En medio de toda la vorágine festivalera, donde cada mes hay una ciudad en alguna parte del mundo donde siempre se reúne «el mejor cine», «los estrenos más esperados» y otras frases hechas de postín, se nos olvida en ocasiones una de las importantes funciones de toda cita cinematográfica. Ya sea grande o pequeño, internacional o local, un festival debe escapar a ser un mero compendio de películas que se pasan durante un tiempo dado. O, lo que es lo mismo, debe definir cuál es su línea de programación y a qué quiere aspirar. De este modo, Cannes demuestra año tras año su falta de riesgo con la apuesta no siempre tan segura por las vacas sagradas de la cinematografía mundial; o Berlín, que se empeña en que el cine más social y reivindicativo deje su huella en el Palast; o San Sebastián, que ha encontrado en el cine latinoamericano un buen filón. Nos guste más o menos, el camino está marcado para cada uno de ellos y es en la diferenciación donde reside el valor que cada uno de ellos se otorga a sí mismo. Y no hace falta ser uno de los grandes para hacerlo: ante la proliferación de muestras o festivales de carácter local, aquellos que se toman en serio la dirección que quieren tomar son los que sobreviven y conectan con el público. Así, un festival como el D’A, que nació apenas hace 6 años en la Ciudad Condal donde ya existían otras citas bien delineadas, ha conseguido establecerse como un referente por la claridad de sus objetivos, por sus propuestas y porque nos obliga a rastrear esa figura esquiva del autor. A través de sus tres secciones principales, el D’A actúa como un verdadero radar del cine de autor contemporáneo. En Transicions, encontramos las películas que más han sorprendido del circuito de festivales del último año (como Neon Bull, de Gabriel Mascaro, o Chronic, de Michel Franco). En Direccions se reúne el star system del cine de autor, nombres consagrados como Hong Sang-soo, Alexander Sokúrov o Terence Davies. Finalmente, Talents se compone de películas de directores con un máximo de tres largometrajes en su filmografía. Es la sección competitiva del festival y la que mejor toma el pulso a las nuevas tendencias que exploran los autores del futuro. Directores que se mueven entre el riesgo y la repetición de fórmulas, entre la exploración de las fronteras del género y la ruptura de ideas preconcebidas, entre la reivindicación de los maestros y la copia torpe de los tics de los grandes. Un universo del que podemos extraer varias conclusiones sobre el estado actual del cine de autor.
En primer lugar, hay un aspecto que este festival no ha hecho más que constatar: la increíble capacidad del cine latinoamericano de continuar sorprendiendo. Desde hace unos cuantos años, las propuestas que nos llegan desde el cono sur copan los palmareses de las grandes muestras. Pese a todo, también es cierto que el ocaso puede estar cerca si se continúa repitiendo la misma fórmula (planos cerrados, una fotografía muy cuidada con poca profundidad que tiende a lo oscuro y un tempo pausado). Películas como Las plantas, de Roberto Doveris, y La helada negra, de Maximiliano Schonfeld, reinciden en unos códigos visuales que encorsetan su puesta en escena y no permiten que todas las ideas interesantes desde las que parten encuentren un camino más orgánico. Por el contrario, Mate-me por favor, de Anita Rocha de Silveira, consigue sorprendernos transitando continuamente entre el slasher, la comedia de instituto, el whodunit y la contemplación de la adolescencia. Una mezcla de géneros que tiene como resultado un extraño coming of age que va machacando una a una las perspectivas del espectador para terminar con un plano magnífico. También tiene ese componente mutante la portuguesa John From, de João Nicolau (Mención Especial del Jurado Profesional), sin duda, la gran cinta de esta edición. Lo que empieza siendo un retrato del tedio veraniego acaba convirtiéndose en una celebración de la imaginación de la joven protagonista y cómo su primer amor platónico contagia todo su entorno. Mientras otros preferirían mostrar este hecho desde el interior del personaje, Nicolau apuesta por integrarlo en su realidad para crear un obra que transita entre el tiempo muerto, el realismo mágico y la estética kitsch.
BADEN BADEN DE RACHEL LANG, BÉLGICA |
Si algo tienen en común las cuatro películas citadas hasta el momento es que giran en torno a personajes femeninos. Mucho se debate últimamente sobre el papel de la mujer en el cine. Cuatro han sido las cintas dirigidas por mujeres incluidas en la sección competitiva (lo que supone un 25%; si es poco o mucho, ya lo dejo a discreción del lector). Bang gang, de Eva Husson, se presentaba como uno de los filmes más eróticos de la temporada. Y ciertamente lo es, pero su mensaje moralista y su carácter totalmente pretencioso la convierte en una burda y torpe copia de Larry Clark. En cambio, la directora israelí Yaelle Kayam debuta en el largometraje con Mountain, en la que ejemplifica las tensiones de su país a través de las pequeñas opresiones diarias a las que se ve sometida una joven judía ortodoxa. Familia, religión y roles sociales orbitan sobre una historia construida siempre desde la dualidad: la tradición y la modernidad, los árabes y los judíos, el Monte de los Olivos y el Monte del Templo, la vida y la muerte. Su mensaje se complementa con otra de las grandes películas del festival, Baden Baden, de Rachel Lang (ganadora del Premio del Jurado de la Crítica), que narra ese verano en que todo parece cambiar y las decisiones que nos fuerzan a tomar se agolpan unas sobre otras. Sin excesos ni florituras y con los toques de humor justo, Lang reivindica el derecho y la libertad de Ana para dirigir su propia vida. El resultado es una obra honesta, actual, totalmente pegada a la realidad y que nos descubre una directora con una asombrosa capacidad narrativa por su sencillez. Dos películas en las que el cambio de paradigma reside en la mirada y demuestran que se puede hacer cine comprometido sin necesidad de recurrir a lo evidente ni al subrayado excesivo del mensaje: si ambas funcionan es porque se empapan de manera orgánica de su discurso feminista, y de esta manera es como más cala. En el lado opuesto, sin saber muy bien qué quiere transmitir, encontramos Vile-Marie, dirigida por el quebequés Guy Édoin, que quiere recuperar la mirada masculina melodramática sobre el mundo femenino. La sombra estética, temática y narrativa de autores como Almodóvar, Hitchcock y Dolan es demasiado alargada y su indefinición en un final supuestamente abierto a la interpretación hace aguas por todos lados.
