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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Midnight Special

    Midnight Special

    Épica de la nostalgia

    crítica de Midnight Special (Jeff Nichols, EE.UU., 2016).

    El acto primigenio de contemplar el fuego, o bien escuchar la épica de Homero en la plaza pública, allá en la antigüedad clásica, no distan mucho del principio rector de la gran revolución cultural del siglo XX. El tiempo, ese gran juez, ha demostrado que el Cine es un lenguaje capaz de enormes proezas, más allá de causar pánico y escepticismo a los cautos espectadores de finales del XIX. Lo que parecía acaso una moda pasajera, una excentricidad de la era Industrial acabó por convertirse en un espectáculo total y un vehículo de proyección de las pulsiones y angustias humanas con un potencial sin precedentes, generando además —claro está— un determinado modelo de negocio muy próspero, en su vertiente más corporativa. El mar de posibilidades parecía ilimitado. ¿Cómo atraer al espectador? ¿Recreando el esplendor y la voluptuosidad de civilizaciones pasadas? Hecho. ¿Especulando sobre sucesos paranormales? Servido. ¿Proyectando la vida humana dentro de 100 ó 200 años? Claro que sí ¿Y la existencia de vida extraterrestre? También. La grandilocuencia de Cecil B. De Mille o William Wyler, el clasicismo de John Huston y el perfeccionismo neurótico de Kubrick representaron ejemplos notables en la expresión más depurada de la maquinaria cinematografía del Hollywood frívolamente llamado —pero no falto de razón— “la fábrica de sueños”. A su manera, el estadounidense Jeff Nichols (1978) es hijo de su tiempo. Antes del cineasta consolidado, se encontró también al otro lado de la pantalla. Su educación audiovisual muy probablemente se habrá visto marcada por la obra maestra del mencionado Kubrick 2001: A space Odyssey. Aquella obsesión ancestral, tan humana, de mirar hacia las estrellas, hecha celuloide, despertó en los estudios y directores de la segunda mitad del XX una revelación casi epifánica: todo era posible. Y mientras George Lucas mezclaba habilidosamente el western de los 50 con la ópera espacial —cuyo resultado sería un icono de la cultura pop digno del mismísimo Andy Warhol—, Steven Spielberg se especializaba en la espectacularidad de un posible encuentro extraterrestre en el presente de aquel entonces. El impacto en una sociedad estimulada por la ligera decepción de la Carrera Espacial y la amenaza más o menos constante de Guerra Fría fue tremendo. La curiosidad por un universo desconocido, entorpecida previamente por el miedo a un enemigo todavía oculto —como bien se expresó en la anticomunista La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956)— de repente recobró fuerzas inesperadas. Y más de tres décadas después de aquellos años de eclosión de las posibilidades del cine fantástico, un Nichols ya conocido y respetado se daría el lujo de construir algo así como un homenaje, no solo a lo puramente plástico, la materia tangible y cinematográfica, sino al propio estado emocional de la época.

    En una entrevista, se le preguntó al director, con cierto morbo periodístico, por el origen de la idea creativa de este, su proyecto más reciente—algo, por otra parte, tan difícil de responder por el artista—. Nichols contó dos anécdotas en paralelo: por una parte, en términos personales, la paternidad despertó en él una serie de miedos, de sensaciones hasta entonces desconocidas que lo llevaron a pensar en la vulnerabilidad de los seres amados. Alguna pequeña complicación médica en su hijo pequeño generó un instinto protector más allá de la lógica y la comprensión racional; por otra, ya en un plano estético, la evocación de una historia mínima que se le había ocurrido por allá en el año 2013, y la había comentado con su otra mitad, indisoluble de su propia filmografía, Michael Shannon. No era siquiera una historia completa, sino más bien un fresco, una imagen: un automóvil antiguo recorriendo a toda velocidad la autopista, con las luces apagadas. ¿El título? Eso sí estaba claro: Midnight Special. El director, hasta entonces, se había labrado una justa y merecida reputación con tres brillantes películas a sus espaldas. Ya en Take Shelter (2011) había probado un acercamiento al género de la Ciencia Ficción desde una perspectiva psicosocial, atendiendo menos al fenómeno mismo que a los efectos sintomáticos que provocaban en su sufrido protagonista el cuestionamiento —propio y de su comunidad— de su salud mental, planteándose la posibilidad de estar enloqueciendo o acaso, recibiendo mensajes proféticos. Aquella fue una película contenida, medida con enorme atención a las buenas enseñanzas del maestro Hitchcock en cuanto a la tensión se refiere, y muy parca en despliegues visuales y efectos especiales; no hacía ninguna falta. Y en el centro discursivo se encontraba, al igual que en Shotgun Stories (2007) y Mud (2012), la familia como concepto, como unidad operativa básica en cualquier tipo de interacción social; la familia como patrimonio indivisible, inalienable y merecedor de protección cotidiana y extraordinaria. Son estas señas de identidad, sólidas, las que sirvieron como sustrato para la construcción de su filme más ambicioso y megalómano.

