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    Cine Alemán Siglo XXI

    Festival de Cannes 2016 | Día 6. Críticas: Loving / Personal shopper / Hell or high water / Apprentice

    Joel Edgerton en Cannes

    El Western gana el sexto duelo

    Crónica de la sexta jornada de la 69ª edición del Festival de Cannes.

    Llegamos al ecuador del festival en un día que será recordado como una de las decepciones más sonadas desde The See of Trees. Comenzábamos con Loving, en la que no apareció el mejor Jeff Nichols pero pudimos ser testigos de una cinta muy bien filmada y con un argumento de una calidad incontestable. Posteriormente nos lanzábamos a la piscina con Apprentice, de la que poco esperábamos y salimos con un buen sabor de boca al presenciar la desenvoltura de su director, Boo Junfeng, para crear una sensación asfixiante de tensión contenida en un escenario rodeado de muerte e identidades perdidas. A continuación llegaba lo mejor del día, un fantástico western modernizado provisto de un endiablado ritmo narrativo, un montaje audiovisual impecable, una banda sonora acertadísima y unas interpretaciones estelares: Hell or High Water, de David Mackenzie, lograba la ovación unánime del respetable que agradecía su dinamismo. Cerraba la noche todo un fracaso que destrozaba las grandes aspiraciones que teníamos por conocer lo nuevo de Olivier Assayas. Personal Shopper partía de una gran idea y terminaba como una de las cintas más fallidas del año. Poco destacable en una película que, sin duda, desaprovechaba una idea original y la llevaba a un terreno de clichés desidiosos.

    LOVING

    Jeff Nichols, Estados Unidos, 2016 / COMPETICIÓN.

    "Virginia hasn't always been for lovers.” En efecto, como bien escribió —y tituló— Phyl Newbeck en su novela publicada en 2005, hubo un tiempo en el que el estado de Virginia no era el lugar idóneo para presumir de un idilio amoroso, sobre todo si existía una discrepancia racial —o relación interracial— entre los enamorados. Jeff Nichols recupera en su nueva película, Loving, algunas de las obsesiones más recurrentes que han definido su línea filmográfica a lo largo de la última década. El director, muy concienciado con el estatus social de los excluidos en su país, siempre se ha mostrado bastante susceptible a los mecanismos marginales de una Norteamérica asombrosamente diligente en sus tareas de categorización y etiquetado de la ciudadanía. Su denuncia al desamparo político sufrido por los desfavorecidos y su insistencia para evidenciar la necesidad de la clase alta de establecer una polaridad topográfica constante, alcanza ahora un grado de significación absoluto al incluir, en ese escenario segregacionista, el componente etnográfico y discriminatorio que forjó el odio institucional estadounidense por antonomasia y desde sus pilares fundacionales. No podía pasar por alto para un realizador como Nichols la historia del señor y la señora Loving: una narración llena de prejuicios, dolor, sufrimiento y, sobre todo, un sentimiento genuino de amor y perseverancia; más aún si tenemos en cuenta que dicho suceso, aunque algo más al norte de lo acostumbrado, ocurrió en ese espectro sureño por el que este cineasta siente tanta predilección.

    Si en su anterior película, Midnight Special, el director llevó su analogía del marginado a un contexto de extremismo ficcional, al comparar a un niño inadaptado con un extraterrestre de poderes sobrenaturales, en esta ocasión Nichols no necesita de más artefactos discriminatorios que la propia pigmentación de la piel de su afroamericana protagonista: Mildred Loving. Existe un poso de ingenua incomprensión y de incontrolable rencor durante todo el metraje, movido por esa denuncia inicial que desencadena la persecución del amor entre dos ciudadanos; un concepto que pierde deliberadamente romanticismo en pro de un significado mucho más cercano al de libertad. El espectador es incapaz de comprender por qué, en una sociedad que comparte los mismos estigmas sociales, se produce ese malsano comportamiento irracional de destruir a cualquiera que evidencie la más mínima estabilidad. El amor no es concebible en las familias de marginados, pues les han dicho que su comportamiento ha de responder a una ilógica perversa y execrable. Porque lo importante de esta historia no radica tanto en el término amor, un cliché demasiado manido por el melodrama caucásico, como en el de prohibición, esa lacra tan arraigada a las minorías oprimidas por una privación absoluta del libre albedrío. Al igual que ocurría en Mud, el castigo del marginado se presenta en forma de civilización forzada, es obligado a emigrar hacia territorios no rurales y aprender a convivir bajo unas normas sociales muy diferentes. Nichols juega bien sus cartas en cuanto a que no trata de buscar venganzas ni cerrar pequeñas rencillas, como hacía en Shotgun Stories, sino que pretende certificar que lo único que prevalece frente al odio inherente al ser humano, viene explícitamente representado desde su título: Loving. (70 de 100)

    Apprentice

    APPRENTICE

    Boo Junfeng, Singapur, 2016 / UN CERTAIN REGARD.

