Larga vida a las malas pécoras
Crónica de la cuarta jornada de la 64ª edición del Festival de San Sebastián.
Hablábamos en nuestra primera crónica de la controversia respecto a la escasa presencia de directoras en la sección oficial de San Sebastián. Lo que no implica, como ya hemos podido comprobar, que no puedan detectarse inquietudes feministas en la programación. Tenemos por un lado a Elle (vista en la sección Perlas), audaz reivindicación de la sociopatía de su protagonista femenina, encarnada por Isabelle Huppert. Paul Verhoeven, siempre corrosivo, ya no se limita a esquivar los juicios hacia un personaje femenino caracterizado por su individualismo extremo, su cinismo humillador y su carácter dominante. Sino que se las apaña para contagiar su admiración por el cabronismo de una mujer (el adjetivo resulta más preciso que nunca) libre. Por otro lado, en esta crónica reseñamos la notable Lady Macbeth, del británico William Oldroyd, el retrato de una femme fatale en la Inglaterra victoriana que cita a la reina shakespeariana para reformularla, anulando los elementos de maldad inherente y penitencia final desde los que estaba trazada la original. Con lo cual, Oldroyd, al igual que Verhoeven, crea una protagonista femenina que, en su reacción contra los automatismos patriarcales, encuentra su vía de liberación en un proceder retorcido y amoral. Un proceder ante el que los directores están lejos de tratar diseñando mecanismos de juicio y castigo. Al contrario, la acidez de Verhoeven y la ironía minimalista de Oldroyd tienden a lo celebratorio. El contagio funciona en ambos casos. Así que, antes de entrar a desgranar lo que ha dado de sí la cuarta jornada de festival, les animamos a que se acerquen cuanto antes a dos obras concebidas para desmontar nuestros automatismos a la hora de juzgar conductas. Y a que griten un par de hurras por las malas pécoras. (Miguel Muñoz Garnica).
LADY MACBETH
William Oldroyd, Reino Unido / COMPETICIÓN.
por Miguel Muñoz Garnica.
Uno de los planos más memorables de Lady Macbeth muestra a su protagonista, Katherine, posando para una foto funeraria junto al ataúd abierto de su muy odiado suegro. Los dos se encuentran de pie, en una estancia lúgubre y austera, fingiendo (en el caso del muerto se entiende que no) para la cámara el rictus severo que la ocasión requiere. Pero un gato atraviesa la parte baja del encuadre. Y ese breve movimiento pulveriza toda la severidad forzada de la situación, propiciando un golpe delicioso de esa ironía seca que por alguna razón nos resulta tan inglesa. La ópera prima de William Oldroyd está llena de puntadas similares, cuya efectividad posibilita el meticuloso trabajo de una puesta en escena minimalista. Sus primeras imágenes crean el ambiente opresivo de patriarcado decimonónico al que Katherine se ve arrojada. Los interiores de una mansión rural de maderas apagadas, bañados por esa luz neblinosa y sutilmente polvorienta que filtran las ventanas, se tratan alargando planos fijos y silencios. Con ello, los ecos, crujidos y efectos de luz cobran tal protagonismo que la presencia del escenario se ve notoriamente amplificada. Ahora bien, y aquí volvemos a la ironía inglesa, Oldroyd reconstruye este ambiente tan opresivo para ir derrumbando su tiesura con arranques cada vez más vehementes de libertad refrescante: la que conquista Katherine tras empezar a tomar las riendas de lugar, rebelándose contra el rol de esposa azotable para el que ha sido comprada para su marido y trasgrediendo la prohibición de cruzar los límites de la casa para empaparse de lluvia, aire fresco y lujuria. Un plano del gato que mencionábamos (uno de los motivos más inspirados de la cinta, por cierto) comiendo sobre la mesa del comedor los restos de un plato funciona como apertura una serie de planos en los que, fogosidad sexual mediante, reina una gloriosa anarquía en el caserón aprovechando la ausencia del suegro y el marido de la protagonista.
Además de la cuidadísima puesta en escena, Lady Macbeth también hace un uso extraordinario de los elementos de vestuario para contar la liberación de Katherine. Desde unas primeras imágenes que la muestran aprisionada tras el velo de novia, sacándose con miedo el camisón por orden de su marido o embutida en corsés y fajas, hasta los planos de desnudez concupisciente con su amante (un joven sirviente de la casa). Ahora bien, como habrán podido adivinar por la referencia a la esposa del rey escocés, estamos ante algo más que una trama de emancipación femenina en la Inglaterra del siglo XIX. El arco argumental va explorando cómo la rebeldía doméstica de Katherine va in crescendo a la par que su crueldad. Existen cuatro personajes masculinos que, de un modo u otro, suponen sendos obstáculos para su avance. La forma que tiene de enfrentarse a cada uno de ellos va de la comprensión (o incluso celebración) del espectador a lo moralmente cuestionable. Pero, y llegamos a la gran diferencia respecto a la obra de Shakespeare a la que remite, no estamos ante una tragedia de corte clásico. Si en aquellas el destino fatal de sus personajes estaba dictado por lo insalvable de cada uno de sus ethos, aquí el proceder de Katherine no está únicamente marcado por su temperamento sino, sobre todo, por las circunstancias. La tiranía falocéntrica contra la que reacciona. De modo que puede que no exista justificación para todas sus tropelías, pero el juicio que emitimos ante su último plano es ambiguo. Lo que termina por proponer Oldroyd es un potente ejercicio feminista que consiste en citar al dramaturgo inglés para desmontar sus mecanismos narrativos. Con una versión de la señora Macbeth que no presenta ni la ambición maliciosa inicial ni la locura arrepentida final de la reina escocesa (que no dejan de ser elementos de intervención moral), y cuyo maquiavelismo tiene un delicioso punto de placer culpable. [75/100]
PLAYGROUND
Plac zabaw, Bartosz M. Kowalski, Polonia / COMPETICIÓN.
