Entre la lluvia, el descenso de temperaturas que no impidió la sensación de sofoco y el segundo día de la huelga del metro, Barcelona tuvo el día 27 un perfil más gris de lo habitual. Lo que no hizo, sin embargo, que la actividad de la ciudad disminuyera. Es más, y por lo que respecta al Festival, el miércoles fue uno de los días más concurridos. Tal vez porque se emitió, esta vez íntegramente y con invitación para quienes solo pudieron ver media hora en el anterior pase, la película de Philippe Garrel L’ombre des femmes; tal vez por la expectación que despertó la cinta del hijo del realizador anterior, Louis Garrel, Les deux amis (2015), con presentación de los jóvenes de la UJAC (Unió Jove Alternativa Cinemática) incluida; o tal vez porque, cuando hace mal tiempo, siempre es mejor estar en una acogedora sala de cine. En cualquier caso, el resultado final no pudo ser mejor, pues los filmes de Garrel padre e hijo, en torno a sendos triángulos amorosos, tuvieron la calidad que el apellido hacía augurar, mientras que la última proyección fue el estupendo documental Rastreador de estatuas (2015) de Jerónimo Rodríguez. El listón quedó muy alto tras esta jornada.
Les deux amis (Louis Garrel, Francia, 2015).
El debut en el largometraje del actor e hijo del realizador Philippe Garrel no podía ser más prometedor, puesto que Les deux amis (2015) bebe tanto de la tradición del cine francés moderno como de la comedia americana contemporánea. Ello da lugar a una pieza cargada de humor y de melancolía, que no oculta la condición de homenaje a sus maestros pero que va un paso más allá, en un ejercicio posmoderno que reflexiona sobre el amor, en todas sus manifestaciones –romántico, fraternal, filial…–, pero también sobre el mismo séptimo arte como escaparate de nuestras tradiciones, de nuestro presente y de nuestras fantasías o necesidades. No es casualidad, por tanto, que uno de los personajes trabaje de extra en el cine o que los tres protagonistas participen en el rodaje de una película ambientada –tampoco casualmente– en el Mayo del 68. Como tampoco lo es que Garrel haya optado por un argumento tan recurrente en la historia de la cinematografía gala como el de una relación sentimental a tres bandas. Y, aunque el referente más explícito sea Jules y Jim (1962) de François Truffaut, pues la amistad de dos hombres –Clément (Vincent Macaigne) y Abel (Louis Garrel)– se pone en peligro por culpa de la intervención perturbadora de una mujer, Mona (Golshifteh Farahani), sin embargo la presencia de la Nouvelle Vague y de sus herederos es constante en el filme. En este sentido, no es difícil rastrear citas a Godard, a Éric Rohmer, al padre del propio autor… Incluso hay una escena que evoca a Alfred Hitchcock, como es bien sabido ídolo de los cahieristas (léase Abel recitándole el poema a la enigmática mujer del parquin). Asimismo, el hecho de que la obra sobre todo haga hincapié en la amistad de los dos hombres, que viene marcada por lo antitético de sus caracteres, le da una pátina de buddy movie cargada de humor y ternura. Ello, sumado a la condición estereotipada de los dos personajes, Abel un atormentado, brusco y atractivo antihéroe –en una parodia del tipo de papeles que suele interpretar Garrel– y Clément un simpático y sensible friki, le confiere al conjunto toques de crónica generacional, pues a su manera ambos son dos niños grandes incapaces de adaptarse a su realidad. Con ello se evoca inevitablemente a la mejor comedia americana de nuestros días, nacida con John Hughes, y que hoy cuenta con autores tan diferentes como Wes Anderson, Judd Apatow o Jason Reitman. En definitiva, Les deux amis combina con pulso firme risas y lágrimas mediante una trama deslavazada y muy reducida espacial y temporalmente, construida a base de un vagar sin rumbo por la ciudad que actúa como metáfora del destino errático de los tres protagonistas, irremediablemente marcados, bien por la culpa, bien por la rabia, bien por la soledad.
Rastreador de estatuas (Jerónimo Rodríguez, Chile, 2015).
