A menudo, el poderío de la Cinematografía radica menos en la creación y ambientación de paisajes imposibles (futuros o pasados), que en la recreación de entornos reales y concretos, ya sea con afán de divulgación, apelación rigor histórico-geográfico o simplemente como humilde localización del argumento y las tribulaciones de sus personajes. En el primer caso —el Cine como creación— la ciencia ficción y el cine fantástico han otorgado al espectador el placer de los viajes oníricos hacia lo más recóndito de la imaginación, aproximaciones a lo intangible en lugares ignotos bajo el miedo a una monstruosidad latente. Los maestros Méliès, Lang, Kubrick, Tarkovsky o Nolan han aunado la espectacularidad de la estética con un recorrido a través de la angustia existencial del ser humano. El segundo caso —el cine como recreación—, siempre refiriéndonos al entorno de la ficción, ha generado un fenómeno sumamente interesante: ha sido capaz de construir una mitología paralela. Por muy paradójico que pusiese parecer, la representación de entornos verídicos en la filmografía de los más notables directores ha supuesto una fractura con lo que podríamos llamar —no sin ciertos inconvenientes— la realidad objetiva. La Italia excesiva y voluptuosa de Fellini no es exactamente la Italia abyecta y taimada de Pasolini y, mucho menos, la Italia sucia y turbulenta de Garrone. El país de Dante, como el famoso gato de Schrödinger, es y no es el que exhiben sus autores. Sin embargo, el espectador medio, con inclinaciones hacia lo culto, ha formado en su mente una configuración de la identidad nacional más bien ecléctica, tomando ciertos elementos de aquí y de allá. Llegados a este punto, lo que ocurre resulta asombroso: el propio lugar físico sufre inevitablemente las consecuencias de esta construcción sincrética, mutando por obra y gracia de la imitación de modelos reales.
La ciudad cinematográfica por antonomasia, en detrimento de París, es, sin duda, Nueva York. Y su representación a lo largo de la Historia de Cine ha sido acorde con esta importancia. De la brillantez del mejor Elia Kazan al costumbrismo intelectual de Woody Allen, pasando por la lucha social de Spike Lee o el feísmo de Scorsese, la Gran Manzana ofrece una imagen poliédrica imposible de aprehender con las manos: un mito construido sobre otro mito. Y de entre tantísimas posibilidades, resulta un ejercicio muy interesante destacar una particular visión sociocultural, más bien discreta y, sin embargo, cargada de profundo contenido. El estadounidense James Gray (Nueva York, 1969) conoce perfectamente su ciudad natal y no supone algo sorprendente que haya volcado toda su sensibilidad artística en la deconstrucción analítica. Con un puñado de sobresalientes filmes bajo el brazo, ha demostrado cómo existe aún una posibilidad de reflexión acerca de una arquitectura omnipresente en el cine de finales del siglo XX, pero alejada de los cánones, el glamour y la frivolidad. Ya desde su ópera prima, una pequeña película llamada Little Odessa —que, sin embargo, contó con las actuaciones de dos actores de primera línea en el cénit de su carrera, tales como Edward Furlong y Tim Roth—, Gray se atrevió a narrar lo que Miguel de Unamuno definiría como la Intrahistoria de una ciudad furiosamente multicultural y en constante ebullición. La parada de metro de Brighton Beach y el kiosko de prensa propiedad de la familia protagonista funcionan como un anclaje a la vida del barrio homónimo y los espacios filmados por la cámara de Tom Richmond ofrecen estampas cotidianas, más cercanas al estilismo contemplativo de Wayne Wang en Smoke (1995) que a la cinética de lo marginal presente en Taxi Driver, del maestro Scorsese. El regreso del hijo pródigo a este microcosmos manchado por la violencia no se concibe sin cada una de las calles retratadas, sin las fachadas de los edificios ni la presencia del metro como conector aglutinante. Este concepto, la ciudad como personaje, se repite y se depura en sus sucesivos largometrajes, en los que esta honda dependencia de los personajes hacia sus entornos se exhibe con más fluidez y sutileza. We own the night (2007) se adentraba en la brutalidad del crimen organizado en un Brooklyn deslumbrado por el hedonismo, la cocaína y la música de los años ochenta. De nuevo el elemento humano, en este caso una familia de agentes de la ley, se entremezclaba con el signo de los tiempos y su protagonista (Joaquín Phoenix), al contrario que en el trabajo antes mencionado, emprendía un viaje hacia la redención por el camino de los Hombres Rectos, un acto de contrición en toda regla. La opulencia de la vida nocturna de los clubes al ritmo de la música de Blondie y la paleta de colores grisáceos de las calles ejercen una presencia longitudinal que permea toda la cinta, cristalizando en dos secuencias —la apertura en la discoteca y la persecución bajo la lluvia— con una factura sencillamente impecable.