por Víctor Blanes Picó.
La provocación siempre ha sido una de las armas secretas del arte cinematográfico. Ese golpe en la retina que resuena hasta las entrañas, remueve las tripas y nos obliga a apartar por un segundo la mirada de la pantalla, a cerrar los ojos en un ejercicio de supervivencia. Así es, tal cual, el último largo plano de la película polaca Playground, de Bartosz M. Kowalski. Inspirada en un hecho real que evitaremos a toda costa desgranar en estas líneas para respetar la experiencia de futuros espectadores, el acto de extrema violencia que se produce en el desenlace está rodado a cámara fija, a una distancia más que considerable, y, aun así, provoca el efecto descrito con anterioridad. Sin embargo, lo que nos debería preocupar no es si tal acontecimiento merece ser mostrado o no, pues entraríamos en el viejo, manido e interminable debate sobre los límites de lo cinematográfico y lo que se puede o debe mostrar. Lo que verdaderamente nos atañe es cómo se ha llegado hasta él, la destreza del realizador para que la narración desemboque en él irremediablemente; la sensación de que, tras observarlo, no había otro modo de captar en imágenes la psicología y el contexto de quienes han llegado hasta ese extremo. En pocas palabras, evitar que el hecho de mostrarlo sea gratuito.
Ese es el terreno pantanoso que debe sortear Kowalski. Las tres primeras partes en las que se divide la cinta llevan el nombre del trio protagonista. En el último día de clase, se preparan para asistir al acto de clausura del curso. La niña, enamorada secretamente de uno de ellos, concierta un encuentro con él para declararse, aunque su cita idealizada se convierte muy a su pesar en un claro ejemplo de acoso. A través de planos largos y pausados el director polaco va acompañando a cada uno de ellos en sus tareas cotidianas: ella, mirándose al espejo, fantasea con su madurez pintándose los labios; todo su entorno denota una clase social alta. Mientras, los dos niños se enfrentan a sus rutinas matutinas en hogares con distintos problemas: el primero debe encargarse de un familiar con una enfermedad degenerativa y el segundo lidiar con su madre, a la que detesta, y sus hermanos, a los que aborrece. Kowalski realiza de manera consciente un ejercicio de contextualización que, a través de esta estructura compartimentada, va poniendo el foco sobre personas o situaciones, cosa que subraya más el elemento de comparación entre las mismas. Y ahí es donde su discurso es difuso, torpe y tramposo. En primer lugar, porque esa estratificación social se nos presenta de manera superficial, sin que se produzca ninguna reflexión sobre el trasfondo real, y, lo que resulta más preocupante, se utiliza como excusa para solventar de un plumazo cualquier interrogación posterior sobre las causas de los comportamientos de los jóvenes. En segundo lugar, porque, con el posicionamiento de la cámara, está comparando los distintos hechos execrables que realizan los dos jóvenes. La pregunta sería: ¿a mayor distancia de la cámara, peor es lo que están haciendo? Utiliza el objetivo para emitir juicios de valor que, por su diseño de puesta en escena, parece querer evitar a toda costa. Y, por último, porque estos elementos combinados nos abocan a un desenlace que por su planteamiento se antoja, en efecto, gratuito: la provocación sin una narrativa que la sustente es un golpe de efecto vacuo, abyecto y tan rechazable como el propio acto mostrado. [20/100]
COLOSSAL
Nacho Vigalondo, Canadá / FUERA DE COMPETICIÓN.
por Víctor Blanes Picó.
