Love will Tear Us Apart
crítica de Sparrows (Þrestir, Rúnar Rúnarsson, Islandia, 2015).
En la estética simetría con la que se describe la sintaxis fílmica del exordio de Sparrows, Rúnar Rúnarsson acierta a plasmar los perfiles decorativos de la bóveda de una iglesia como si fueran las líneas que nos guían hacia el punto de fuga de una composición pictórica, y que van a terminar en la cabeza del, todavía desconocido, protagonista: Ari, un adolescente con una voz prodigiosa que se sitúa en el centro de la imagen y de un coro eclesiástico. Armonía, proporción, pureza y fragilidad son las ideas que nos asaltan con este impecable arranque, términos que nos dan una pista del camino por el que discurrirá la película en su empeño de acercarse, introspectivamente, a la delicadeza de la mente en proceso madurativo cuando se rompe con esa simetría que pone orden a nuestra existencia. Una mudanza indeseada será el detonante que activará los mecanismos de mutabilidad del joven para convertirse en un adulto. Todavía sin ser consciente de ello, Ari se enfrenta con ese cambio residencial a un proceso de alienación mucho más profundo del que se imaginaba cuando su madre, con el aplomo de las grandes manipuladoras emocionales, le asegura que su vida, aunque comience a convivir con el borracho de su padre —por supuesto aquí son usados ciertos eufemismos tranquilizadores—, no sufrirá alteración alguna y, además, dispondrá de todo el verano para afrontar con tranquilidad el período de adaptación al nuevo entorno. Si la figura del padre recibe un serio golpe moral, al mostrar a un hombre alcoholizado incapaz de conectar con su hijo, o tan siquiera comprender el estrés al que se ve sometido, la imagen de la madre no corre mejor suerte pese a permanecer oculta en la casi la totalidad del filme. Su ausencia es precisamente la mayor de las críticas, pues ella se separó de ese dipsomaníaco incorregible con el afán de encontrar una vida mejor —nada reprochable ahí—, pero ahora condena a su propio hijo, antes de que pueda valerse por sí mismo, a esa miserable vida que ella tanto detestaba, por egoísmo, por amor, por una aventura peligrosa y excitante que esconde, en un conato altruista, el verdadero egocentrismo que prevalece de su acto humanitario, al sacrificar la comodidad y estabilidad de su vástago en pro de su realización personal. Una crítica que se verá más agravada cuando quede en el aire la posibilidad de que, la adicción a la bebida de Gunnar, puede ser la consecuencia, y no la causa, de ese divorcio.
La tierra parece girar para todo el mundo menos para Ari quien, ya asentado en un pueblo rural del norte de Islandia, tiene que aceptar con estoicismo los desafortunados símiles esperanzadores, sobre la ausencia total de oscuridad, con los que todo el mundo parece querer disfrazar su afligida soledad. El guion nos sitúa en la celebración del solsticio de verano, donde una evocadora luz crepuscular, visible durante dos horas a partir de medianoche, será el único descanso que los habitantes islandeses obtengan de la plenitud lumínica del sol. Resulta evidente que el director aprovechará estas condiciones atmosféricas para filmar, con un claro protagonismo de la luz natural, los imponentes paisajes panorámicos del pintoresco país. Sin embargo, ni el más maravilloso de los enclaves rurales logrará mermar el anhelo de Ari por regresar a Reikiavik y, como era de esperar, sus nuevos amigos, no van a facilitar la aclimatación del adolescente a un entorno que cada vez le resulta más hostil. En este punto de completa desorientación, llega el punto primordial de su transformación y, ese mecanismo que se había activado previamente al inicio del filme, se verá espoleado por la intervención de una serie de factores que alterarán para siempre la percepción del protagonista y su visión de la vida. Como comentábamos, el primer paso se produjo por esa mudanza forzada, que suponía la ruptura con los lazos maternos, esa fase de desapego inevitable del seno protector bajo el que todos los animales se refugian hasta que la madre estima oportuno. Posteriormente llega la fase de duelo. Se produce una nueva ruptura, ahora con viejas ataduras y recuerdos del protagonista con su niño interior, creando un proceso de conmoción y dolor que será el desencadenante de nuevas reacciones emancipadoras como, por ejemplo, la ruptura del único vínculo familiar que le quedaba: la confrontación con su padre establece la aceptación del protagonista de su nuevo estatus social adulto, posición que se consolida gracias a una nueva pérdida, en este caso la de la inocencia virginal. El sexo es representado como un ritual iniciático en la vida del joven, una experiencia casi ceremonial con la que el protagonista se despide tácitamente de la etapa infantil. El hecho de ser tocado por una mujer, diferente a su propia madre, con lascivia, despierta, al mismo tiempo, una faceta de su personalidad que hasta entonces se encontraba dormida, o asustada. Ahora es capaz de plantar cara a otros machos de los que antes se escondía, más por ingenuidad infantil que por cobardía. Con una escena puramente felliniana, Rúnarsson culmina el ciclo adaptativo de su protagonista, ahora convertido en hombre, aunque todavía tendrá que hacer frente a la verdadera prueba de fuego: responsabilizarse de sus propias acciones.
