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    Cine Alemán Siglo XXI

    Festival de San Sebastián 2016 | Día 6. Críticas: El invierno, Jesús, Snowden & Rara

    Sigourney Weaver

    Surfeando el celuloide

    Crónica de la sexta jornada de la 64ª edición del Festival de San Sebastián.

    Sexta jornada ya del 64 Festival Internacional de Cine de San Sebastián y seguimos inundando nuestras pupilas de sueños e historias que nos han traído emoción y polémica, división de opiniones y grandes nombres del cine. Este año han desfilado por la Zurriola un actor con aroma a clásico, Ethan Hawke, y una actriz que ya lo es, la gran Sigourney Weaver, la cual llegaba ayer mismo levantando una expectación y una admiración equiparables a la que pocos días antes había provocado su compañero a la hora de recibir los Premios Donostia de este año, galardones otorgados como reconocimiento a toda una carrera, si bien las de nuestros dos protagonistas aún distan mucho de llegar a su fin. Una brillante manera de combinar con esta elección todo el glamour del viejo Hollywood con una calidad y categoría artísticas indiscutibles. Si las diatribas más importantes se han centrado en la necesidad o no de mostrar escenas explícitas hasta la brutalidad o lo pornográfico, y en si es bueno o contraproducente que se generen estos debates en el seno del Festival, hay algunas más pequeñas, casi invisibles, pero que afectan de manera importante a los espectadores más sufridos y silenciosos, aquellos que no gustan de dar su opinión en voz alta aunque en algún momento no pueden contenerse y dejan oír su tembloroso sonido en las salas reclamando un poquito de comprensión. Porque, ay, esa altura a la que quedan en algunas ocasiones los subtitulados electrónicos de las películas son un pequeño infierno. Espectadores removiéndose en sus butacas buscando la posición a veces imposible desde la que poder leerlos sin problemas, levantándose a mitad de proyección para cambiarse de sitio porque desde donde están no hay manera de verlos o rezando al momento de sentarse para que el más alto o el más melenudo de la sala, tampoco tienen ellos la culpa de serlo, claro está, no se siente justo delante. Una molestia menor pero no baladí que se compensa con el entregado trabajo del personal de los cines, siempre amable y dispuesto a responder cualquier pregunta y solventar la más mínima duda con una sonrisa y eso que somos conscientes de que algunas de ellas deben de llegar a sus oídos cientos de veces al día, de igual forma a quien durante toda la jornada nos atiende con los tickets y las entradas que temerosos de que se hayan agotado pedimos en las taquillas y en las mesas del Kursaal. También a todo ese equipo que se preocupa de que las películas estén listas justo a su hora sin que haya un minuto de retraso y que todo se encuentre en orden para que podamos disfrutar de las proyecciones. Sirvan estas líneas como un pequeño aplauso a esas personas que realizan el trabajo más oscuro del Festival, aquel del que casi nadie habla o tiene en cuenta en sus discusiones cinéfilas, pero que si no estuvieran ahí… ¿de qué demonios íbamos a polemizar? Todos compartimos estos días que pasarán como una ensoñación, todos surfeando las olas de celuloide del Festival. (J.L. Forte).

    El invierno

    EL INVIERNO

    Emiliano Torres, Argentina / COMPETICIÓN.
    por Miguel Muñoz Garnica.