Las sinopsis de las películas de Nacho Vigalondo siempre nos dejan extremadamente desconcertados. La historia de una joven americana que descubre estar conectada con un monstruo que está causando el pánico en Seúl no nos debería extrañar demasiado si viene firmada por el director cántabro. Y es que, sobre el papel, el planteamiento de Colossal no es menos sorprendente que el de sus anteriores cintas. En pantalla, sin embargo, el resultado es un producto un tanto deslavazado. Vigalondo parece buscar continuamente cualquier rendija por la que dar rienda suelta a su estilo. Así, la película es capaz de mostrarnos lo mejor y lo peor. Por un lado, encontramos una parte central con momentos realmente brillantes, en la que subyace un planteamiento muy parecido al de Extraterrestre (no en vano, el personaje de Jason Sudeikis realiza un viaje muy similar al de Carlos Areces) y donde su narrativa se deja llevar por el efecto bola de nieve que se alimenta de lo excesivo de su humor (ojo a esa referencia tan solo identificable para el espectador español) y su infinita imaginación para explotar el género fantástico. Por otro, el aire a sitcom romántica americana un tanto naïf (una Anne Hathaway totalmente sobreactuada parece sacada de un capítulo de New Girl) y un desenlace de manual lastran el derroche de originalidad y talento que se presuponía. Puede que sea el peaje que hay que pagar por una gran producción con afán de llegar al gran público o puede que simplemente esta vez los engranajes no se han engrasado correctamente, pero lo cierto es que Vigalondo no acaba de encontrar el tono en su nuevo largometraje. Pese a todo, la película divierte y entretiene, y aunque en ocasiones no se sabe muy bien si pretende hacer una denuncia de los estragos del alcohol o es simplemente un chiste más dentro de la chistera, si no nos quedamos solamente con la parte superficial y rascamos un poquito descubrimos un claro discurso contra el abuso y el poder patriarcal de la sociedad. De este modo, los roles de género asignados por la industria en las películas de héroes y villanos quedan diluidos aquí para darle un buen golpe en la entrepierna a esa concepción de la pareja, el amor y la posesión cincelada durante años por las grandes producciones. Aunque quede un tanto diluido, puede que este sea el gran tema de Colossal, una película que, por otra parte, le falta la valentía y la garra para ser de principio a fin tan extraña, diferente y estimulante como los anteriores trabajos de Vigalondo. [68/100]
LE CIEL FLAMAND
Peter Monsaert, Bélgica / NUEVOS DIRECTORES.
por Juan Roures Rego.
Un burdel de curiosa tradición familiar situado en la frontera entre Flandes Occidental y Francia aloja el segundo trabajo del belga Peter Monsaert, quien aborda un tema tan manido como la prostitución a través de una mirada atrayente pero algo fragmentada. La sugestiva protagonista no es otra que Sylvie (Sara Vertongen), el escalón central de tres contrastadas generaciones de mujeres cuyos extremos parecen destinados a esclavizarla: a saber, una abnegada progenitora cuyo pasado le impide concebir otra forma de vida y una indefensa descendiente condenada a heredar un futuro que aún no está preparada para conocer. Aprisionada entre la necesidad de mantener la rutina y la posibilidad de ofrecer algo mejor a su hija, Sylvie se verá forzada a plantearse un dilema que lleva tiempo apartando de su mente a raíz de un oscuro incidente que, tarde o tempano, tenía que suceder. Y es que difícilmente puede mantenerse el control en el mundo de la prostitución por elegantes que sean las intenciones. De este modo, el avistamiento voyerista a tan peculiar forma de vida se torna poco a poco en un contenido thriller donde ninguna mujer está a salvo y todo hombre es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Y, hablando de los personajes, qué bien retratada está la protagonista y qué superficialmente están abordados los demás, quizá porque la cinta desea ser vista desde los ojos de aquella, quizá porque no hubo tiempo para redondear un guion que se habría beneficiado de un par de recortes a giros casuales y situaciones forzadas (sirva la aparición de Papa Noel como claro ejemplo de ello).
Marcando una llamativa estructura, el ecuador de la película supone el cese del protagonismo de Sara Vertongen en pos del personaje encarnado por Wim Wellert, quien ya participó en el anterior largometraje de Mosaert (Offline, 2012) y se hizo hace poco con el Premio Magritte por un papel de corte opuesto en la comedia Je suis mort mais j’ai des amis, 2015). De esta forma, lo que comienza como el drama de tres generaciones de mujeres se torna inesperadamente en la venganza de un hombre que decide tomarse la justicia por su mano como último recurso de cara a confirmar, tanto su masculinidad, como su rol de cabeza de una familia que jamás le pertenecerá. Los roles de género siguen, por consiguiente, limitados a los cubículos donde suelen depositarse, rememorándose incluso el pasado para culpar al abuelo de todos los males atravesados. Así, sea como crítica o como mero conformismo, la cinta hace hincapié en cuán atados están a menudo los destinos de las mujeres a los de los hombres que las engendran, desposan o, sencillamente, aman. Pero, ¿no son acaso ellas las principales responsables de sus propios destinos? ¿Se refugia el filme en un conservadurismo donde unas son víctimas desvalidas y otros, verdugos insensibles? Tan sólo la breve escena en la que la matriarca de la familia afirma ser tan culpable como su marido de la creación del burdel (y de todo lo que ello supuso y supone) parece apartar esta teoría de forma que podamos limitarnos a disfrutar de tan inquietante desarrollo. Pero, incluso en ese momento, cuesta creer en palabras que podrían ser simple consecuencia de la resignación a llevar una vida que nunca ha pertenecido del todo a quien las pronuncia. [67/100]