El testamento del doctor Laing
crítica de High-Rise (Ben Wheatley, Reino Unido, 2015).
En los suburbios londinenses, un inmenso rascacielos se levanta ostentoso desafiando el inhóspito paisaje que lo rodea. Su cima se inclina ligeramente como la falange de un dedo índice que apunta a su creador, omnipresente figura que habita en las alturas y controla todo lo concerniente a sus criaturas desde su olimpo situado en el ático de la colosal masa arquitectónica. Ben Wheatley presenta las credenciales de su nueva película, High-Rise, mediante una ciencia-ficción manierista que bebe, al menos en su puesta en escena, de los grandes clásicos del género. La Torre Elysium es el primero de los cinco edificios que compondrán la obra del arquitecto Anthony Royal, ese ser mesiánico que domina la escena vertical, y que trata de imitar la forma de una descomunal mano cuya última finalidad será la de componer un universo independiente del mundo y completamente autárquico en sus funciones, donde la estructuración jerárquica marque los escalafones propios de su sistema de gobierno de forma explícita dependiendo de la altura a la que se encuentre la vivienda; así, el pueblo llano ocupará el espacio inferior mientras que la burguesía se irá situando progresivamente y por orden de importancia desde la planta superior hacia abajo. Royal, cuyo apellido ya nos deja intuir su carácter megalómano, como no podría ser de otra forma ocupa esa posición mayestática que lo sitúa como la principal figura de mando y, además, le da derecho a impartir su justicia de manera libre e indiscriminada hacia la totalidad comunitaria.
La trama se abre con la llegada de un nuevo inquilino, el doctor Laing. A medida que éste se relaciona con el resto de sus vecinos se va haciendo más evidente la atmósfera hiperrealista a la que nos enfrenta Wheatley. El edificio está compuesto por un puñado de personas de extrema volatilidad e impredecibles cuyas acciones reflejan una atmosfera surrealista y presagian el desencadenamiento de un factor de extrema gravedad. Adaptando la novela homónima del escritor de culto J. G. Ballard, el director se introduce de lleno en la distopía atemporal propia de la pluma de Ballard y trae a colación temas tan recurrentes en este género como la inestabilidad del caos, el inmovilismo social y la necesaria revolución del proletariado. El futuro distópico presentado en High-Rise se equipara al mismo modelo dogmático presente en todas las representaciones de estas anti-utopías. El progreso tecnológico actúa como obsesión y como principal temor de un porvenir electrónicamente controlado que terminará por someter a la raza humana. No es cuestionable a estas alturas hablar de un futuro en el que esa revolución tecnológica haya sido la causante de la debacle y, por lo tanto, el ser humano haya decidido erradicarla por medio de un primitivismo terminante, por lo que esa distopía sería causada por la ausencia total de electrónica y no, como es el caso, por una presencia excesiva, un escenario que resultaría mucho más asumible a estas alturas de electrónico-dependencia. El mayor conflicto conceptual se traza al discernir introspectivamente la condición “externa” del nuevo inquilino y protagonista de la película, Robert Laing. Su apariencia y descripción inicial refleja a un hombre sensato que actúa como mediador del caos, que se interpone entre la brutalidad y la razón. Sin embargo, con el paso de los minutos y las continuas subidas y bajadas en ese ascensor de última generación que controla los ritmos narrativos a su antojo, en el que el protagonista no tendrá más remedio que mirar, gracias a un juego de espejos y reflejos, a la propia extensión de su carácter en uno de los trucos psicológicos más antiguos desde que se inventó el psicoanálisis, seremos conscientes de que lo visible a primera vista no es más que una fachada, una entre las cientos de caretas de las que dispone el hombre moderno y con las que se disfraza según le convenga, tanto por la necesidad de escalar posiciones usando la condescendencia farisaica, como por el terror que le despierta mostrar su verdadera personalidad en un mundo de apariencias.
«El director se apodera del espacio físico de manera tan asombrosa como astuta. Utiliza el edificio, o complejo estatutario independiente, más que como la masa prosopopéyica tan común en estas ficciones humanizadoras del foco desencadenante de la catástrofe, como un ente inteligente e independiente que se adueña de todo lo que habita en su interior y lo somete o lo consume a su antojo».
