Despachos de la (aún no oficializada) Tercera Guerra Mundial: cómo fabricar yihadistas matando a otros yihadistas
crítica de Espías desde el cielo (Eye in the sky, Gavin Hood, Reino Unido, 2015).
Cinco, veinte, setenta y seis, ayer murió otro niño intentando cruzar equis frontera junto a la mitad de su familia, y ya son quinientos, cinco mil; esta tarde otros treinta iraquíes han muerto en un atentado en Bagdad, dos menos que ayer, alguien vio la foto, ya van quinientos mil, quizá menos, seguramente millones. No es que nadie haya realmente parado de contar, es que ya todos perdimos la cuenta. Son tantos muertos que no significan gran cosa: se pierden como dígitos en la puntuación del Space invaders. Duele escribirlo, pero los 600 euros que vale hoy el iPhone nos provocan más indignación que los seiscientos muertos de ayer, si estos viven/vivían o provienen de tierras más o menos ignotas para el occidental medio. Y sí, de ahí, justo ahí surge Espías desde el cielo; thriller político cuyo brutal y desalentador subtexto guiña el ojo a un público más bien sedentario que en su época decidió cambiar la tensión de la Guerra Fría y sus bailes con agentes dobles por ese otro valor en alza que representa el personaje, cada vez más antihéroe, que toma decisiones sin apenas mover el culo de su mullido asiento, bien sea en Washington o en Londres o en Moscú. Incluso en una base militar a pocos kilómetros de Las Vegas. Estamos jugando (o eso parece) la penúltima pantalla, el penúltimo nivel antes de enfrentar al monstruo que mueve los hilos. Los señores de la guerra han perfeccionado su técnica hasta niveles asépticos. Matar nunca había sido tan fácil como hoy. Tan fácil como pulsar un botón, la X del mando de la Play para que el centrocampista filtre pase al 10 en efervescencia. Un disparo a quemarropa desde las entrañas de Call of Duty. Un clic, cuchillo mediante, y adiós-muy-buenas-señor-enemigo. Como si estuviésemos jugando a un videojuego tan posible que ya no es verosímil, y de pronto la barrera que antes nos separaba se rompiese y los personajes de allí empezaran a interactuar con las personas de aquí, igual que la entrañable parejita de La rosa púrpura del Cairo. Así, hay líneas y números y parámetros fluctuantes; se dibujan círculos y aparecen coordenadas sobre una geografía desértica en alta definición. La vista es ahora un cenital y luego un contrapicado, y gira a derecha e izquierda, arriba y abajo, como un dispositivo fastuoso que no busca tanto la eficacia sino más bien la precisión a cualquier temperatura. Nada puede salir mal. El fallo está prohibido. El fallo es, literalmente, mortal. Y sus consecuencias tan impredecibles como la llegada de ese pase filtrado que se cuela ante la parsimonia de todos nosotros: jugadores, ciudadanos, votantes... y súbditos a tiempo completo. El ojo es aquí un dron pilotado desde una base militar de Nevada, Estados Unidos. La negociación política debe ser resuelta con el "okay, adelante" de un ministro inglés que no acierta a vislumbrar las consecuencias de una decisión aparentemente política, si lo que está(n) a punto de hacer es legal o ilegal, moral o inmoral, o si en caso de no cubrirse de gloria estarán cubiertos por su ley, que es «el último refugio de los canallas»; o si todo aquello no resultará a fin de cuentas un simple y estruendoso disparate sin coartada ni justificación.
A un lado de la pantalla, Aaron Paul; al otro, Helen Mirren o, mejor dicho, su álter ego y coronel de la Armada Norteamericana. Él pilota el dron que sobrevuela inadvertido el terreno, casi un fortín en poder de los yihadistas y habitado por algunos lugareños que aún conservan no poca ilusión o ganas de seguir chapoteando en el lodazal que los circunda, donde también operan dos agentes nativos; los únicos que se la juegan en realidad. La coronel Katherine Powell dirige la operación que busca detener, vivos o no («proceda, teniente Watts»), a dos peligrosos yihadistas que andan sueltos por Nairobi, capital de Nigeria. Dicho teniente maneja el joystick y su auxiliar ajusta la mirada en tanto lee un cuaderno —intuimos paradigmático— que recuerda vagamente al de Luis Moya en un peculiar rally aéreo; no obstante un rally que en modo alguno les dejará secuelas físicas, pues ellos trabajan sentados, cómodamente, desde una especie de contenedor de alta tecnología con un satélite, intuimos, también de última generación. O quizá de una generación todavía venidera; ya saben ustedes cómo funciona la tecnología militar.
