Make the Road Your Oyster
Crónica de la cuarta jornada de la 69ª edición del Festival de Cannes.
Vuelve a descender Eros de su olimpo para dejar en la cuarta jornada de Cannes el sello de su banquete de tentaciones. Park Chan-wook presentaba una de las películas más limpias y sublimes de su carrera y, además, una de las más ejemplares en cuanto al uso de la semántica y la narrativa lírica. The Handmaiden era recibida, no obstante, con una gran división de opiniones que evidenciaban lo difícil que es para el público olvidar los primeros trabajos del director. Posteriormente aparecía Alejandro Jodorowsky con su nuevo drama autobiográfico. Poesía sin fin relata los comienzos en la poesía del polifacético artista. Si bien ayer hablábamos de Nicanor Parra a colación del filme, Neruda, hoy, como si de una licencia poética se tratara, aparece el antipoeta chileno como una de las principales referencias en los inicios de la carrera artística de Jodorowsky. Por la tarde llegaron The Transfiguration, una cinta independiente de terror que, pese a tener buenas intenciones, resulta demasiado vetusta; y por último, American Honey, una de las grandes apuestas de este festival que, pese a su gran puesta en escena y una muy interesante historia que contar, por desgracia no tarda en caer en trivialidades nimias, unidas a un formato adolescente que no es muy adecuado para un metraje de 3 horas.
THE HANDMAIDEN
Agassi, 아가씨, Park Chan-wook, Corea del Sur, 2016 / COMPETICIÓN.
Conocimos a Park Chan-wook, por tierras occidentales, cuando ya era todo un autor consagrado, con su magnum opus, Oldboy, 2003. Para el director coreano, una de las características imprescindibles de su cine reside en su versatilidad dramatúrgica. Chan-wook siempre se esforzó para que la única marca representativa de sus películas fuera su propia firma. Sobra añadir que para lograr dicho propósito su cine siempre ha estado sujeto a una evolución expresiva y narrativa. No obstante, las similitudes entre sus películas son evidentes e inevitables, similitudes que vienen quizá más de cómo enfoca los temas que de los propios temas que enfoca. Permítannos expresarnos con mayor claridad: Chan-wook es un filósofo violento, su representación de la vehemencia y del comportamiento atrabiliario siempre ha estado ligada a la expresión, directa o indirecta, de temas existenciales y complejos que juegan con el estado anímico del espectador en sublimes ejercicios de concesión cinematográfica. The Handmaiden supone un paso adelante en ambas facetas del director; por un lado, ofrece una clara distinción formal con el resto de su filmografía, acercando la evidente concepción victoriana a un nivel pictórico nunca antes visto en sus obras; por otro, los fundamentos de su estilo surrealista siguen inalterables, el barroquismo narrativo se agudiza en los silencios al tiempo que mantiene la espectacularidad de los planos abigarrados, cargados de ángulos inverosímiles y movimientos de cámara frenéticos, aunque también existe mucho estatismo y plano fijo, debido a ese componente pictórico del que hablábamos. Todo se conjura para ofrecer un espectáculo audiovisual extraordinario fundamentado en una sucesión de planos que, en su inquieto dinamismo conjunto, tienden a la eternización estática individualizada gracias a las miles de capturas inmóviles que se almacenarán en nuestra retina y compondrán, por lo efectivo de sus juegos de claroscuros y la asombrosa utilización del color a altas intensidades cromáticas, una galería tenebrista de planos que resulta merecedora de los pinceles de Caravaggio.