    Midnight Special

    «La familia como concepto, como unidad operativa básica en cualquier tipo de interacción social; la familia como patrimonio indivisible, inalienable y merecedor de protección cotidiana y extraordinaria. Son estas señas de identidad, sólidas, las que sirvieron como sustrato para la construcción de su filme más ambicioso y megalómano». 


    Como no podía ser de otra manera, atendiendo a la mismísima idea original, el prólogo de Midnight Special presenta parquedad en datos, provocando instantáneamente un inquietante magnetismo: dos misteriosos hombres se encuentran custodiando un niño, presumiblemente el hijo de uno de ellos, en una habitación de motel de carretera. La televisión, ese gran informador contextual en el metalenguaje cinematográfico, anuncia que el pequeño en cuestión ha sido presuntamente secuestrado y está siendo buscado obsesivamente por las autoridades a lo largo y ancho del país. Se oculta el sol y ambos personajes prodigan los cuidados para escoltar al pequeño Alton —así se llama— hacia la oscuridad de la noche, escapando a toda velocidad por las autopistas del sur estadounidense a bordo de un Chevrolet Chevelle del 72. Este inicio exhibe una potencia narrativa y visual impecables, a la altura de las más destacables comparaciones recientes —Véase: Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), Shame (Steve McQueen, 2011) o Eastern Promises (David Cronenberg, 2007) por ejemplo—, gracias, entre otros motivos, a la acertadísima banda sonora de David Wingo, cuya melodía, a medio camino entre el piano y el sintetizador, reverbera en la composición pictórica, y la muy cuidada fotografía del colaborador habitual Adam Stone. Se nos revela como una road movie, una huida hacia adelante, con los rasgos distintivos del subgénero —las localizaciones tales como la gasolinera, el citado motel, la propia autopista—. Tras la presentación de los perseguidos, se introducen los perseguidores, los cuales constituyen otro de los pilares que genera dinámicas éticas y estéticas sorprendentes: el elemento disonante, tal como ocurría en Take shelter. En una zona rural aislada, apodada “El Rancho”, vive una especie de comunidad religiosa —con algunas reminiscencias a los Amish— o más bien sectaria, bajo el mando de un carismático y muy inquietante líder —Sam Shephard hace acto de presencia brevemente, pero con una contundencia arrolladora—, cuya salmodia no consiste en oraciones y apelaciones al Apocalipsis per se; predica fervorosamente una retahíla de números, coordenadas y datos alfanuméricos sin aparente conexión o mínimo sentido de la lógica que, de algún modo, están relacionados con el inminente final de nuestra Civilización. El cabeza de este grupo necesita recuperar al pequeño Alton, quien resulta ser una presencia casi divina, un dios poseedor de estas sagradas palabras, y que le fue arrebatado por el propio padre, ex miembro de la congregación. De los acontecimientos anteriores no sabemos nada o casi nada; y este es uno de los numerosos aciertos de la película. Gracias al inicio in media res, el contenido argumental que se ofrece de modo indirecto permite paulatinamente construir toda una película antecedente en la imaginación del espectador, con ingenio similar al que se observa en el Tarantino de Reservoir Dogs (1992) o el Richard Linklater de la trilogía Before… (1995-2013): ¿Qué ocurría exactamente en aquel lugar?

    Midnight Special

    «Más allá de la nostalgia y la mirada hacia la época dorada del género, Midnight Special, como toda la filmografía de Nichols, aborda los conflictos rabiosamente humanos: el miedo ante la pérdida como motor de la determinación más férrea, en momentos en los que los se cuestionan los límites de la ética frente a un evento extraordinario».