    El hombre ha evolucionado históricamente buscando la respuesta a todas sus preocupaciones pasadas, desde el origen mismo de la existencia hasta una línea genealógica lo más extensa posible, siempre tratando de encontrar una figura consanguínea ejemplar a la que parecerse y sobre la que comenzar a construir una identidad personal. No hay duda de que la figura del padre, por evidente cercanía y transmisión involuntaria de carácter, es el gran molde sobre el que todo niño construye, en mayor o menor medida, sus pilares de independencia característicos. Apprentice compone un filme que funciona principalmente bajo la premisa de una identidad perdida, un salto en el linaje comparativo que deja vacío un espacio sin el cual, el protagonista, es incapaz de desprenderse de esa fase de experimentación y búsqueda para pasar a la definitiva fase anabólica de la identidad. El director sumerge al personaje en un mundo tenebroso, lleno de claroscuros y figuras en la sombra que componen una alegoría del desasosiego fundamental por el que atraviesa Aiman, en su desesperado intento de escapar de la inexistencia de su propio ser como ente incompleto.

    El protagonista comienza a trabajar en una cárcel de máxima seguridad, más en concreto dentro del equipo que lleva a cabo las ejecuciones de los condenados a muerte. No pasará mucho tiempo hasta que el largometraje nos desvele, bajo nuestra absoluta estupefacción, las verdaderas razones por las que Aiman siente tanto interés en desempeñar un trabajo tan escabroso y anímicamente agotador. La impulsiva decisión tomada, bajo la absoluta desaprobación de su hermana, corresponde a un esfuerzo casi suicida, una última tentativa a la desesperada —Hail Mary lo llaman en el mundo del deporte— que le ofrezca la posibilidad de escapar de un futuro inexistente. Con un manejo elaborado de la tensión y la transitoriedad de las escenas, el director plantea la premisa del verdugo y su aprendiz como una relación de tintes paterno-filiales, aunque también como un vínculo imposible entre dos personas separadas por un muro que comenzará a ceder hasta dejar al descubierto la verdadera conexión entre ambos. Un ejercicio de contención narrativa muy bien cuidado que avanza con paso firme e implacable hasta llegar a una realidad brutal. (65 de 100)

    Hell or high water

    HELL OR HIGH WATER

    David Mackenzie, Estados Unidos, 2016 / UN CERTAIN REGARD.

    En el tosco y violento estado de Texas un niño pasa a ser un hombre en el momento en el que empuña un arma y toma conciencia de su tamaño y su peso hasta el punto de hacerla una extensión de su propia mano. No hay personas más genuinamente alienadas que los rudos texanos, y eso lo deja muy claro el director David Mackenzie en su nueva película, Hell or High Water, con la que nos introduce en el fascinante mundo de la masculinidad hegemónica por excelencia, la original, y no ese sucedáneo metrosexual que nos quieren mostrar sus vecinos norteños. Todos los protagonistas de la cinta son hombres, a excepción de dos o tres sujetos femeninos que quedan muy bien encasillados en sus roles de servidumbre patriarcal: camarera, ama de casa, “gold digger” de casino… El destino de cada familia es un juego de vaqueros que queda en manos de los miembros varones de cada casa, y se desarrolla con una única regla que corresponde a la del revólver más rápido. El director actualiza los esquemas sintácticos del western clásico y los lleva, sólo en cuanto al contenido —en las formas todo parece seguir unos estándares de realismo sucio bastante similares—, hacia una modernización que sustituye al enemigo acérrimo del cowboy, el indígena despiadado, por uno mucho más moderno y acorde a los tiempos actuales: el banquero, como entidad sin escrúpulos que conforma uno de los grupos de delincuencia organizada más poderosos que han existido, capaz de robar con impunidad a personas sin recursos.