Utilizando la novela Fingersmith, de Sarah Waters, el realizador coreano se reivindica en su estatus trasgresor al adaptar a una de las escritoras contemporáneas más representativas de la ficción homosexual. El estilo de Waters, cercano por ineludible influencia al de James e incluso al de Goethe, se aprecia con facilidad en las relaciones entre los protagonistas y las exageradas manifestaciones sentimentales que se producen entre ellos. Park trata de desnudar a sus personajes de manera alegórica mediante el estudio del rostro y sus variaciones al enfrentarse a diferentes situaciones; con un estilo analítico similar al usado en 1688 por Jean de La Bruyère en su obra Les Caracteres ou les Moeurs de ce siècle, el coreano se acerca a la fisiognomía de sus protagonistas y los lleva al extremo de su resistencia psíquica y física por medio de una trama brutal que no da lugar a treguas, un romance que dejará al descubierto, no sólo el desnudo alegórico que comentábamos, sino también el físico y glorioso de sus protagonistas en un acercamiento a esa “pequeña muerte” que comentaba Bataille en su obra, Las lágrimas de Eros. Estructurada en tres partes, la cinta avanza sustentada por las diferentes perspectivas cambiantes de las dos protagonistas principales, quienes juntarán sus voces para componer una narración, que pasará de la objetividad inicial a la completa omnisciencia conforme nos acerquemos al final. Sin miedo a recrearse en los detalles, el ritmo será tranquilo en todo momento mientras va desenmascarando las claves de una trama que utiliza las analepsis de un modo francamente asombroso. De los flashbacks introspectivos de las protagonistas volveremos al presente fílmico, y de éste retrocederemos hasta el principio de la historia para, entonces, volver a contarla de nuevo desde otra óptica mucho más abierta. Las transiciones entre escenas se realizan con la misma delicadeza con la que las protagonistas acarician sus apolíneos cuerpos inmaculados. se alcanza, a partir de la segunda parte, un paroxismo apasionado inigualable, la pantalla es una fuente de erotismo y sensualidad fundamentada en lo detallista y sensual de la violencia carnal. El hombre, despiadado, lascivo, sexualmente corrupto y disfuncional, sólo busca el estudio de la estimulación concupiscente y su comercialización provechosa; la mujer, representación de la belleza perfecta, la pura voluptuosidad y la irresistible sexualidad, perseguidora incansable del sentimiento placentero y la estimulación sensorial; ambos bandos quedarán enfrentados en un violento juego de traiciones lujurioso, grotesco y extremadamente sensual. Las escenas de sexo, como no podría ser de otra manera, son rodadas con perfecta naturalidad y desinhibición carnal absoluta, una maravillosa forma de expresión erótica que nos conduce a un desenlace perfecto en el que el director fundirá, con una brillantez inenarrable, placer y dolor en un volcán de pasión, un yin yang homogéneo que absorbe la causa de la violencia para transformarla en una explosión de gozo. (90 de 100)
POESÍA SIN FIN
Alejandro Jodorowsky, Chile, 2016 / QUINCENA DE REALIZADORES.
Con la misma fuerza con la que la abstracción rompió con la figura y su geometría, y el dadaísmo se desligó de las formas tradicionales del arte, el surrealismo buscó en lo más profundo del inconsciente la materia de otra realidad. Una materia compuesta por el imaginario onírico del protagonista que se trasladará, de lo insólito a lo cómico y de la mutación a lo trágico, por medio de saltos atemporales. Jodorowsky da un paso más allá con cada una de sus obras. Él, a diferencia de Buñuel, Lynch o Parajanov, rechaza la primicia absoluta de un orden, ya no lógico, sino científico y técnico. Se olvida de las progresiones y la coherencia semántica. Con Poesía sin fin, el chileno nos lleva de la mano a través de un breve repaso a sus orígenes como artista, a sus influencias e inquietudes. Consciente de que la identidad artística del poeta se construye en la manifestación plástica y literaria, el polifacético director se empeña en transgredir los esquemas ya transgredidos. Su trabajo queda marcado por un inmovilismo constante en su búsqueda de la liturgia espiritual y el misticismo abstracto. Un pensamiento que le ha llevado a ser menospreciado por la crítica formal, más tendente a verlo como un showman que como un verdadero místico, pues en sus alegorías y sus tratamientos de la realidad metafísica no es fácil vislumbrar más allá de cristales rotos y cabezas de muñeco.
Como no podía ser de otra manera, Jodorowsky traza una línea cronológica autobiográfica en relación con la trascendencia más que con la propia existencia. Los recuerdos de su vida, o los que nos quiere transmitir, no son más que un conjunto de viñetas marcadas por la relevancia de un suceso con respecto a la globalidad de su vida. El camino de un hombre queda sujeto al azar y a los avatares que se cruzan en él, por lo que la propia decisión concerniente a nuestro futuro queda prácticamente reducida a cero. Así es como el joven director trató de acercarse a escenarios que pudieran conducirle a experiencias relevantes, misteriosas, alejadas de toda belleza formal, siempre encaminadas a lo mágico y a los movimientos surrealistas y sadomasoquistas de significación múltiple. Así fue como se desligó, cogido del brazo de su primo Ricardo, del bruto de su intransigente padre y de su madre, cuya dulzura y gracia la hacía cantar más que hablar; así fue como conoció a las hermanas Cereceda y como llegó a compartir amor con el mismo Nicanor Parra quien, en esa cuna de musas y poetas llamada Café Iris, le entregó a Stella Díaz, La Colorina, a la que Jodorowsky le dedicó los mismos versos que usó Parra al final de su poema, La víbora. Fiel a su estilo grotesco, que busca encontrar la belleza de la fealdad y lo deforme, el director se muestra mucho más recatado y lúcido que en otras ocasiones en las que su desconcierto se traslada de manera irremediable a su trabajo. Ahora utiliza una narración precisa y poética que nos desvela los cambios sufridos a lo largo de los años y nos presenta a un Alejandro adolescente guiado por un Jodorowsky envejecido que le da la oportunidad, antes de marchar a tierras francesas y probar suerte en las filas de Bretón, de reconciliarse con su pasado. «No dándome nada, me lo diste todo». Alejandro, poeta, heterosexual. (64 de 100)
THE TRANSFIGURATION
Michael O'Shea, Estados Unidos, 2016 / UN CERTAIN REGARD.