    De Friedrich a Malick, la colección de apologetas de la pérdida trascendente del ego ante el paisaje natural es amplia. La idea de dejarse arrebatar por esa inmensidad es romanticismo puro, pero no olvidemos que esta corriente estética alberga en su núcleo una contradicción: el deseo de comunión con lo salvaje es formulado por el hombre que habita la civilización. Esto es, la atracción por lo arrebatado, lo irracional, surge por el rechazo a (y desde) un mundo ordenado y racional. El panteísmo como invento mundano. Ahora bien, probemos a revertir el concepto. La permeación del paisaje en el alma no como bendición, sino como maldición. La condena del hombre incivilizado que, al habitar lo salvaje, se expone a ser engullido por su vastedad. En la agreste Patagonia en la que transcurre El invierno, el viento continuo que sopla durante todo su metraje cobra resonancias muy relevantes como elemento que barre de forma incansable cualquier intento de raigambre. Vegetal o humana. El primer protagonista de la cinta es un viejo capataz que lleva décadas trabajando solo en un rancho situado en el inhóspito paraje. Cuando es despedido por el propietario, su soledad absoluta termina de quedar en evidencia: ya no es capaz de replantar sus raíces perdidas. Las inclemencias de una naturaleza desatada le han vaciado de identidad hasta convertirlo en un mero elemento superviviente del paisaje. Cortada su convivencia con él, el vacío es total. Un plano en el que el anciano mira a un viejo barco oxidado en dique seco remata el paralelismo. Una vez regurgitado por la lógica de mercado (que es capaz incluso de llegar a rincones tan remotos), no es más que una pieza de chatarra maltratada por los elementos.

    El segundo protagonista, un joven que es nombrado nuevo capataz, aparece antes de serlo como trabajador temporero de la esquila a las órdenes del viejo, durante el verano. Este último muestra una fascinación inicial por el joven que, como se comprueba pronto, es más bien identificación. Porque el joven, una vez contratado para encargarse del rancho durante el duro invierno, empieza a ser víctima de la misma erosión asoladora legible en el rostro del anciano. Sus lazos con su familia desaparecen gradualmente, hasta que una escena (previa al cierre circular en el que vuelve el verano y que remata la película) culmina su disolución en el paisaje: la nieve y la niebla forman un manto de blanco uniforme que empequeñece su figura hasta sepultarla. Esta cuestión de la sucesión generacional entre el viejo y el joven hace incluso plantearse la linealidad temporal. ¿Hay un verdadero avance cuando todos los elementos del cuadro, humanos y paisajistas, apuntan más bien a una repetición circular? El paisaje es un páramo inmutable a las marcas de cambio y las estaciones, como los desarraigos de los dos protagonistas, son un ciclo cerrado. De modo que, dentro de la lógica que dicta este escenario omnipotente (más determinante que la propia lógica narrativa), el joven y el viejo bien pueden ser la representación de dos momentos vitales de una misma persona. Si nos terminamos de poner metafísicos, incluso la breve deriva que la cinta hace hacia los códigos del western en su ecuador tiene tanto de duelo entre dos como de lucha interior. Quizá toda esta parrafada les parezca un exceso de etereidad. Pero esa es también la propuesta del debutante Emiliano Torres, que prolonga el vaciado de paisaje y personajes a su narrativa hasta alcanzar un tono cercano a la abstracción. Presentando a sus criaturas desde una marcada opacidad y a su escenario desde su interminable monotonía. El invierno, en fin, funciona sobre todo como invitación a sumergirse en la cadencia abrupta de ese paisaje cuya trascendencia a lo humano es una maldición. Entrar en su mundo requiere algo tan arduo como abandonar todo instinto de romanticismo. [70/100]

    Jesús

    JESÚS

    Fernando Guzzoni, Chile / COMPETICIÓN.
    por Víctor Blanes Picó.

    El cine latinoamericano lleva unos cuantos años explotando unas señas de identidad que hacen identificables a los nuevos directores. Sin embargo, lo que de un tiempo a esta parte podría parecer un acercamiento fresco y diferente a una sociedad cambiante donde los jóvenes se encuentran cada vez más desconectados del universo de los adultos, en la actualidad parece haberse convertido más bien en un género en sí mismo. Una suerte de decálogo de formas y modos de representación que se ha convertido en el manual de buenas costumbres de demasiados nuevos directores del continente sudamericano. Hablamos de adolescentes perdidos en el paso a la madurez que viven en la periferia de las grandes ciudades, en barrios fruto de una clase media en ciernes que no deja de ser un espejismo. Hablamos de la cámara siempre pegada al cogote, de planos muy cerrados, de una fotografía oscura, de sexo y violencia explícitos, de música y discotecas como forma de evasión. Al final, no son más que las coordenadas establecidas de la nueva manera de poner en imágenes la nueva realidad. Sin embargo, a estas alturas, estamos ya ante elementos de fórmula, tics y dejes que convierten muchas de las películas que se adhieren a ellos en ejercicios impersonales. La moda autoral que se acaba merendando al autor.

