Otro astro del firmamento cinematográfico se ha apagado sin avisar. Aunque hacía diecisiete años que había desaparecido de la gran pantalla y, lo último que sabíamos de él es que llevaba tres años luchando contra el Alzheimer; finalmente esta ha terminado por ganarle la batalla y el gran Gene Wilder nos ha dicho adiós para siempre. Según sus familiares, sonaba el Somewhere Over the Rainbow cantado por Ella Fitzgerald durante su último soplo de vida, una despedida inmejorable para un cómico maravilloso (todo un referente en el género para generaciones posteriores) y mágico, especialmente querido, tanto por quienes trabajaron junto a él, como por el gran público al que tantas risas consiguió arrancar gracias a sus impecables trabajos. Pese a que su nombre siempre irá vinculado en la memoria cinéfila a los del polifacético cineasta Mel Brooks, bajo cuyas órdenes trabajó en algunos de sus títulos más célebres, y a otro grande del humor como fue Richard Pryor, con quien formara una de las parejas cómicas míticas del cine norteamericano, Wilder supo labrarse, de manera independiente, una carrera artística de lo más variada y meritoria, tocando diferentes disciplinas como la actuación, la dirección, la escritura de guiones u obras teatrales que triunfaron en Broadway.
Jerome Silberman, descendiente de inmigrantes judíos rusos, nació en Milwaukee, el 11 de junio de 1933, supo desde temprana edad que lo suyo era el mundo del espectáculo, por lo que encaminó sus pasos hacia los estudios de interpretación en la Universidad de Iowa. Forjado como actor en el off-Broadway –por aquellos años ya comenzaría a recibir sus primeros premios–, su golpe de suerte llegaría cuando fuera elegido como compañero de reparto de Anne Bancroft en la obra teatral Mother Courage and Her Children (1964). La actriz quedó tan impactada con el talento del joven Wilder que no dudó en recomendarlo a su marido, Mel Brooks. Así, tras un pequeño papel en el clásico Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), su verdadero primer gran asalto al cine lo dio a las órdenes del que se convertiría en su director fetiche, en el musical Los productores (1968), donde consiguió una nominación al Oscar como mejor actor secundario. El éxito crítico y comercial de aquella película supuso el comienzo de una feliz unión profesional entre Brooks y Wilder, que se extendería a otros dos grandes triunfos como Sillas de montar calientes (1974) y El jovencito Frankenstein (1974) –su obra maestra y filme más recordado, por el que Wilder volvió a ser nominado a otro Óscar, esta vez en calidad de guionista–. Otros títulos en los que el actor dejó constancia de su capacidad para el humor fueron Empiecen la revolución sin mí (Bud Yorkin, 1969), Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar (Woody Allen, 1972) –recordadísimo el sketch dedicado a la zoofilia en el que Wilder tiene como pareja a una oveja llamada Daisy–, El rabino y el pistolero (Robert Aldrich, 1979), Hanky Panky (Sidney Poitier, 1982) o Funny Baby (Leonard Nimoy, 1990). También eligió el género de la comedia para sus incursiones en la dirección, debutando en esta faceta con El hermano más listo de Sherlock Holmes (1975) y repitiendo, con resultados desiguales, en El mejor amante del mundo (1977), La mujer de rojo (1984) –enorme éxito de taquilla al que no fueron ajenos la exuberante belleza de Kelly LeBrock y la canción de Stevie Wonder I Just Called To Say I Love You– y Terrorífica luna de miel (1986).
También en el género de la fantasía dejó Wilder su impronta en un par de pequeñas joyas, nunca suficientemente reivindicadas como fueron Un mundo de fantasía (Mel Stuart, 1961) –basada en la novela de Roald Dahl, donde dio vida al excéntrico Willy Wonka, más de tres décadas antes de que Tim Burton y Johnny Depp triunfaran con su nueva versión– y El pequeño príncipe (Stanley Donen, 1974) –personalísima traslación al cine del inmortal cuento de Antoine de Saint Exupéry, en la que dio vida al zorro–. Con su colega Richard Pryor tuvo una relación personal un tanto tensa, pese a que siempre ha reconocido que era con quien mejor se entendía a la hora de compartir pantalla, algo que harían en un total de cuatro cintas: El expreso de Chicago (Arthur Hiller, 1976) –donde obtuvo una nominación al Globo de Oro como Mejor actor de comedia–, Locos de remate (Sidney Poitier, 1980), No me chilles, que no te veo (Arthur Hiller, 1989) –tronchante combinación de un ciego Richard Pryor y un sordo Wilder en su colaboración más taquillera– y No me mientas que te creo (Maurice Phillips, 1991), la que fuese última aparición del actor en el cine, antes de probar suerte con una sitcom que no pasó de la primera temporada, Something Wilder (1994) y dedicarse a aparecer en algunos telefilmes no demasiado destacados, siendo su papel de Falsa Tortuga en la versión televisiva de Alicia en el país de las maravillas (Nick Willing, 1999) para la NBC, la última oportunidad que tuvimos de disfrutar de su presencia en la pequeña pantalla. Desencantado del show business, Wilder optó por retirarse de la interpretación, pero continuó en activo a través de tres libros, unas memorias que publicó en 2005, una recopilación de cuentos y otra de sus más desconocidas pasiones: la pintura. Sin duda, un artista de lo más completo, inquieto e inteligente. Un genio de rizos dorados y expresivos ojos azules que consiguió convertirse en un icono de la comedia de las últimas cinco décadas y del que, gracias a la herencia de su obra, ha alcanzado la eternidad de las estrellas más brillantes. Hasta siempre, doctor Fronkonstin.