigiosa noche. A propósito de esto, la película recuerda inevitablemente a otro sugerente debut: el tríptico romántico La desaparición de Eleanor Rigby (Él, Ella y Ellos) (2013/2014), donde Ned Benson muestra una dramática relación de pareja desde las tres perspectivas (o sea, la de uno, la del otro y la compartida). Y es que siempre hay más de una realidad; y Klinger nos acerca a varias de ellas de un modo mágico que insta a esperar con impaciencia sus próximos trabajos. Considerando que su primer largometraje ha sido abalado por el mismísimo Jim Jarmusch en calidad de productor ejecutivo, parece que no le faltarán merecidos apoyos en el futuro. [75/100]

    Pinamar

    PINAMAR

    Federico Godfrid, Argentina / NUEVOS DIRECTORES.
    por Juan Roures Rego.

    Pocos sentimientos humanos son más poderosos y especiales que el amor fraternal; un amor donde la estirpe y la amistad se abrazan, se pelean, se funden; un amor, a fin de cuentas, incomparable a cualquier otro, lo que vuelve imposible imaginarlo a quien carece de este tipo de lazo afectivo. Sobra decir que, en función de ello, el visionado de Pinamar supondrá una experiencia completamente diferente para cada espectador. Y es que nos hallamos ante la simple pero efectiva historia de dos jóvenes que regresan al enclave que da nombre al filme tras la muerte de su madre para vender una casa plagada de recuerdos, dando así un adiós definitivo a tan importante etapa de la vida: aquella en la que el seno familiar actúa de nexo de unión, como un ancla a la que aferrarse pase lo que pase. ¿Qué será entonces, no ya de Pablo y Miguel, sino de la conexión que los une? Esta fue la semilla del primer proyecto en solitario del argentino Federico Godfrid tras la más cómica La Tigra, Chaco (2008), otra historia de reencuentros con el pasado que codirigió junto a Juan Sasaín. Pinamar evita todo abalorio formal que despiste al espectador de poderosas sensaciones fruto del momento en que los caminos de dos hermanos pueden, tanto comenzar a separarse, como entrelazarse más que nunca. Pocas relaciones fraternales —por no decir ninguna— se permiten presumir de un pretérito sin rencillas, pudiendo estas, tanto desvanecerse (o perdonarse) con el siempre desgastador paso del tiempo, como ensancharse hasta volverse intolerables.

    Tal es la honestidad destilada por la melancólica Pinamar que sorprende descubrir que los dos maravillosos protagonistas (Juan Grandinetti y Agustín Pardella) carecen de hermanos en la vida real. Parece que ambos han llevado a cabo un excelente ejercicio de empatía, además de contar con la perfecta guía de un realizador que sabe bien qué quiere contar y cómo quiere hacerlo. De todos modos, los tres tenían el trabajo relativamente fácil al partir del refinado guion de Lucia Möller, quien, lejos de haberse visto perjudicada por su género a la hora de retratar el universo masculino, ha aprovechado bien su sensibilidad para dotar a los dos perdidos protagonistas de máximo candor. Punto a su favor, además, por no llevar la relación que ambos comparten con una chica del pueblo (encantadora Violeta Palukas) al fastidioso terreno de la previsibilidad, sirviéndose de ella para estimular el espíritu existencialista de la cinta. Simpáticos, emotivos y, sobre todo, muy sinceros, los nada sobrecargados diálogos del filme poseen tan perfecta combinación de naturalidad y vigor que la empatía está asegurada. Poco importa cuán humildes sean los medios empleados de cara a alcanzar el éxito: para eso, tan sólo hay que optar por un tema real como la vida misma y abordarlo desde el corazón. Porque algo tan básico como el infinito mar azul puede tornarse en el más poderoso de los planos de haberse sembrado antes las semillas de la nostalgia. [80/100]


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