Las calles de Paterson
Crónica de la quinta jornada de la 69ª edición del Festival de Cannes.
No sentó muy bien el Mal de Piedras sufrido de buena mañana por todos los asistentes a la primera proyección de la quinta jornada de festival, donde Nicole Garcia presentaba su última creación bajo la incredulidad del respetable que no daba crédito a que semejante película hubiera llegado a sección oficial. Afortunadamente, la sección Una cierta mirada era más complaciente con nosotros y nos deleitó con Caini, una obra rumana, interpretada por el sensacional Vlad Ivanov que añadía la sobriedad y la crudeza dramática que necesitábamos. Por su parte, Nathan Morlando, ya en Quincena de Realizadores, llegaba con Mean Dreams, un drama infantil que, pese a su correcta puesta en escena y su acertada fotografía, peca de un efectismo formal muy poco agradecido. La tarde, no hay lugar a dudas, la salvaba el genio Jim Jarmusch con Paterson; interpretada por un magnífico Adam Driver en el rol principal que, haciendo honor a su apellido, se ponía tras el volante de un autobús para recorrer las calles de Paterson e impregnarse con la esencia de las almas que vagan diariamente por su oficina móvil. Una comedia muy estimulante y ejemplarmente dirigida con la que dábamos por finalizado un día más con un buen sabor de boca.
MAL DE PIERRES
Nicole Garcia, Francia, 2016 / COMPETICIÓN.
Piedras en el riñón, o mal de piedras, fue la causa principal de que Gabrielle no pudiera tener un hijo y sufriera un aborto en el intento. Nicole Garcia presenta con Mal de Pierres, la historia de una mujer frustrada consigo misma, por ser incapaz de encontrar una vía de escape al tedio y la frustración que le provoca la vida en su opresivo régimen familiar. La soledad de quien actúa en virtud de los convencionalismos sociales arcaicos en lugar de hacer uso de su razón o, en el caso de esta película, su corazón, es narrada a través de un ser inestable y sentimentalmente volátil. La directora utiliza con gran maestría la secuenciación y la fotografía para evitar que la narración caiga en cambios innecesarios de ritmo, ya que el equilibrio formal es la mayor baza para evidenciar la inestabilidad de la protagonista, una siempre excelente Marion Cotillard.
Historia de amor extramarital que incide con delicadeza y honestidad en las arengas hegemónicas peroradas por los hipócritas de la igualdad quienes, con tremendo aplomo, se atrevían a henchir sus discursos con la palabra libertad, tan gastada y disonante ya en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, para tratar de encubrir la vejatoria situación que, convirtiendo a la mujer en objeto, la obligaba a contraer matrimonio antes de una cierta edad para evitar ser considerada un desecho social. La vida de Gabrielle estuvo marcada por dos accidentes sentimentales: un matrimonio adúltero e impostado, y un amor platónico, tardío y maltrecho, del que se abasteció en su soledad autárquica con recuerdos y aderezos que fueron asentándose en su memoria como la mayor de sus convicciones existenciales. A la larga lista de incertidumbres y reveses qu sufre la protagonista, se añade la posibilidad de un embarazo que podría poner en tela de juicio el propio linaje y la progenie de su hijo. A excepción de un final algo precipitado, marcado por unos cuestionables recursos de cohesión y verosimilitud, la cinta funciona con depurada elegancia… si nos encontrásemos en casa de nuestra abuela un domingo de sobremesa. Mal de Pierres pasa como entretenimiento y estímulo para una placentera siesta, pero desde luego se queda muy pequeña en un festival como Cannes, donde parece imposible justificar, a excepción de por su nacionalidad, cómo una película tan llana, tan simple y tan efectista ha logrado entrar en la sección oficial; pues no ha acertado ni tan siquiera a mostrar un poco de valentía en sus decisiones. Uno de los grandes fracasos hasta el momento. (50 de 100)
CÂINI
Bogdan Mirica, Rumanía, 2016 / UN CERTAIN REGARD.
