Un gigante en dique seco
crítica de Mi amigo el gigante (The BFG, Steven Spielberg, Estados Unidos, 2016).
Tal vez sea cierto que Steven Spielberg goza de auténtica «libertad creativa» en una industria que desde tiempo ya inmemorial, apenas un siglo y poco, viene explicitando el oxímoron inherente a la unión de ambos términos con raíz metafórica, a saber: en Hollywood la libertad acaba donde empiezan a correr los dólares, y la creatividad —como casi todo en la vida del eterno buscador de historias— ha de atarse previa negociación con los mandarines de los estudios, que nada tienen que ver con aquellos míticos del sistema dorado, donde los «actores», sustitúyase por «grandes estrellas del momento», iban y venían siempre de la mano de los mismos rostros, chupópteros o no. Tal vez sea verdad, asimismo, que Spielberg, en su condición de industrial todoterreno (guionista, director, productor... artista de impagable trascendencia cultural), no le deba explicaciones a ningún carpanta de los que pululan incluso por su empresa, DreamWorks, con la que recién ha firmado su último título como director y también el último de su etapa junto con Disney, que oficiaba desde 2009 de distribuidora de los filmes allí producidos. No en vano a poco que calibremos el análisis, bien sea este una fugaz aproximación a sus principales fortalezas y —ya de tapadillo— debilidades, bien una profunda disección a lo John Thackery en The Knick, no resultará difícil transmitir al lector/espectador ciertas sospechas que se han visto confirmadas durante el visionado de Mi amigo el gigante, la —nunca menos— libre adaptación del cuento escrito por el fastuoso cuentista Roald Dahl, hoy recuperado por uno de sus más dignos admiradores, llamémosle Steven, a través de un guion o un enésimo borrador cuyas huellas digitales conducen ahora, treinta años después de que su E. T. apareciera disfrazado de gitana con el dedo-LED, como nosotros pero tres decenios antes del primer smartphone, a la misma veta emocional, si bien mucho menos adhesiva y tristemente malograda sobre la base de una construcción que privilegia un sentimentalismo de brocha gorda ya superado hace décadas, quizá más adecuado a un tiempo y un público infantil que, sobra decirlo, no es ni de cerca homologable al actual, de Melissa Mathison.
Conviene señalar aquí, justo antes de iniciar travesía noctámbula por las calles de Londres, mi decisión de no confrontar el cuento original con la película de Spielberg. Las razones son obvias y hasta cierto punto fundadas mediante una hipótesis tan banal como empírica, esto es: desdeñar o bendecir el trabajo de Spielberg por ir en detrimento o haber jurado fidelidad a la obra de un escritor por lo demás prolijamente adaptado, coguionista él mismo en dos producciones —Sólo se vive dos veces y Chitty Chitty Bang Bang— alejadas del arquetípico semillero de la narrativa infantil-juvenil que tantas alegrías y disgustos le brindó a lo largo de su carrera, pero fuertemente apuntaladas por su amistad con Ian Fleming, padre literario del agente 007, sería por mi parte una torpeza de ínfimo calado. Un arquetipo no poco oblicuo, el de escritor de «alta literatura infantil», que lo afianzó con el tiempo en el Parnaso de escritores aplaudidos no sólo por otros escritores o cineastas tan o más talludos que él, sino por una legión de niños que, a lo largo de varias generaciones, han crecido con Dahl a menudo sin saber quién era el cerebro pensante tras Los gremlins, Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante (corran a ver o revisar la magnífica adaptación de Henry Selick), El Superzorro (he aquí la materia incandescente del Fantástico Sr. Fox de Wes Anderson), Matilda (¿acaso hubo alguien que no temblara de risa con la Trunchbull?) y tantos otros personajes excéntricos con sus paradas obligatorias en la «novela para adultos», en cuyo podio descansa la vitriólica y afrodisíaca Mi tío Oswald.
«Mi amigo el gigante viene a ser lo opuesto a lo que preconizan sus anuncios: rendición de la fantasía en favor de una mezcolanza viscosa sin interés ni recursos dramáticos ni peripecia alguna».