    Esta reflexión viene a colación de la segunda película de Fernando Guzzoni, Jesús, que sigue los pasos de un adolescente que deambula por la vida entre la droga, la moda de los bailes coreanos de K-pop y sus amigos. La incomunicación con su padre es palpable: pertenecen a dos mundos diferentes que conviven en el mismo apartamento, pero son incapaces de entenderse entre ellos. Jesús se aferra al nihilismo de su generación como único bote salvavidas; una generación anestesiada de todo lo que le rodea, capaz de esbozar una pequeña mueca burlona al ver en un vídeo de Internet una brutal ejecución perpetrada por un grupo de narcos. Guzzoni, consciente de su importancia, se toma su tiempo para contextualizar este caldo de cultivo que desemboca irremediablemente en un incidente violento en el que estallan todas las inseguridades adolescentes como si de un acto de rebeldía inconsciente se tratase. Frente a ello, Jesús escoge, de nuevo, el camino del cine en el que se enmarca: el fuera de campo está prohibido; el verismo por bandera empuja a utilizar lo explícito como arma arrojadiza. Sin embargo, su trabajo previo y su esfuerzo por encontrar la coherencia en la puesta en escena evita que se antoje simplemente como una decisión gratuita o provocadora. Y, después de la tormenta, el conflicto se traslada al ámbito familiar. ¿Cómo asumir la responsabilidad y la culpa de una estirpe a la que no reconoces? Allá donde muchas cintas naufragan, en esa suerte de epílogo que en demasiadas ocasiones termina en tierra de nadie, es donde Guzzoni más cómodo se siente y acaba de pulir y modelar el significado de su ópera de prima. Lástima que el canónico uso de la escuadra y el cartabón en lo visual acabe impregnando de un regusto a déjà vu una obra que narrativamente resulta casi brillante. [70/100]

    Snowden

    SNOWDEN

    Oliver Stone, EE.UU. / FUERA DE COMPETICIÓN.
    por Víctor Blanes Picó.

    Desde que en mayo de 2013 aparecieran en el periódico británico The Guardian los documentos filtrados por el extrabajador de la CIA y la NSA Edward Snowden, una pregunta se apoderó de la opinión pública estadounidense: ¿héroe o villano? En una sociedad donde el discurso único y la concepción común del país está muy por encima de cualquier ideología (de ahí ese patriotismo en ocasiones tan difícil de entender en el viejo continente), la respuesta estaba clara. Y si a ello le sumamos el trabajo de los lobbies y del mass media, no es de extrañar que Snowden se convirtiera en el malo de una historia que, por mucho que haya sorprendido y escandalizado a gran parte de esa misma sociedad, no puede competir con su rápida definición como acto deplorable de traición a la patria. Resulta importante esta apreciación para lograr entender lo que ha podido empujar a Oliver Stone a trasladar a la ficción la vida del mayor informante del siglo XXI. Puede que aquella vieja máxima española de «la letra con sangre entra» se traduzca para el americano medio como «la letra entra mejor si es ficción». Snowden no esconde en ningún momento su vena didáctica y panfletaria. Sus mecanismos narrativos están al servicio de su objetivo último: provocar un cambio de opinión. Tanto es así, que algunos fragmentos, para mejor digestión del público, se presentan como si estuviéramos ante un documental medio que todo lo debe subrayar y masticar para que no se pierda el hilo. Pero por si esto todavía fuera un hueso demasiado duro de roer, la mejor manera de salvarlo es dar a la vertiente más romántica de la historia (que siempre la hay) la importancia que se merece. Se trata de un viejo mecanismo de conexión con el espectador, una deferencia para con los consumidores de palomitas que veneran el entretenimiento como única forma de acceso a la información. Sin embargo, para aquellos algo más avezados, el conjunto les parecerá, en el mejor de los casos, una narración para niños, y en el peor, una verdadera tomadura de pelo. Para estos últimos, era suficiente con Citizenfour, de Laura Poitras, y Zero Days, de Alex Gibney, para entender la magnitud del escándalo. Si se le quiere conceder la licencia, se podría decir que Snowden es el esfuerzo de Stone por intentar transmitir el mensaje a aquellos recodos sociales donde el mensaje cuesta más de llegar, si bien esto nos conduciría a la misma trampa en la que él mismo ha caído: tratar al espectador como tonto. Aun así, si hay algo destacable y rescatable de la película es la actuación de Joseph Gordon-Levitt: su mímesis con el personaje lo lleva a calcar cada uno de sus gestos y a reproducir su voz con una precisión metódica. [30/100]