Alan Rickman como único y verdadero 'expecto patronum' plateado de su obra
Permítanme llegados a este punto realizar un, por decirlo con pompa, breve inciso. La acción se traslada a una pequeña juguetería. Debemos de estar en una zona céntrica, si bien el tránsito es insignificante y el ginseng fluye con generosidad por las venas de ese hombre o muggle —mirada adversativa, pelo cubierto de Chesterfield ya fumado, y torso opulento embutido en un uniforme verde camuflaje casi pardusco— que recién ahora examina la caja de la muñeca que va a regalarle a su nieta en tanto habla por teléfono con alguien que, tal vez, es su mujer o su hija, y que le dice algo así como: «Asegúrate antes de comprarla: ¡es el modelo que mueve brazos y piernas!». Sí, sí, no te preocupes. Sí: demasiado fácil para no equivocarse. Hay guerras que uno nunca podrá ganar, y la de abuelo es la más jodida de todas. Ya en el Ministerio, Alan General Rickman hunde sus pensamientos en sí mismo, como si estuviera pintando un cuadro mentalmente, no sin antes escribirle a Helen Coronel Mirren, en espera al otro lado del chat: «Todavía no». O al menos no así. Queda mucha película. «Hay que recalcular los daños». Ya lo creo, mis queridos Hans Gruber y Coronel Brandon y Harry a secas y Antoine Richis y Severus Snape. Sin saberlo, Gavin Hood nos estaba regalando quizá las últimas píldoras del actor inglés, que certifica su inmortalidad con un adiós inapelable, tecleando misivas desde una realidad que merodea al espectador y obliga a preguntar: ¿Cómo diablos se combate a esta gente, y cuando digo «gente» me refiero a los radicales del ISIS, Dáesh o Estado Islámico; Al-Qaeda y demás facciones representativas del wahabismo que buscan no ya expandir sus fronteras abriendo sucursales aquí y allá, sino imponer su medieval califato a golpe de guillotina?
Así, con todas estas lecturas y reflexiones a propósito de Espías desde el cielo, también nos preguntamos: ¿qué absurda realidad sociopolítica y económica ha llevado al hombre moderno a depositar su confianza en unos tipos que diariamente tiene que elegir entre la muerte de unos pocos o la de varios muchos? Pues bien, Gavin Hood, que no es precisamente el más regular de los directores —ha firmado obras tan dispares como Tsotsi y X-Men orígenes: Lobezno—, recupera algo del crédito perdido con un filme a primera vista convencional y sin grandes sorpresas en ningún orden, cuyo administrativo punch alcanza nervio cuando masticas un sanedrín preñado de incógnitas, nada fáciles de resolver, en las antípodas de ese fatuo y campanudo ademán tan característico del thriller de espionaje hollywoodiense. Por ello este barco, un dron muy yanqui, es capitaneado por dos ilustres del Imperio, también conocidos por los nombres de Helen Mirren y Alan Rickman. Que cuentan además con algunos secundarios óptimos, a saber: el aún semidesconocido Barkhad Abdi (Capitán Phillips), quien teledirige a distancia un escarabajo pelotero espía; el perpetuo tronista escocés de Khaleesi, aka Iain Glen, interpretando a un secretario de Estado con apuros gastrointestinales que no le impiden pronunciar la frase-póster de la película («las revoluciones se alimentan de vídeos de YouTube»); y junto a todos ellos el compasivo de mirada vidriosa, siempre a punto de saltar por los aires, Aaron Paul.
Sobra insistir en que a Hood no le faltaban elementos para ejercitar la demagogia: resulta que la futurible onda bombástica del misil podría matar a una niña que vende pan junto a la casa donde se guarecen los monstruos; una niña, juguetona y servicial a la vez, que resume a la perfección una tesis con no pocos abonados, según la cual nuestra empatía o sensibilización momentáneas ante la tragedia es tanto más honda cuanto más biográfica es la historia expuesta. Porque el impacto de una cifra en primera plana no es ni remotamente comparable al de una sola muerte con rostro, nombre y apellidos reconocibles. | ★★★ |
Juan José Ontiveros
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Reino Unido, 2015. Eye in the Sky. Director: Gavin Hood. Guión: Guy Hibbert. Fotografía: Haris Zambarloukos. Música: Paul Hepker, Mark Kilian. Reparto: Aaron Paul, Helen Mirren, Alan Rickman, Iain Glen, Barkhad Abdi, Phoebe Fox,Carl Beukes, Richard McCabe, Tyrone Keogh, Babou Ceesay, James Alexander,Lex King, Daniel Fox, John Heffernan, Luke Tyler. Productoras: Entertainment One / Raindog Films. Distribuidora: eOne Films.