    Con un elevadísimo ritmo narrativo y un montaje muy dinámico, fundamentado por planos rápidos y la estimulante banda sonora de Nick Cave, el director nos atrapa desde los primeros segundos de metraje para no volver a soltarnos gracias, en gran medida, a un estupendo guion que consigue mantenerse elocuente y cómico en todo momento. Una pareja de hermanos se ha propuesto atracar el mayor número posible de bancos en un tiempo determinado. Su objetivo consiste en reunir la cantidad de dinero necesaria para no perder una finca, lo único que tienen y todo por lo que han trabajado. La elección del banco en concreto al que roban, viene motivada por un aviso de desahucio al retrasarse en un pago pago, que dejaría a la exmujer y a los hijos de uno de los protagonistas sin un lugar en el que vivir. Así que, con los rangers pisándoles los talones, tendrán que lograr robar al banco el dinero suficiente para pagarles la propiedad que ellos, a su vez, están intentando sustraerles, pagar con la misma moneda… nunca mejor dicho. Todo funciona con temeraria facilidad; mientras el mayor de los hermanos se mantiene frío y muy concentrado en mantener la limpieza de cada golpe, el pequeño no puede evitar que su impulsividad los meta en algún apuro de vez en cuando; de cualquier modo, la rapidez y aleatoriedad de los atracos los hace casi infalibles para un cuerpo del orden al mando de un viejo vaquero corriendo su último rodeo —Jeff Bridges en otra de sus imprescindibles actuaciones— que los persigue por la inercia atávica de proteger al desarmado de quien empuña una pistola pero, en este caso, parece que se han equivocado de delincuente. El diálogo y las acciones mantienen una coherente correlación y una atractiva intensidad que no pierde fuerza ni desfallece en ningún momento hasta que, con tremendo laconismo, un disparo desafortunado nos avisa de que el juego ha terminado. Alguien cae al suelo como un cuerpo inerte. Entonces una gravedad justiciera se adueña del mensaje y encarrila el desenlace hacia un final frenético. De pronto todo ha dejado de tener el inapelable sentido original, el concepto de hermandad y fraternidad se destruye, como también lo hace el de justicia en el mismo momento en el que una bala se introduce en la cabeza de un inocente ajeno al conflicto. Se pierde aquí la original limpieza del western clásico, protector incansable del civil americano, mientras se aporta una feroz dosis de realismo que, eso sí, no ha perdido su trascendente romanticismo. (80 de 100)

    Personal shopper

    PERSONAL SHOPPER

    Olivier Assayas, Francia, 2016 / COMPETICIÓN.

    Una de las mayores virtudes, o defectos —depende de quién lo mire—, del cine de Olivier Assayas radica en la facilidad con la que éste es capaz de sacarnos del argumento de sus filmes, siempre que lo estime oportuno, para cumplir un propósito semiótico concreto. En su vertiente más alejada al cine naturalista y más próxima a trabajos como Demonlover (2002), el director hace gala de una elocuente ambigüedad narrativa y un cierto aire de inestabilidad que, dicho sea de paso, encaja a la perfección con esta historia de tintes fantasmales llamada Personal Shopper. Una conexión que hubiera resultado toda una revolución en el cine fantástico de no haber sido por la ingenua obviedad y cursilería que rezuma todo este despropósito que bien podría haberse quedado en el más allá.

    La premisa inicial de mezclar el mundo de la alta costura con un toque de inexplicable tensión fantasmagórica resultaba muy atractiva sobre el papel, un encanto que queda anulado desde el momento en el que aparece en pantalla un “Slimer” blanquecino sin intención narrativa alguna ni la gracia que caracterizaba a la mascota de Cazafantasmas. A diferencia de su anterior trabajo, Assayas no otorga a su filme esa soltura de la espontaneidad, ni libera a la imagen de cualquier dogma o cliché establecido para dejar que la vaguedad de sus personajes hable por sí misma. Todo lo contrario; comienza a mover sus directrices en torno a un abyecto cuento paranormal, obligando a sus protagonistas a deambular como títeres inexpresivos por un escenario absurdo y desligado de toda cohesión semántica. No se trata de explicar una serie de sucesos, o llegar a entender con exactitud qué está ocurriendo y por qué se ha llegado a una situación determinada, sino de dejar que el espectador indague en la Persona bergmaniana que se dibuja en las pinceladas surrealistas trazadas por este realizador. Una Persona que llega tarde y mal al encuentro con lo esotérico y, hasta la mitad de película, todavía esperamos que aparezca un indicio que nos diga que esta aliteración histriónica es una deliberada parodia a un género en decadencia, pero no. Todo mantiene la misma sobriedad lineal y el absurdo juego de tensiones injustificables. Nos olvidamos por completo de ese papel que, por segunda vez consecutiva, aparece en una película de este director: el de la asistenta personal que, una vez más, es interpretado por Kristen Stewart. Las posibilidades que este personaje ofrecía, encarnando un paralelismo de la enfermiza conexión ultrasensorial similar al sufrido por Alma, la joven enfermera interpretada por Bibi Andersson en la seminal película de Bergman, se pierden por completo en una nube ectoplásmica. No se abordan los problemas autoritarios, la necesidad de establecer unos límites en la sumisión del subordinado que, por momentos, diera la vuelta a las tornas de forma sibilina para tomar posesión sobre la consciencia y el albedrío de su superior, sin embargo permanece un tedioso respeto jerárquico hasta que se produce el gran incidente. La oscuridad fotográfica ni tan siquiera puede alcanzar un significado absoluto por culpa de que el argumento es totalmente transparente, el fantasma no adquiere ninguna función alegórica, sino que se mantiene como un absurdo acompañamiento para el divertimento de unos personajes que, en su notoria estupidez funcional, ni tan siquiera son capaces de escenificar un metafórico paralelismo reflejo de nuestro mundo real. (25 de 100)


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / 69º Festival de Cannes


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