El cine rumano contemporáneo ha adoptado una tendencia a la parquedad visual y a la tosquedad dialéctica propia de la construcción narrativa idiosincrática de poblaciones marginales en el cine independiente norteamericano rural. La impresión inicial tras ver los primeros compases de Caini, el nuevo trabajo de Bogdan Mirica, es que nos encontramos ante una de las clásicas historias de venganza y que, en cualquier momento, llegará el suceso que desate toda una vorágine de violencia y destrucción. Empero, mientras los minutos pasan con la sobriedad reflexiva tan frecuente en las producciones de esta nacionalidad, nuestra concepción va cambiando gradualmente; acontece un giro progresivo de aceptación que desconcierta al espectador y lo deja en un estado de alerta continuo mientras permite que su mirada discurra a través de los maravillosos espacios naturales planteados por el director. Así, de una simple e imaginada historia de violencia retributiva, pasamos a otra, no menos simple, de rutinaria contención y desconfianzas.
Roman llega a un remoto pueblo de Rumanía con la intención de vender unas tierras que ha heredado recientemente. Sin embargo, la transacción, que parece muy sencilla y provechosa en primera instancia, comienza a dificultarse por una serie de sucesos que no parecen tener lógica ni conexión. La aparición de un pie humano flotando en el pantano introduce al jefe de policía local en una investigación minuciosa que apunta hacia una banda de criminales que actúa impunemente en su jurisdicción, bajo su avergonzadamente culpable supervisión. Curiosamente —o no— el jefe de esa misma banda era el propio padre de Roman, de quien éste ha recibido su herencia. Mediante una flemática sucesión de planos larguísimos, la trama irá creciendo en intensidad mientras se va arrojando algo de luz, que esclarece el incongruente comportamiento esquivo de los habitantes. Personas desaparecidas, criminales familiarmente persuasivos, amenazas… todo se va amontonando como en una olla a presión, buscando desesperadamente una válvula de escape hacia la que poder encauzar la potencia y la brutalidad contenidas. (70 de 100)
MEAN DREAMS
Nathan Morlando, Canadá, 2016 / QUINCENA DE REALIZADORES.
Se produce en Mean Dreams un caso muy diferente al ocurrido en Caini. Mientras la película rumana nos confundía con un planteamiento en apariencia sencillo y estructurado, para luego conducirnos a una inesperada complejidad contenida, el canadiense Nathan Morlando presenta un trabajo estéticamente muy cuidado y con muchísimas posibilidades de ser encauzado hacia una polisémica interpretación conceptual que, no obstante, terminará por convertirse en algo predecible y de evolución temática muy trillada. El inicio del filme nos sorprende por lo sintetizado del mismo, en breves minutos ya tenemos la presentación de personajes y la habituación espacial más que asumidas, algo que no nos incomoda en un principio y, de hecho, hasta es de agradecer semejante concreción dialéctica, así como poder estudiar figurativamente a cada personaje de forma individual según nuestra intuición. Pero no contento con ese acelerado comienzo, el director se carga de un plumazo el nudo de la trama para dejarnos, bruscamente, en medio de un desenlace que nos ha pillado de improviso y acomodándonos todavía en la butaca. De esta manera, mientras el metraje del filme era muy asequible, una hora y cuarenta minutos, su atropellada conducción nos condena hacia un excesivo desenlace de hora y media.
Hasta los primeros 20 minutos todo funciona según lo estudiado, un drama que mezcla diferentes estructuras genéricas y termina por dirigirlas hacia una aventura “coming-of-age” entre dos adolescentes que se ven envueltos en una peligrosa persecución. Jonas y Casey abordan los albores de su romántica relación como dos fugitivos que escapan de un padre —el de ella— borracho, posesivo, violento y con tendencia abusiva, que les persigue por un trapicheo de drogas fallido y en el que Jonas quedó involucrado tratando de proteger a ese recién conocido amor de su vida. La ausencia de construcción narrativa lleva a la película de manera irremediable hacia una precipitación demasiado evidente. Las escenas se suceden bajo un orden exclusivamente lógico y siguiendo unos patrones muy definidos: Conflicto, negación de ayudas externas e incompetencia de fuerzas del orden, fuga, escena de histerismo nervioso y pérdida de esperanza, confesión lacrimosa y, por fin, afrontamiento del conflicto inicial. Cine efectista, sin complicaciones, para todos los públicos y de fácil consumo, que se sostiene gracias a la magnífica fotografía naturalista y a la lealtad a sus humildes principios, sin trucos o artificios pretenciosos; una modestia que la lleva a proclamarse como la Badlands para adolescentes. (60 de 100)
PATERSON
Jim Jarmusch, Estados Unidos, 2016 / COMPETICIÓN.