«Gracias a la perspectiva semionírica y al punto de vista febril que utiliza, nos damos cuenta de que el resto del metraje ha sido una estrategia aséptica de Rúnarsson para mantenernos confiados y rendidos ante el avance flemático de la narración y, entonces, cuando de tan confiados hemos quedado desprotegidos por completo, asaltarnos sin aviso y someternos con dramaturgia implacable».
Surgirá entonces el inevitable hecho desagradable, originado por una de esas decisiones de las que hablábamos, y que supondrá una nueva ruptura del héroe, esta vez con la realidad tangible. El consumo de drogas lleva al nuevo Ari a una situación en la que tendrá que actuar con diligencia, dejándose llevar por su instinto. Esta secuencia, que da inicio al portentoso desenlace del filme, resulta especialmente acertada gracias al gran oficio del director que, llevando las riendas emocionales en todo momento, consigue algo tan extraordinario como es meternos de lleno en una acción de la que, hasta entonces, éramos simples y cómodos espectadores. Pero Rúnarsson nos hace perder esta privilegiada posición, nos obliga a introducirnos en el horror. Gracias a la perspectiva semionírica y al punto de vista febril que utiliza, nos damos cuenta de que el resto del metraje ha sido una estrategia aséptica para mantenernos confiados y rendidos ante el avance flemático de la narración y, entonces, cuando de tan confiados hemos quedado desprotegidos por completo, asaltarnos sin aviso y someternos con dramaturgia implacable. Somos incapaces de entender, al menos en el instante en el que asistimos a esta terrible escena como testigos impasibles, el alcance de semejante atrocidad, algo que empezaremos a discernir, al igual que hará el protagonista una vez el sol se haya puesto por fin, con la aparición de los títulos de crédito. Comprendemos con esta secuencia, devastadora en cuanto a sus implicaciones pero de una relevancia escalofriantemente indiferente para el espectador, que Rúnarsson ha construido su filme al abrigo de su previo cortometraje, Smáfuglar (Two Birds, 2008) o, al menos, ha contextualizado en una hora y media lo que sucedía en aquél en 15 minutos, y le ha dado una lógica propia encerrada en la ordinaria cotidianeidad. La escena en concreto no es excesivamente desagradable en apariencia, todo transcurre con impasible frialdad e incluso con una pulcritud muy estética y apacible, y esto es precisamente lo más inquietante de todo, la genialidad del director para conseguir un efecto de suma apatía y transmitirlo al público como una espantosa concesión, incapaz de discernir si lo que ve se corresponde con la realidad, o con una realidad contaminada por los estupefacientes consumidos —al final no quedará ninguna duda—. El desenlace de esta escena es demoledor, y se salda con un plano-contraplano de dos miradas condenadas a conocer la crueldad de la vida; una de ellas, la de Ari, refleja el exceso de información, la implicación consciente en un crimen del que es cómplice indirecto. La otra mirada, la de ella, nos traslada a la vaguedad de un cerebro incapaz de conectar con su pasado inmediato, y se esfuerza por reconstruir ese vacío con las pistas que han sido premeditadamente situadas a su alcance, con astucia y luminosa nocturnidad, por un amigo dispuesto a cargar con el peso moral de la culpabilidad para proteger a su amor adolescente de un golpe psicológico que podría ser fatal. Una mentira brutal, piadosa pero brutal, cuya gravedad se multiplica por la elaboración de la misma. El conflicto moral queda, pues, servido, y será tarea exclusiva del espectador decidir si la actitud de Ari es, o no, justificable, teniendo en cuenta las innumerables consecuencias de su acto y las, no menos numerosas, que habría originado su desentendimiento. | ★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Dublín
Ficha técnica
Islandia, 2015. Título original: Þrestir. Director: Rúnar Rúnarsson. Guion: Rúnar Rúnarsson. Fotografía: Sophia Olsson. Duración: 99 minutos. Productoras: Coproducción Islandia-Dinamarca-Croacia; Nimbus Film Productions. Música: Kjartan Sveinsson. Montaje: Jacob Secher Schulsinger. Diseño de vestuario: Helga Rós Hannam. Diseño de producción: Marta Luiza Macuga. Intérpretes: Atli Oskar Fjalarsson, Ingvar Eggert Sigurðsson, Kristbjörg Kjeld, Rade Serbedzija. Presentación oficial: Festival de Toronto 2015.