Una cárcel llamada libertad
crítica de Sing Street (John Carney, Irlanda, 2016).
John Carney se está convirtiendo en todo un estandarte de la cultura irlandesa que, al igual que Lance Daly, Gerard Barrett o el Lenny Abrahamson de la primera etapa, se preocupa mucho más por la construcción realista del retrato introspectivo del dublinés de clase media-baja, que por encauzar la narración dramática de su obra hacia un fin, concreto y pormenorizado, del que extraer conclusiones acerca de la política de aislamiento que sufren los artistas vocacionales y librepensadores que inundan las céntricas calles de la “laguna negra”. Conor es el nuevo objetivo de la inquieta lente de Carney, el protagonista de Sing Street es una víctima más del conservadurismo católico y la intransigencia artística que existían en la isla allá por 1985. Azotado por el fantasma de la insolvencia económica, el joven se enfrenta a la desestructuración familiar y social en el Dublín pre “Celtic Tiger”, ese período de incertidumbre en el que se comenzaba a ver el final de la catástrofe y los ciudadanos eran aleccionados con prudencia en el correcto comportamiento patriótico para que la economía nacional se convirtiera, en los albores de los años 90, en el referente europeo y el modelo ideal de sostenibilidad. Había que hacer circular el dinero de forma interna, y qué mejor manera de conseguirlo que promoviendo la asiduidad y la colaboración con el producto local: la cerveza. Los pubs comenzaban a llenarse de parroquianos dispuestos a dejarse hasta el último céntimo de su jornal por el rescate patriótico de su amada Irlanda o, parafraseando a Kennedy, «No pienses en lo que tu país puede hacer por ti, sino en cuántas pintas de Guinness puedes beber por tu país».
El catolicismo parte como principal responsable de los problemas familiares del protagonista. Se representa al matrimonio estereotipado irlandés con una pareja joven anclada en el hastío y el desprecio mutuo, sus manifiestos y constantes estallidos vehementes de repulsa han sido asumidos y normalizados por Conor y sus dos hermanos, Brendan y Ann, como parte de los sonidos ambientales de su modesto apartamento. Ese desencanto matrimonial inherente apunta a un culpable: la iglesia católica, “se casaron simplemente porque querían tener sexo”. Brendan fue el primero de tres errores que llegaron, por inercia, como una consecuencia prematura de esa necesidad llevada a la negligencia y a la irresponsabilidad por culpa de una doctrina implacable e inflexible con las vidas de los miles de niños que surgieron, en iguales circunstancias, desprovistos de amor y fruto de la inconsciente pasión adolescente —no olvidemos que en Irlanda, hasta 1985, se necesitaba receta médica para la compra de preservativos—. Sin embargo, lejos de plantear la escena como el drama que verdaderamente es, el director, buen conocedor de todas estas historias de corazones rotos por culpa de la falta de afecto, relata la historia de manera eufemística y con el irónico humor que lo caracteriza. Conor aprovecha todas estas airadas discusiones paternales para componer las letras de sus canciones. No obstante, el joven no llegará a tomar consciencia de su condición de artista hasta que no haya conocido a su musa: Raphina, una misteriosa joven, un año mayor que el protagonista, que aparece en su vida como Maud Gonne apareció en la de Yeats: provocando la inspiración para escribir cientos de versos y, al mismo tiempo, sumiéndole en la más oscura e inefable soledad del rechazado.
«En su sarcasmo descarado y su cómica interpretación del estilo de vida dublinés, Carney no duda en apuntar al sistema de gobierno segregacionista que todavía se aplica en la estructuración de las zonas urbanas, donde las familias problemáticas de travellers o nómadas irlandeses son recluidas en complejos de hacinamiento gratuitos y reciben una paga cuya cuantía depende del número de hijos que engendren».
Raphina parece ser lo único bueno que Conor ha sacado de su reciente y forzado cambio académico, de la escuela privada en la que se encontraba, al denigrante centro de estudios público dirigido con severidad y extremada disciplina por el padre Baxter, un cura que personaliza la comentada crítica clerical metafórica que conformaba el matrimonio adolescente “forzado”, y la lleva hasta el límite de la sátira con una radicalidad que se hace brutalmente cómica por momentos. La escena en la que el sacerdote agrede, humilla y obliga al protagonista a quitar el maquillaje de su cara, que se había aplicado por motivos artísticos y con sumo cuidado de no quebrantar ninguna de las estrictas normas de comportamiento de la institución, se convierte en una dura alegoría de los abusos eclesiásticos a menores, donde el cuerpo sin fuerzas del joven que yace en el suelo, deshecho en lágrimas, junto a una pastilla de jabón, se erige como una imagen que ruge de rabia y desprende una potencia visual tan fuerte como poderosa sonó la canción War, de Bob Marley, en la versión interpretada por Sinéad O'Connor en protesta por los abusos sexuales de sacerdotes de la Iglesia Católica Romana, donde la cantante cambió la palabra “racismo” por “abuso de menores”. En su sarcasmo descarado y su cómica interpretación del estilo de vida dublinés, Carney no duda en apuntar al sistema de gobierno segregacionista que todavía se aplica en la estructuración de las zonas urbanas, donde las familias problemáticas de travellers o nómadas irlandeses son recluidas en complejos de hacinamiento gratuitos y reciben una paga cuya cuantía depende del número de hijos que engendren. De nuevo la damnificación del niño por culpa de un sistema incompetente y deficiente, cuyo egoísmo se mantiene fiel a la protección del bienestar del ciudadano de clase alta a costa de la salud y la educación de familias que no tienen medios ni recursos para escapar de su desafortunado destino. Así, en el tráiler promocional de la película, en medio del apabullante torrente de referencias musicales a las grandes bandas de Rock de la historia, aparece la irritante —en el buen sentido— figura del genial Aidan Gillen para pronunciar el chascarrillo irónico y sin ninguna gracia que hace del adulto un mal endémico de la cultura, porque la música, al igual que todos los movimientos de transgresión, pertenece a los jóvenes.