Al igual que le ocurriera al Martin Scorsese de los 80, Jim Jarmusch es un director en constante litigio con los procesos y acciones que preceden a lo que realmente les interesa al resto de cineastas. Si la mayor preocupación de los realizadores modernos ha sido contar lo que ocurre en el punto A —origen fílmico— y el punto B —desenlace—, lo que siempre ha preocupado a Jarmusch es la distancia entre esos dos puntos y todo lo que, por pequeño que parezca, suceda en ese tránsito. El realizador no desarrolla un discurso de orden ideológico explícito. Su cine es esencialmente apolítico y, por ello, sus personajes están dotados de ese entrañable carisma y “buen rollo” que los hacen irresistibles para el público, tanto los protagonistas como sus antagonistas: pandilleros, ladrones, hombres metódicos que escriben sus rimas en lavanderías… todos están dotados de una inocente bondad que desconcierta y contradice el discurso clásico. Paterson es el nombre de un conductor de autobuses, también es el título de una novela de William Carlos Williams (¿o era Carlo Williams Carlos?), de una ruta de transporte, el nombre de esta misma película y, por encima de todo, el de una ciudad en Nueva Jersey, cuna de personajes tan ilustres como Ginsberg, Lou Costello o Huracán Carter. La vida en Paterson, según el realizador, está destinada a la conmemoración de sus ídolos y a la difusión de sus leyendas utilizando para ello la comicidad y el respeto.
Jarmusch no orienta su película en ningún caso al divertimento banal. En este sentido podemos recordar las palabras de Cassavetes «No hay nada que deteste más que la idea de que me entretengan». Paterson rechaza el sensacionalismo visual propio de los efectos especiales y la pirotecnia excesiva; no hay sexo ni sangre, con la inexorable falta de interés que esta decisión suscita en una sociedad tan arraigada al epicureísmo como la nuestra. Obviamente sí apreciamos una construcción de los personajes totalmente diferente de la estándar. Frente al bueno-bueno o al malo-malo del cine convencional (con notables excepciones), el director elabora una tipología híbrida, ambigua, muy en la línea del jansenismo de Bresson, quien, como Jarmusch, se atrevía a mostrar la infamia de ambos lados del sujeto. La bondad total no existe para este cineasta, como tampoco la maldad extrema. Aquí aparece la figura del conductor de autobús en su confrontación con el sueño americano. Un sueño al que se rindió tiempo atrás por el pragmatismo indolente de una vida llena de vicisitudes y fluctuaciones. El director somete al héroe a una inquebrantable y placentera cotidianeidad evidenciada tanto en las acciones propias del sujeto en su día a día, como en la propia estructuración episódica y rutinaria que divide la película en función de los días de la semana. La pareja de actores compuesta por Adam Driver y Golshifteh Farahani nos atrapa en su espiral de monotonía y placidez de tal manera que disfrutaríamos viéndolos deleitarse en su insólita sencillez sin esperar nada más de este filme que, no obstante, se verá alterado por el efecto avalancha que sepulta toda esa rutina a consecuencia del más mínimo cambio. El dibujo de la sociedad propuesta por Jarmusch se enfrenta directamente a la visión hegemónica masculina que Hollywood tiene del hombre atractivo, dinámico y merecedor de las más altas conquistas en el ámbito social y sentimental. Sin embargo se niega a encasillarlos con el estigma de los marginales por el amor que siente hacia ellos y la creencia en una clase media —utópica—; personas que aún no han terminado de borrar el sentido literal de la pregunta «¿Cómo estás?7, y todavía tienen a bien ofrecer una respuesta sincera y no un simple intercambio de «bien, apártate de mi camino». El realizador traslada esta ausencia de dinamismo en sus personajes a su propia narrativa, impregnando cada escena de una quietud romántica que se afianza en una sucesión de planos abiertos con bastante tendencia al estatismo de la cámara. Existe una cuarta dimensión de la que no nos han hablado mucho: para algunos supone encontrar un refugio en un cuaderno en el que jugar con las palabras y crear obras poéticas eternamente anónimas, para otros se trata de establecer una dicotomía vital en función de un monocromatismo existencial. Para Jarmusch, esa indeterminada dimensión radica en las transiciones, los espacios que transcurren entre los diferentes capítulos de nuestras vidas y que muestran el vacío del tiempo, la banalidad y todos esos elementos no adscritos estrictamente a la diégesis, como un buzón de correos, una caja de cerillas, un perro humanizado y cabeza indiscutible de familia, un problema menos o una página en blanco que se presenta con el inmaculado albor de una nueva oportunidad. (80 de 100)
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / 69º Festival de Cannes