«Es en la atmósfera reducida de estas tomas íntimas y psicológicas (un ligero travelling por las fotos familiares del pasillo del hogar, el reducto último de la identidad que es la diminuta habitación, el salón como expositor de las pequeñas miserias de la rutina diaria) donde se exhibe el ritmo y las contradicciones de la gran ciudad. Gray ofrece una lección de genialidad».
Pero es en su cuarta cinta como director donde se produce un punto de inflexión hacia la síntesis, la destilación de la materia urbana como protagonista. Two Lovers (2008) —adaptación libre de Noches Blancas (1848) de Dostoievsky—suponía, por una parte, un regreso al espacio físico de su primer largo, esto es, Brighton Beach, pero con una derivación hacia el intimismo que ya se observaba en sus trabajos precedentes. Aquí la preeminencia, no tanto en longitud como en importancia, de tomas en interiores demuestra cómo Gray ha conseguido despojarse de atrezo y elementos accesorios para sumergirse en una pequeña comunidad judía de origen soviético. Estos usos cotidianos enmarcan la disyuntiva de Leonard (un Phoenix soberbio), personaje suicida, pusilánime y enternecedor a partes iguales, quien ha de escoger entre la vida planeada de antemano por sus condescendientes padres, con la seguridad de la bendición institucional, los pactos familiares y los ritos de cortesía con la familia política, y un amour fou masoquista y sin expectativas a corto plazo. La cámara sigue muy de cerca a su protagonista. Su afición artística lo lleva a tomar fotografías en blanco y negro de paisajes urbanos sin presencia humana que guarda bajo la cama y nunca enseña a nadie. He aquí el núcleo, el centro discursivo del director: el Hombre la ha modelado la materia en función de sus necesidades e inquietudes; mas esta le sobrevive, permanece después de la muerte de la Carne, impertérrita ante la nueva cotidianidad, adaptándose a las condiciones de cada época. La materia nos define como humanos. A pesar de existir un sin fin de ejemplos paradigmáticos, tomas, planos secuencia, planos fijos, primeros planos de una ciudad de tal magnitud, la opinión de quien suscribe estas letras es que la aproximación más certera, más afinada en su intencionalidad y contenido estético a lo que Nueva York representa como personaje en la cinematografía es la sencilla secuencia de interiores en la que Leonard (Phoenix), descendiente de inmigrantes rusos, observa a través de la ventana que da al patio a su vecina Michelle —probablemente la mejor interpretación de Gwyneth Paltrow—, en un espectáculo que encierra toda la sensualidad del jazz del club Birdland, la mezcla étnica del éxodo masivo a lo largo del siglo XX —tema tratado en The immigrant (2013), hondamente inspirado en El Padrino parte II, (1974) la obra maestra de Coppola—, la frialdad y hostilidad del capitalismo salvaje de Wall Street, la sensibilidad única de la contracultura de los años 60 y el gran desasosiego del inicio de los años 2000. Es en la atmósfera reducida de estas tomas íntimas y psicológicas (un ligero travelling por las fotos familiares del pasillo del hogar, el reducto último de la identidad que es la diminuta habitación, el salón como expositor de las pequeñas miserias de la rutina diaria) donde se exhibe el ritmo y las contradicciones de la gran ciudad. Gray ofrece una lección de genialidad.