«El realizador, junto a Yaron Orbach, no busca la espectacularidad natural de la isla, sino que se queda en el melancólico encanto urbano de la arquitectura georgiana de la capital, donde contrastan armónicos los tonos fríos y grisáceos de los adoquines, las vallas de las casas y las numerosas estatuas de los ídolos literarios nacionales, con el impactante colorido de las pintorescas puertas de las casas, convertidas hoy en todo un atractivo turístico alegórico de la extrovertida y simpar idiosincrasia del irlandés».
Pero no nos dejemos engañar por el pesimismo empírico de este texto y detengámonos por un momento en la deliciosa superficialidad, en esa fachada melódica con la que Carney compone su dura crítica interna. Dejémonos arrastrar, aunque sólo sea por una hora y 46 minutos, por los eclécticos acordes de una banda juvenil en proceso de formación y búsqueda de identidad, una banda que cambia de ideología y de registro en función de la inspiración que una personalidad tan inestable como la de Raphina, la musa, ejerza sobre Conor. Del Pop al Rock o del Punk al Grunge, lo importante es escribir y deconstruir, porque los verdaderos artistas no entienden de música, no saben tocar, al menos, eso es lo que opina Brendan —fantástico Jack Reynor— todo un gurú de la música con un conocimiento enciclopédico del Rock, a quien Conor recurre asiduamente, como si de un oráculo se tratase, para encontrar la armonía necesaria con la que acompañar las odas a Raphina. Así comienza esta banda de “Geeks and Freaks” llamada Sing Street en referencia a su escuela, la popular Sygne Street situada en Dublín 8, un grupo con unos valores de compañerismo admirables que seguirán a la perfección el aire naif del guion, el cual no permitirá que la seriedad argumental escape del segundo plano al que ha quedado acertadamente relegada para permitir que el espectador se evada, durante algo más de una hora y media, de esa inevitable realidad a la que estamos condenados. Y nada mejor que la fotogenia inherente de Irlanda para acompañar la música con las evocadoras imágenes de las calles de Dublín. El realizador, junto a Yaron Orbach, no busca la espectacularidad natural de la isla, sino que se queda en el melancólico encanto urbano de la arquitectura georgiana de la capital, donde contrastan armónicos los tonos fríos y grisáceos de los adoquines, las vallas de las casas y las numerosas estatuas de los ídolos literarios nacionales, con el impactante colorido de las pintorescas puertas de las casas, convertidas hoy en todo un atractivo turístico alegórico de la extrovertida y simpar idiosincrasia del irlandés. Galeano nos enseñó, en su cuento, Pájaros prohibidos, que la libertad a veces tiene que llegar oculta para evitar que se convierta en nuestra propia prisión. La música siempre ha sido un buen árbol en el que esconder los pájaros de la libertad, y entre sus muchas virtudes y aún más numerosos defectos, Sing Street logró construirse su propia libertad a golpe de baladas de amor, por eso se entiende la facilidad y la ligereza del argumento, porque no es más que una distracción, un macguffin general con el que hacer que un mensaje tan duro y explícito logre pasar la censura de nuestra conciencia y, más aún, lo aceptemos con agrado en nuestra memoria como una parte más de nuestra experiencia, sin lecciones, simplemente formando parte por un instante de un momento y un lugar que, en realidad, nunca nos pertenecieron. | ★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Dublín
Ficha técnica
Irlanda. 2016. Título original: Sing Street. Director: John Carney. Guion: John Carney. Fotografía: Yaron Orbach. Duración: 105 minutos. Productora: The Weinstein Company / Cosmo Films / Distressed Films / FilmWave. Montaje: Andrew Marcus y Julian Ulrichs. Diseño de producción: Alan MacDonald. Diseño de vestuario: Tiziana Corvisieri. Intérpretes: Aidan Gillen, Jack Reynor, Maria Doyle Kennedy, Lucy Boynton, Kelly Thornton, Kyle Bradley, Lydia McGuinness, Ferdia Walsh-Peelo, Mark McKenna, Pádraig J. Dunne. Presentación oficial: Festival de Sundance 2016.