    Rara

    RARA

    Pepa San Martín, Chile / HORIZONTES LATINOS.
    por Juan Roures Rego.

    Dice Pepa San Martín que no ha pretendido hacer una película militante, pero, quizá justo por eso, Rara lo es y mucho. Y es que en un momento en que gran parte de la sociedad occidental da por hecho que la homofobia es un problema del pasado, no hay mejor arma que la sutileza para recordarnos lo importante que sigue siendo la educación en lo que al freno de los prejuicios se refiere. Así, las jovencísimas protagonistas de Rara son dos hermanas que, desde el divorcio de sus progenitores, viven con su madre y la novia de esta; para ellas, la situación es perfectamente normal; o, mejor dicho, lo sería de no actuar todos los que las rodean como si no lo fuera en absoluto. “¿Seguro que estás bien?”, escucha Sara —la más madura, pero también influenciable, de las dos— una y otra vez, hasta el punto de dejar de tener clara la respuesta. Quizá los insultos y las agresiones hayan dejado de ser el pan de cada día, pero no así una homofobia que resulta más peligrosa que nunca precisamente por darse por superada. Tan solo el buen ejemplo de las viejas generaciones puede educar a las nuevas, no ya en la dichosa tolerancia, sino en la naturalidad que el asunto merece alcanzar de una vez por todas. Confeccionada gracias a la pasada convocatoria “Cine en Construcción” de este mismo certamen, la ópera prima de Pepa San Martín es una de las películas más importantes —y, valga el tópico, necesarias— que veremos en una edición a la que ha llegado con el Premio Sebastiane Latino bajo el brazo en reconocimiento a su perfecto tratamiento de la temática LGTB.

    Laureada también en la pasada Berlinale, Rara respira frescura y credibilidad desde su primer fotograma gracias a la sencillez del guion (obra de la realizadora en compañía de Alicia Scherson) y, sobre todo, a la franqueza de las interpretaciones, tanto de los adultos (perfectos Mariana Loyola, Agustina Muñoz y Daniel Muñoz), como de las dos niñas (impagables Julia Lübbert y Emilia Ossandon), a las que se encontró recorriendo escuelas (siendo la suya propia la que aparece en pantalla). Adherida a ambos elementos hallamos la perfecta confección de personajes, dispuesta a rehuir por completo clichés que otras cintas de corte similar terminan abrazando sin ser conscientes de ello (sirva de ejemplo la multipremiada Los chicos están bien, 2010). No hay villanos en Rara; tan solo ignorantes. Porque nada hay más peligroso que la inconsciencia, como prueba el caso real de la jueza Karen Atala, a la que fue arrebatada la custodia de las hijas por el mero hecho de ser homosexual (noticia internacionalmente conocida —aunque no lo suficiente— en que se basa la cinta). No todo es crítica a la homofobia en esta comedia agridulce, por supuesto, habiendo lugar para hogareñas instantáneas de vida familiar que, además de resultar muy acogedoras, guardan espacio para el humor más candoroso y espontáneo. Incluso ahí encontramos una extensión del discurso de la realizadora, ya que son esos pequeños detalles los que nos recuerdan lo natural que sería crecer con dos madres si las miradas ajenas no se empeñaran en señalar lo contrario. Ni Sara, ni su madre, ni la situación: es la sociedad la que es rara. [90/100]

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