    La primera mitad de Midnight Special ofrece las incógnitas. Podríamos denominarla “la parte de la fe”. El goteo de información aportada va encajando con soltura —y sin la prisa tan característica de las superproducciones, con ese afán de no aburrir a un espectador desatento— en cada uno de los tres hilos narrativos. Incluso aquí, los tiempos funcionan de un modo respetuoso con la lógica de los personajes. El adusto Roy, quien lleva el rostro, como no podría ser de otra manera, de Michael Shannon, ha decidido emprender una carrera prácticamente suicida con el único fin de proteger a su hijo, encarnación de la divinidad/fragilidad —loable trabajo del joven Jaeden Lieberher—. La figura de Alton es el centro alrededor del cual orbita todo el grueso narrativo y discursivo. Esta fascinación de encontrar a un dios entre los hombres genera, por una parte, un afán racionalizador cercano al positivismo en los agentes del gobierno, los cuales ven vulnerados sus sistemas de seguridad, y por otra parte, la salvación de la comunidad ultrarreligiosa, que empleará cualquier medio para tenerlo de regreso y garantizar su propia integridad. La predominancia del diálogo como clave en este segmento responde a la elaboración de un guión muy bien medido —escrito por el propio Nichols— que, como toda inteligente obra de ciencia ficción, entrega una reflexión sociopolítica encubierta. Los ecos al fundamentalismo y la violencia en nombre de un ser supremo o el escándalo del seguimiento de comunicaciones de la NSA destapado por Edward Snowden resuenan con bastante claridad y sin artificios.

    La segunda mitad podríamos llamarla “la parte de las revelaciones”. La velocidad de los acontecimientos aumenta ostensiblemente junto a las soluciones a cada una de las incógnitas expuestas. Es en este fragmento donde más se percibe el sincero homenaje de Nichols a Encuentros en la tercera fase (1977) y E.T (1982), como filmes generacionales —también se perciben ecos del John Carpenter de Starman (1984)—. Al igual que en aquellos, observamos aquí las consecuencias de la irrupción de un elemento extraordinario en la cotidianidad de una determinada región y cómo se quiebran las dinámicas preestablecidas en la vida de sus habitantes. En este aspecto, gran parte del mérito recae en el notable elenco, cuyas actuaciones aportan una verosimilitud muy necesaria en este caso. Junto a los siempre brillantes Shannon y Shepard —además de los correctos Kirsten Dunst y Adam Driver— se encuentra un genial Joel Edgerton de gesto hierático que, sin embargo, transmite un paisaje emocional de duda y vulnerabilidad como el misterioso hombre que ayuda incondicionalmente en la huida de Alton. Habrá quien pueda achacarle un ritmo irregular al tramo final, aduciendo la falta de sorpresa una vez desvelado quién o qué es Alton y el cuál es el motivo de su huida. ¿Constituye esto un fallo? Quien suscribe estas letras opina que no. En última instancia, la importancia no radica en la cuestión sobrenatural; esta forma parte de un conjunto, un todo, cuyo desenlace ofrece la espectacularidad de las obras en las que se inspira, pero también consecuencias lógicas, sin concesiones al espectador. A aquel que aplaudió emocionado Take shelter por su absorbente minimalismo y su giro final conviene aclararle que esta no es una repetición de aquella; este es un producto cinematográfico mucho más grandilocuente, sí. Es una superproducción de autor. Más allá de la nostalgia y la mirada hacia la época dorada del género, Midnight Special, como toda la filmografía de Nichols, aborda los conflictos rabiosamente humanos: el miedo ante la pérdida como motor de la determinación más férrea, en momentos en los que los se cuestionan los límites de la ética frente a un evento extraordinario. | ★★★★ |


    Luis Enrique Forero Varela
    © Revista EAM / 66ª edición de la Berlinale


    Ficha técnica
    Estados Unidos. 2016. Título original: Midnight Special. Director: Jeff Nichols. Guión: Jeff Nichols. Fotografía: Adam Stone. Música: David Wingo. Duración: 112 minutos. Productora: Faliro House Productions / Tri-State Pictures / Warner Bros. Diseño de producción: Chad Keith. Montaje: Julie Monroe. Diseño de vestuario: Erin Benach. Intérpretes: Michael Shannon, Joel Edgerton, Jaeden Lieberher, Kirsten Dunst, Adam Driver, Sam Shepard, Bill Camp, Scott Haze, Paul Sparks, David Jensen, Sharon Landry, Dana Gourrier, Sharon Garrison. Presentación Oficial: Berlin International Film Festival, 2016.

    Póster: Midnight Special
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