Si hay un género que ha sufrido mutaciones en los últimos años ese es el documental. Y el D’A nos ha demostrado que sigue en plena forma, que los jóvenes autores se interesan por él para desposeerlo de su clásica vocación informativa y alterar su esencia para plantearnos más bien una experiencia. Así, Mauro Herce convierte en Dead Slow Ahead el viaje de un transatlántico en un trayecto hipnótico, donde la sinfonía entre imagen y sonido nos desvela un vehículo que parece transitar hacia la muerte; un cuerpo vacío en movimiento pero a la vez estático en el que el tiempo se dilata en la constante lucha entre el hombre y la máquina. Rastreador de estatuas es, sin duda, la propuesta más original y rompedora. A través de una obsesión muy concreta, el chileno Jerónimo Rodríguez construye un análisis sobre su vida y la historia de su país. Pese a una idea interesante, el desarrollo resulta en ocasiones un tanto monótono por lo aséptico de su acercamiento. Fue el nuevo documental de Andrés Duque el gran ganador de esta edición (Premio del Jurado Profesional y Mención Especial del Jurado de la Crítica). Oleg y las raras artes logra ese imposible de mimetizarse completamente con el personaje retratado. Duque capta a un artista de una fragilidad inaudita que se transforma en cuanto coloca las manos sobre las teclas; alguien capaz de reivindicar la pomposidad de la época de Catalina de Rusia mientras aporrea el piano para construir melodías modernas y vanguardistas. Es en esa continua contradicción donde el arte emerge como algo místico, casi fisiológico, gracias al espacio y el tiempo que Duque otorga a Oleg para expresarse y transmitir su visión de lo artístico. Pese a no ser un documental, el tercer largometraje de Christophe Farnier recoge la voluntad observacional de este para seguir a un hombre que decide perderse en la naturaleza y alejarse de la civilización para encontrarse a sí mismo. La flaqueza de El perdut es que, pese a su cuidada fotografía, es menos sugerente de lo que pretende y algunos tropiezos restan coherencia al resultado final.
John From, de João Nicolau, Portugal |
Si para algo nos debe servir una sección como Talents es para descubrir nuevos directores. Hemos ido mencionando algunos a lo largo de este análisis y los pocos que nos quedan vuelven a poner de manifiesto ese gusto por la transformación y ruptura que venimos observando. Así, Kaili Blues, dirigida por Gan Bi y multipremiada en Locarno, es una película que se reinventa a mitad con un largo plano secuencia de más de 40 minutos para convertir el viaje de búsqueda del sobrino del protagonista en un trayecto espiritual sobre el paso del tiempo. No es una cinta redonda ni pulida técnicamente, pero su osadía y su capacidad de encontrar a través del juego formal un nuevo vehículo con el que transmitir sus reflexiones nos obliga a seguir la pista a este joven realizador. Volviendo a Europa, desde Suiza nos llegaba Aloys, primera obra en solitario de Tobias Nölle que va transformando poco a poco el tono de lo que al principio parece una historia detectivesca y que acaba siendo un original relato de dos seres solitarios donde el juego entre realidad e imaginación acaba adquiriendo el tempo y la plasticidad de Roy Andersson. Y para encontrar la marcianada del festival (en el buen sentido de la palabra, claro está) no había que salir de Barcelona. Nos parecía importante es un compendio de imágenes, situaciones y personajes que se van cruzando en el camino de Marc Ferrer y potencian sus ganas de hacer cine. A medio camino entre la Nouvelle vague y el poshumor, Ferrer consigue ordenar todo este caos para montar un relato mínimo que es, en su esencia, una oda a la pasión de rodar y construir imágenes. Con todo ello, el radar del D’A dibuja un mapa donde la ruptura, la mutación y la transformación parecen ser el campo de exploración de los nuevos creadores. Son alquimistas que rechazan las definiciones estancas de los géneros y prefieren desdibujar sus límites. Estamos ante autores que parecen querer reivindicarse desde el cambio, ya sea en la mirada o en el propio desarrollo de la película, intentando alejarse de lo establecido y lo esperado. Es, sin duda, un campo plagado de minas. En algunos casos, estas variaciones tienen resultados excepcionales (como en John From, Baden Baden, Oleg y las raras artes o Dead Slow Ahead) y en otros (como en la india The Fourth Direction, de Gurvinder Singh, la última película de las 16 que componen la sección y en la que sus dos historias nunca acaban de encajar para construir una unidad significativa) queda un sentimiento de desaprovechamiento. Pero en todas se intuye un riesgo necesario, una firme convicción de que en alejamiento de la comodidad se encuentran los caminos por los que hacer avanzar la nueva producción cinematográfica.
Víctor Blanes Picó
© Revista EAM / Miembro del Jurado de la Crítica ACCEC