El director se apodera del espacio físico de manera tan asombrosa como astuta. Utiliza el edificio, o complejo estatutario independiente, más que como la masa prosopopéyica tan común en estas ficciones humanizadoras del foco desencadenante de la catástrofe, como un ente inteligente e independiente que se adueña de todo lo que habita en su interior y lo somete o lo consume a su antojo. Así se llega a hacer referencia al edificio como el verdadero gobernador de la comunidad autárquica establecida, un estatus que inevitablemente colisionará con el supuesto jefe supremo humano, el arquitecto que lo diseñó inicialmente y le dio vida. El monstruo se rebela una vez más contra Frankenstein y le obliga a contemplar el desastroso alcance de su creación. Las consecuencias del verdadero horror, «ahora siéntate ahí a pensar en lo que has hecho». En medio de esa lucha de poder y de egos, paralelamente, surge el anunciado conflicto de clases. La piscina comunitaria es el escenario de batalla y, al mismo tiempo, el motivo o excusa de la rebelión. Las masas, descontentas por los favoritismos a los habitantes de los pisos superiores, deciden hacer una toma de posesión del lugar de esparcimiento acuático y arremeten contra la determinación de conceder privilegios comunitarios a los miembros elevados. Se produce una deshumanización absoluta, en contraposición a la seminal humanización de la máquina, y se alcanza el punto álgido de la violencia. Aquí se plantea otro problema al poner en duda el fin que se persigue —por supuesto, más allá de esa jerarquización y lucha de clases— y de qué motivos tienen los personajes para luchar por ese fin —una vez más, lejos de la evidente demostración de poder y la instauración de un estatus de superioridad—. Entonces nos damos cuenta de que no hay ninguno, y aquí es cuando entendemos lo verdaderamente sórdido de todo el asunto, los personajes luchan, se apuñalan, se desmiembran los unos a los otros, abusan de su fuerza y su poder para la violación —metafórica y literal—, simplemente por su inherente condición humana corrupta y envilecida. Se trata de representar nuevamente la violencia del erotismo, la necesidad de fracturar, de mancillar, de ensuciar el cuerpo femenino, representación estética de lo bello, lo limpio y lo puro, antes de poseerlo. Un concepto profano que se materializa con la cara llena de moratones y heridas de Charlotte, tras el asalto de Wilder, en el que éste dejaba salir su salvajismo animal para increpar a la mujer su ausencia de afecto hacia él.
«Todo se tiñe de un rojo cegador que nos dificulta la visión, se pierde el enfoque de la realidad fílmica y los esquemas sintácticos quedan reducidos a cenizas a consecuencia de un incendio caótico que lo arrasa todo a su paso, incluso la marcada firma distintiva del propio realizador».
La película alcanza un elevadísimo ritmo narrativo durante los primeros minutos y, para un largometraje de dos horas, no va a ser tarea fácil aguantar semejante esfuerzo aeróbico sin desfallecer. En efecto, una vez que se pierde el factor sorpresa y se ha llegado a un estado absoluto de asimilación y aceptación de la brutalidad, la cinta pierde su principal atractivo y se deja arrastrar por el vehemente delirio de «la situación más esperpéntica todavía». Todo se tiñe de un rojo cegador que nos dificulta la visión, se pierde el enfoque de la realidad fílmica y los esquemas sintácticos quedan reducidos a cenizas a consecuencia de un incendio caótico que lo arrasa todo a su paso, incluso la marcada firma distintiva del propio realizador. En cuestiones de autoría, el filme deja la sensación de tener más del peso literario de Ballard que de la propia dramaturgia de Wheatley. Pese a no ser un trabajo en el que se haya pecado en absoluto de comedimiento, es precisamente esa falta de concesión de algunas escenas lo que nos lleva a pensar en un escenario mucho más idílico sobre el papel que en la pantalla. Los motivos y lo detallista de las descripciones pierden fuerza frente a la contundencia plástica, sobre todo para un director que siempre se ha mostrado mucho más seguro en el sarcasmo que en el insulto. El final, en un intento desesperado de aportar algo de coherencia al relato audiovisual, se introduce en el apartado político thatcheriano del capitalismo de mercado y su imperiosa necesidad para la conservación de un sistema de gobierno; «se necesita verdadera determinación para remar contracorriente». Pero ya era tarde para eso en este escaparate anárquico, lleno de orgías de sexo y violencia que se establece como precedente del final de toda forma estética cinematográfica, sustentado por una banda sonora deliciosa, a cargo de Clint Mansell, gracias a la que podemos digerir ciertos momentos de casquería desenfrenada dejándonos llevar por los sublimes acordes de un free jazz psicodélico y anestésico. | ★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Dublín
Anexo #1 / Crítica de High-Rise de Emilio Luna desde el 63º Festival de San Sebastián.
Ficha técnica
Reino Unido. 2015. Título original: High-Rise. Director: Ben Wheatley. Guion: Amy Jump (Novela: J.G. Ballard). Fotografía: Laurie Rose. Duración: 118 minutos. Música: Clint Mansell. Productora: Recorded Picture Company (RPC) / British Film Institute (BFI) / Film4 / Embargo Films. Montaje: Amy Jump y Ben Wheatley. Diseño de producción: Mark Tildesley. Diseño de vestuario: Odile Dicks-Mireaux. Intérpretes: Tom Hiddleston, Sienna Miller, Jeremy Irons, Luke Evans, Elisabeth Moss, James Purefoy, Keeley Hawes, Reece Shearsmith, Peter Ferdinando, Sienna Guillory, Stacy Martin, Enzo Cilenti, Augustus Prew, Tony Way, Dan Renton Skinner. Presentación oficial: Toronto International Film Festival.