España, 2016. Título original: Los vecinos de arriba. Director: Cesc Gay. Dramaturgia: Cesc Gay. Escenografía: Alejandro Andújar. Producción: Elefant, Focus y Pentación Espectáculos. Iluminación: Carlos Lucena. Vestuario: Anna Güell. Reparto: Candela Peña, Pilar Castro, Andrew Tarbet, Xavi Mira. 47 Festival Internacional de Teatro, Música y Danza de San Javier.
El reciente ganador de los premios Goya a mejor película y director, Cesc Gay, se pasa al teatro con una comedia ácida tan hilarante por momentos como incómoda en su práctica totalidad, pues dirige sus dardos envenenados contra el conformismo conyugal de aquellas parejas ancladas en una rutina de “porquesí”, defendiendo su convivencia a costa de estar acostumbrados el uno al otro, más en las malas que en las buenas, y tratando de esconder sus numerosos defectos y su fracaso como empresa matrimonial a base de establecer una comparación con los fallos ajenos, sin llegar a darse cuenta de que, en la misma, su propia condición queda seriamente comprometida. Esta situación origina en el espectador una sonrisa nerviosa que lo lleva inexorablemente a tomar consciencia de sus propios errores, de las muchas veces que ha recurrido a maniobras o diálogos tan ridículos, un mohín de placentera intranquilidad que no desaparecerá tan fácilmente, pues Gay está decidido a mantener hasta el final en sus personajes ese estado de estupidez irracional que exhibimos cuando creemos tener razón. Gracias a mostrarnos esa irrisoria situación desde un punto de vista externo, Los vecinos de arriba invita a contemplar la magnitud de nuestros propios disparates cuando defendemos con uñas y dientes una discusión digna de una comedia de Woody Allen.
El diálogo destaca por llevar a escena la dialéctica del conflicto con una extraordinaria habilidad para la sátira y la respuesta cínica. Con el sexo como motor principal, el director y dramaturgo presenta un escenario muy conocido por todos: la difícil convivencia vecinal. Con la excusa de invitar a los vecinos a una cena informal y enseñarles el apartamento, Ana y Julio dan libertad a una serie de sentimientos encapsulados que habían interiorizado durante años de reproches mudos. Una apacible velada vespertina se convierte, gracias a la desinhibición sincera y transitoria ocasionada por el vino, en una contienda feroz de agresiones verbales y psicología barata. Como podemos intuir, Gay levanta su atrezo de identidades cliché al cobijo de la crudeza narrativa de Edward Albee y su drama ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who's Afraid of Virginia Woolf?, 1962). Sin embargo, el principal rasgo distintivo y definitorio del carácter genuino de esta obra estriba en la ingenuidad y la cercanía de sus protagonistas quienes, en el espectro contemporáneo del ciudadano modélico y aleccionador del siglo XXI, componen un hipócrita baile representativo de “La Commedia dell'Arte” en el que cada uno ocupa un lugar de superioridad incontestable frente al resto, una actitud engreída y pretenciosa por completo con la que todos pretenden ocultar el verdadero fracaso que compone su existencia; todos a excepción de Ana, una impecable Candela Peña que ofrece un recital de condescendencia y sumisión con el que manifiesta de manera brillante la frustración del que tiene que convivir con un fracasado a quien sus ambiciones han superado por completo y paga su mediocridad con violencia verbal y falsa indiferencia.
Pequeñas reparaciones en el piso colindante que se traducen en constantes martillazos a la hora de la siesta, esa interminable partida de canicas que parece disputarse por los pasillos del edificio, un perro con un ladrido de tal intensidad y ritmo que enorgullecería al mismo Terence Fletcher (Whiplash, 2014) y, por supuesto, unos vecinos apasionados sin reparos en compartir con toda la comunidad el nivel de placer que experimentan en su intimidad, proporcional a la intensidad de sus gemidos; aprender a convivir con nuestros vecinos no parece tarea fácil. Pero, ¿cómo pueden Ana y Julio abordar con la figura del perfecto desconocido que componen sus vecinos de arriba, un tema tan delicado como es el de las relaciones sexuales y, más concretamente, la sonoridad de los orgasmos que incomodan y asustan a su hija pequeña? Por suerte para ellos, el tema saldrá a colación con tremenda naturalidad y con una profundidad que los hará escandalizarse, no sólo por la terminología sin censura, sino también por las insinuaciones y sugerencias subidas de tono. Por momentos la comedia adquiere el aire de irreverencia y delirio que definió a la película de Patrick Brice, Noche infinita (The Overnight, 2015), donde una amistosa invitación escondía en su interior motivos mucho más sórdidos y concupiscentes. Todo parece fluir con demasiada calma y adulación carnal hasta que un debate, que daban por ganado, toma un giro inesperado cuando surge la duda de si lo preocupante es la presencia de ruidos amorosos o, por el contrario, es la ausencia de los mismos el mejor indicador de que algo huele a podrido en la perfecta imagen de matrimonio modélico que quieren exteriorizar; la mojigatería se instaura como causa principal de la insatisfacción marital y la falta de comunicación de la pareja. Conforme nos acercamos al desenlace de la obra surgen los inevitables brotes psicoanalizantes con los que todos osamos juzgar el comportamiento de las personas que nos rodean. Gloria, una psiquiatra que parece salida de un Reality Show, parodia —o esa creemos que era su intención— el comportamiento prejuicioso en exceso de la sociedad por medio de unos consejos tan manidos como obsoletos. De nuevo los ecos de los sueños rotos surgen como un fantasma en el abatido semblante de Julio, metas incumplidas por las que ha pasado media vida inventando excusas, culpando a su propia mujer incluso, con el fin de evitar aceptar que, simplemente, nunca ha sido un gran músico y por su falta de talento ha terminado dando clases como otro profesor sin vocación.
Comedia ligera en un solo acto donde se agradece el trabajo minimalista y muy cuidado del escenógrafo, Alejandro Andújar, quien logra crear una invisible separación de ambientes para asignar un lugar físico a cada personaje —cocina a ella y salón a él—, en el que es posible observar las tácitas reglas patriarcales del matrimonio condenado al tradicionalismo, y otro imaginario —azotea a Julio y ventana de la habitación a Ana—, donde pueden escapar de esa cárcel conyugal y dar libertad a sus fantasías y al deseo que aguarda dormido en su interior —siempre respetando los roles establecidos: el hombre disfruta al observar a otras mujeres en su intimidad, y la mujer disfruta sintiéndose observada en la suya—. Una vez han quedado claras las posturas de los 4 individuos por separado, y de las dos parejas en conjunto, es cuando la obra se encamina hacia el desenlace, con una manifiesta y deliberada falta de energía, adoptando el estado anímico en el que quedan los protagonistas. Un final que merecía mayor astucia, sarcasmo o ironía queda algo apagado a consecuencia de un exceso de ortodoxia dentro de un libreto que exigía una ruptura y una trasgresión de todas esas normas que nos había estado exponiendo. La comicidad preponderante en la obra se pierde finalmente a causa de un pesimismo que, eso sí, recrea muy bien el miedo a salir de la zona de confort y el temor al cambio que tan bien define a estas parejas tendentes al “porquesí”.