El cine de vampiros reciente tuvo su momento, una de esas modas pasajeras cuyo auge fue propiciado por la coincidente incursión de dos películas muy bien recibidas por sendos sectores del público muy diferentes en el mismo año; nos referimos, claro está, a Crepúsculo y Déjame entrar, ambas del año 2008. Y precisamente esa diferencia en el tiempo es lo que condena a esta película a una obsolescencia inminente. La intención no es mala, pero llega muy tarde y los esfuerzos de Michael O'Shea por crear una identidad propia en The Transfiguration terminan por estrellarse contra el muro de lo previsible y lo rutinario.
Milo es un adolescente introvertido que vive en un barrio marginal de los Estados Unidos. Su pasión por los vampiros y el minucioso estudio que hace de los mismos lo han llevado a ser objetivo de acosadores. Lo cierto es que algo extraño encontramos en la figura del joven, y es que su férrea y oscura obsesión es el resultado de un proceso de autodescubrimiento, pues cree haberse convertido en una de las criaturas de la noche que tanto ha observado en vídeos y películas y, desde luego, tras atender a su comportamiento durante los primeros segundos de metraje, no hay duda de que se asemeja bastante a uno. La historia sigue la vida de Milo, el rarito de la ciudad, quien por fin encuentra a alguien con quien poder compartir sus extrañas aficiones. O'Shea muestra la evolución del joven tras comenzar una relación con una vecina, y cómo ésta afecta a su clandestina vida nocturna. El mayor dilema será interpretar si el muchacho es, en efecto, un vampiro, o la película sólo trata de mostrar los delirios de un adolescente enfermo. En cualquier caso, Milo tiene un plan para corroborar cualquiera de las dos alternativas. (45 de 100)
AMERICAN HONEY
Andrea Arnold, Reino Unido, 2016 / COMPETICIÓN.
La vida en la carretera no es fácil, y mucho menos si tienes que atravesar los miles de kilómetros que separan distancias diminutas sobre un mapa estadounidense. No obstante deambular por el asfalto puede que sea la única manera de vivir si eres uno de esos tipos inquietos y dramáticamente cosmopolitas como los que Jack Kerouac representó con sorprendente voz propia gracias a la imagen de Dean Moriarty, caricatura biográfica de Neal Cassidy, en su novela En el camino (On the Road, 1957). Los motivos para convertirse en uno de esos vagabundos que, como Star y Jake, se entregan a la espiritualidad y a la generosidad de los desconocidos, sin más pertenencias que las que puedan caber en sus bolsillos ni más pretensiones que las falsas promesas protagonistas de las revistas que tratan de vender a incautos y solitarios personajes, pueden ser tan diversos como inabarcables en una obra de ficción, incluso si esa fuga ha sido movida por un detonante claramente identificable; lo más probable es que dicha motivación sólo haya sido la gota definitiva en un vaso colmado de inseguridades, reproches e inquietudes incomprensibles para el espectador ajeno a un contexto relativamente amplio y preciso. Por este motivo, Andrea Arnold se aleja de explicaciones innecesarias y de desencadenantes hechos pretéritos que, por otro lado, ya había dejado muy bien ejemplificados en anteriores películas como Fish Tank o Red Road. El desencanto por la vida familiar, constante preocupación de la directora, que sobrevuela cada imagen de American Honey, parece evidenciar unos serios problemas de disciplina y autoridad propiciados por un ambiente hostil y desestructurado. Los personajes de Arnold parecen sobrevivir a las rutinas diarias con los nervios a flor de piel, en un estado constante de exaltación y agitación nerviosa, siempre preparados para saltar por los aires con cualquier comentario o hecho aislado que provoque una reacción desmedida y que ponga fin a un estado de contención constante e inaguantable.
Es de agradecer el rechazo de la directora por la condescendencia y el falso romanticismo. Su mirada es creíble y sin edulcorantes. Arnold individualiza el objetivo que, de forma mucho más general y pluralizada, utiliza Ken Loach para la composición de sus incorregibles cartas abiertas al sistema. Sin embargo la realizadora peca de futilidad en su estrategia narrativa y se entrega a un montaje hipertrofiado de fast food adolescente. Como si de una Spring Breakers para comerciales de ventas se tratara, la película se deja arrastrar por la histérica adrenalina juvenil y las descargas de testosterona incontrolables. Tres horas a ritmo de 2 Chainz pueden resultar demasiado para un espectador que se conformaba con la clásica escena musical indie bailando uno de los últimos hits de Rihanna. Pero… espera, que también hay de eso. (55 de 100)
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / 69º Festival de Cannes