Pero estamos en Londres, recuerden, y la cámara muestra el exterior de un orfanato. Ya dentro, sigue a una mujer que se dirige a la puerta para echar la llave. Y tras ella, una niña haciendo bulto debajo de una alfombra en el altillo que bifurca la escalera en dos direcciones. Es tarde, sí. Es de noche. Pero la niña padece insomnio. Y lee. Lee muchísimo, porque el insomnio, claro, fomenta la lectura. Y así es como, a la manera naíf de Alonso Quijano, a esa niña una noche se le cuela la mentira en la realidad, y de repente es descubierta por un gigante cuyo diseño nos remite a la cara B (o sea simpática) de Scrooge, el viejo cascarrabias que nunca celebra la Navidad y al que dio vida Jim Carrey en la espumosa, y no poco trepidante, Cuento de Navidad de Robert Zemeckis. Pelo canoso electrizado; nariz y mentón de luna menguante; capa y capucha de aldeano furtivo en la ciudad. Orejas como dos ciudades deportivas del Real Madrid. Ahí cabe todo, y entre las sábanas una niña camino del país de los gigantes. Ella no parece tener miedo. De algún modo, sabía que algo así podía suceder una noche cualquiera. Y aquella fue un gigante (Mark Rylance), sí, pero igual hubiese podido ser el Hombre del Saco, o el fantasma de las navidades pasadas. A estas alturas de su carrera sería redundante, e incluso mezquino, resaltar la pericia visual de un director como Spielberg, el hombre que nos enseñó a volar sin movernos de la butaca. Sí mosquea, en cambio, la facilidad con que despacha asuntos como la escritura del principal personaje femenino (Sophie), que, aun siendo una huérfana de apenas diez años, debería estar más que provista de relieve dramático, de la hondura —que no opacidad— psicológica suficiente como para generar lazos de empatía con el espectador que, a buen seguro, acudirá al cine esperando no ya lo impensable, esto es, una cinta de Spielberg sin el sirope que últimamente vierte sobre sus criaturas andantes, ya sea un apátrida en la terminal de un aeropuerto o un caballo de guerra o un negociador yanqui camino del Muro de Berlín, sino un cuento más o menos conmovedor que suscite, de paso, interés por un medio —el cinematográfico— afín a su embrión: esa narrativa indisoluble, de corto o largo alcance, concebida para su relectura y su revelación imperecedera. Ni más ni menos que la dosis necesaria de espectáculo clásico que tan bien funcionó en Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio, donde Spielberg —quizá por la tensión de la obra bicéfala con Peter Jackson en calidad de productor rampante— maceraba el material de Hergé traduciéndolo al idioma spielbergiano, dialecto terrorífico, en permanente mutación, que insinuaba suspense bajo el mar y acción expeditiva gracias a cierto arqueólogo con látigo y latiguillos.
Así, Mi amigo el gigante viene a ser lo opuesto a lo que preconizan sus anuncios: rendición de la fantasía en favor de una mezcolanza viscosa sin interés ni recursos dramáticos ni peripecia alguna. Sophie es una niña que, muy al principio, formula interrogantes lógicos (¿qué hago yo aquí?, ¿dónde estoy?, ¿me vas a comer?, ¿tienes familia?) porque quiere medir la potencia de fuego de su captor, un monstruo que por no tener no tiene ni nombre: es un gigante pequeño, talla S, a quien sus coterráneos, seis moles que se pasan la vida durmiendo al raso, someten diariamente al bullying prehistórico. Su rasgo distintivo es la metátesis, es decir, el cambio de lugar de los sonidos dentro de un vocablo, cuyo baile interno hace gracia sólo el primer minuto. Desafortunadamente restan casi dos horas, y la fatiga alcanza tal extremo que hasta Sophie no tiene reparos en humillarle, si bien amparada en su condición de niña inocente, por su disfunción fonética. El giro más importante de la película, tan (im)predecible como santurrón, transforma la evanescencia del sueño mismo en un parodia british mal hilvanada, donde la artificiosidad del motion capture en contraste con la acción real sufre, infundadamente, un acceso de chirigota palaciega al más puro estilo Mr. Bean. | ★★ |
Juan José Ontiveros
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos, 2016. The BFG. Director: Steven Spielberg. Guión: Melissa Mathison (cuento: Roald Dahl). Fotografía: Janusz Kaminski. Música: John Williams. Reparto: Mark Rylance, Ruby Barnhill, Penelope Wilton, Jemaine Clement, Rebecca Hall, Bill Hader, Rafe Spall, Adam Godley, Matt Frewer, Ólafur Darri Ólafsson, Haig Sutherland, Michael Adamthwaite. Productora: Amblin Entertainment / DreamWorks SKG. Distribuidora en España: Tripictures.