La ópera prima del chileno Jerónimo Rodríguez enlaza con una tendencia del cine documental de nuestros días de tipo testimonial o autobiográfico –con todo el entrecomillado que se quiera–, en el que el foco del relato es tanto el mundo presente como el universo personal del realizador. Naomi Kawase, Agnès Varda, Ricardo Íscar, Chantal Akerman o Jonas Mekas, por citar algunos de los autores más conocidos, han practicado este tipo de cine a caballo entre la realidad y la ficción, la experimentación formal y la denuncia social, el diario confesional y la especulación filosófica. No en vano, y como de si la famosa magdalena proustiana se tratara, el filme nace por la obsesión de una imagen en el filme de Joaquim Jordà Mones com la Becky (1999) –otro documental de raíces autobiográficas–, y a partir de aquí Rodríguez crea un atípico thriller que hubiera hecho las delicias de Borges y Bioy Casares, dado que, en el fondo, es una reflexión sobre los inextricables vericuetos de la memoria. Y por “memoria” se entiende el término en su sentido más amplio: tanto la personal (ese sentido de culpa por haber abandonado al padre fallecido) como la histórica (ese país que, como el nuestro, ha decidido olvidar los crímenes de la dictadura militar) y la trascendental (la herencia a las generaciones venideras). Para poder indagar en algo tan complejo como la mente humana, donde de hecho reside el “alma” de las personas, el director de Rastreador de estatuas opta por una opción estilística radical, de forma que el metraje se encuentra compuesto de imágenes de vídeo de archivo, de presentaciones y fotografías de Internet y de filmaciones in situ de lugares de todo el mundo: Nueva York, Santiago de Chile, Lisboa… Irónicamente, la gente tiene una presencia anecdótica o nula en la mayor parte de las imágenes de la cinta, integrada sobre todo por planos generales, estáticos o en movimiento, de parques, bares, edificios, tiendas, etc.
Que Rodríguez despersonalice a propósito la plasmación visual de la obra responde a una triple intencionalidad: de un lado, ofrecer un poco de distancia a una historia narrada por una voz en over en tercera persona que nos cuenta los actos y sentimientos del protagonista elidido del relato, Jorge (álter ego del director); del otro, constatar la transitoriedad de la existencia y el paso del tiempo mediante aquellos elementos que se presuponen duraderos y que también caen bajo el yugo inevitable de la mutabilidad (el caso paradigmático son las estatuas); y, finalmente, cuestionar la fiabilidad y veracidad de todo lo narrado, puesto que las grabaciones proyectadas, y las glosas que las acompañan, igual que la propia memoria, están sometidas a influencias externas que las manipulan intencionada o accidentalmente. De ahí que “Jorge” confunda vivencias con películas, o que cite a Raoul Ruiz, maestro de la narración oblicua y a contracorriente, como su ídolo personal. En resumidas cuentas, Rastreador de estatuas es un experimento visual de gran fuerza lírica, preñado como está de un tono elegíaco y confesional –sea este verdadero o impostado–, y que apela a un tipo de público inquieto, ansioso por recibir nuevas formas de mirar el mundo.
por VÍCTOR BLANES PICÓ
Pierre, el protagonista de L’ombre des femmes, está en pleno proceso de entrevistas para su nueva película sobre la resistencia en la Francia ocupada. Lanza sus preguntas a Henri, un viejo miembro del grupo que trata de recordar y concretar aquel momento de lucha crucial en la historia del país galo. Curiosamente, la última película de Philippe Garrel también podría entenderse como un acto de resistencia. El director de La jalousie puede que sea el más fiel de los cineastas post Nouvelle Vague en términos estéticos y temáticos. Una película como la que nos ocupa, en su forma y fondo, podría perfectamente haberse rodado hace medio siglo y lo único que hubiese cambiado sería el paisaje de París. ¿Quiere decir que estamos ante un producto desfasado, propio de otro tiempo? En absoluto. L’ombre des femmes, como gran parte del cine de Garrel y de muchos de sus correligionarios presentes y pasados, habla de fracasos, de amores y de relaciones a las que el ser humano vuelve repetidamente y que se prestan a una revisión aunque las variaciones narrativas sean mínimas.
Y así funciona el cine de Garrel, merodeando sobre un terreno en el que el cineasta se siente cómodo y que tiene como resultado una obra cargada de sencillez, depuración y delicadeza. Habrá quien quiera reprocharle falta de riesgo, o habrá quien vea en él el último bastión de una manera de contar cierto tipo de historias. Pero tanto unos como otros podrán reconocer la liviandad de su puesta en escena, sin recurrir a florituras o rupturas, para crear una película directa y emotiva sobre la entrega en la vida en pareja desde un punto de vista a la vez irónico y abatido. Mientras que la voz en off nos indica que es ella, Manon, la que vive a la sombra de Pierre, el título hace referencia a la sombra de las mujeres, donde parece cobijarse el ego sentimental de él. “No me culpes por ser un hombre”, le espeta él en una de sus discusiones, mientras ella reafirma ante su madre que no considera que haya sacrificado su vida profesional por estar junto al hombre al que ama. En estos dos ejemplos se ven los polos sobre los que bascula L’ombre des femmes, la batalla subliminal entre una relación marcada por los roles y clichés sociales establecidos pero que se quiere sentir libre de ataduras ante esa idea bohemia, romántica, libre y agridulce del amor tan representativa del cine francés. La infidelidad aparece inevitablemente como una pieza intrínseca a este engranaje sentimental. Sin dar demasiadas vueltas, Garrel consigue esquivar las clásicas consideraciones simplistas de género propias de estas situaciones, y así, casi como en un soplo, los escasos 73 minutos que utiliza para contar la historia pasan con la levedad de ese cine resistente que se ocupa de las pequeñas cosas de la vida.