Al iniciarse una nueva semana, las calles céntricas de la ciudad muestran la actividad habitual, en comercios y bares/restaurantes, de una zona tan turística como Barcelona. Solo que es lunes; y los lunes tienen, como decía el Miguel Hernández, “un cielo gris desconsolado.” La eficiente calma del trabajo también parece aburrimiento, rutina, condena. Con menos público en los pases, y solventando definitivamente el canjeo de entradas descargándolas con el móvil –qué gran invento–, el ambiente del D’A, entre vacío y resignado, invitaba a ver películas melancólicas o siniestras. Lo curioso es que tanto Mate-me, por favor (2015), de Anita Rocha da Silveira, como Lily Lane, (2016) de Benedek Fliegauf, cumplían, no con una de las dos condiciones, sino ambas; es decir, eran a la vez terroríficas y tristes… Y también mucho más. Porque tanto la coproducción brasileño-argentina como el filme húngaro optan por narrar historias realistas, hasta con un trasunto de crítica sociológica, pero empleando un tono que las acerca al Giallo y al J-Horror, respectivamente. De esta forma, sus autores no solo se aseguran de impactar a la audiencia, sino que abren nuevos cauces en la forma tradicional de construir el relato fílmico. Sin duda, dos obras muy originales que nuevamente hacen que el espectador agradezca la existencia del Festival, pues de otra forma sería difícil poder visionarlas en pantalla grande.
Mate-me por favor (Anita Rocha da Silveira, Brasil, 2015).
El plano final del primer largometraje de la realizadora brasileña resume con contundencia la intencionalidad temática de la película. Y es que con Mate-me por favor Rocha da Silveira lleva a cabo una turbadora indagación sobre la violencia en nuestro mundo contemporáneo, centrada en aquellos que más pueden verse afectados –como verdugos o como víctimas– por ella: los adolescentes. En este sentido, la estructura climática de la pieza y el inquietante prólogo que la abre la hacen una especie de mixtura imposible entre En compañía de lobos (1984), de Neil Jordan, por su inmersión gore en los deseos sexuales de un grupo de quinceañeras, y Tesis (1996), de Alejandro Amenábar, por su crítica en tono de thriller al sensacionalismo de los medios de comunicación de masas. En efecto: Bia (Valentina Herszage) y sus amigas “juegan” a ser adultas a través de las leyendas urbanas macabras que se cuentan y de sus relaciones, tal vez demasiado precoces, con chicos. Dada la constante presencia de la sangre en pantalla –“la sangre es vida”, dirá Bia–, así como la unión entre el deseo y la muerte, Rocha da Silveira realiza un homenaje muy particular al giallo, mereced a la repugnancia, pero también a la fascinación, que sienten los personajes hacia unos asesinatos en serie que se están produciendo cerca de su instituto. Desde el principio, la directora retrata la ciudad como un ente ominoso, una mole informe y oscura, llena de ruidos extraños y luces aisladas e indescifrables: una especie de monstruo al acecho de sus presas. Y éstas no solamente son las muchachas brutalmente violadas, sino también la inocencia de quienes asisten a sus muertes. Porque el mal que parece anidar en lo más profundo de esa congregación humana por excelencia –la urbe–, se ha extendido a una más grande, mundial: Internet.
No es extraño, pues, que ante la pantalla de su portátil, João (Bernardo Marinho) tenga la expresión de un hipnotizado fanático; o que quienes prediquen las palabras de justicia y esperanza lleven a cabo burdos espectáculos televisivos pseudorreligiosos; o que se divulgue la información personal de las víctimas a través de las redes sociales; o que, en fin, los selfies tomados con los móviles sirvan de –¿involuntario?– reclamo para los “depredadores”. Asimismo, esa saturación de estímulos audiovisuales produce el efecto dual, y paradójico, de, por un lado, insensibilizar a la gente, de forma que las jóvenes amigas bromearan a menudo sobre las asesinadas, y, por el otro, de magnificar algo en realidad tan antiguo y común como un crimen, al darle ese toque de intensidad propio de lo prohibido que irremediablemente atrae el espíritu rebelde de los adolescentes. Y más aún si estos carecen de una guía paterna que les dé los valores adecuados: ahí está la continua ausencia del hogar de la madre de Bia y de su hermano (del padre, ni se habla) para probarlo. En resumen, Mate-me por favor, en apariencia un mero filme de explotación slasher, termina por ser una irónica reflexión, y muy dolorosa, sobre el nada halagüeño futuro de nuestra sociedad globalizada: un erial de empatía y principios éticos, al cual nos dirigimos pasivamente, guiados por los poderosos y la información que controlan y manipulan como si fuéramos zombies descerebrados. Lástima el excesivo empleo de música extradiegética que, si bien pretende incidir en esa sobrecarga de estímulos comentada, por desgracia transforma algunos momentos del filme en una sucesión de vídeoclips.
Lily Lane (Liliom ösvény, Benedek Fliegauf, Hungría, 2016).
El autor de la interesante, aunque irregual, Womb (2010) regresa al género fantastique con Lily Lane. O, mejor dicho, en vez que optar por un discurso seco y realista para narrar una historia de malos tratos en el seno de una familia desestructurada, lo que habría hecho de la cinta otra creación de contundente denuncia social a guisa de su excelente Solo el viento (2012), Fliegauf le ha conferido un envoltorio de historia de terror que pretende ahondar, parafraseando a Gutiérrez Nájera, en las oscuras y silenciosas corrientes del alma. Para ello, el director húngaro emplea tres tipos de planteamientos visuales que al principio desconciertan al espectador pero, conforme avanza la trama, se hacen comprensibles y complementarios: primero, imágenes descuadradas, mal iluminadas y con una cámara siempre en movimiento tomadas desde distintos móviles; segundo, una cámara más estática con un buscado de efecto de ruido y grano, pues emplea la luz natural, y tercero, inquietantes fragmentos en blanco y negro, a cámara lenta, levemente desenfocados y con una fotografía de tan alto contraste que apenas se adivinan las formas contenidas en ellos. Paulatinamente, sabremos que las filmaciones del móvil están asociadas a la relación de la protagonista, Rebeka (Angéla Stefanovics), con su hijo Dani (Bálint Sótonyi), con lo que ejercen de una especie de archivo documental de su tiempo en común. En cuanto a las tomas con cámara de rodar, se trata del presente de ambos, lo que explica su textura realista, al coincidir con el único momento del relato que existe en verdad. Y, finalmente, esos extraños flashes sin color se revelarán como memorias/ensoñaciones de Rebeka, que carga consigo un pasado muy oscuro.
De hecho, desde la primera escena del relato, y también desde la primera línea de diálogo del guion –obra del propio director–, ya nos queda claro que no estamos sumergiendo en una fábula para adultos, al estilo de La noche del cazador (1955), de Charles Laughton, o de Corazón salvaje (1990), de David Lynch. Y es que pronto vemos “castillos” encantados y “fantasmas”, bosques recónditos y casas abandonadas, mientras que se nos habla de hadas, cazadores, zorros mágicos… Asimismo, y dado que supone una inmersión en el subconsciente de una persona, lo que inevitablemente le confiere a la obra una atmósfera de pesadilla freudiana que acrecienta su desasosegante banda sonora –también compuesta por Fliegauf –, resulta imposible no pensar en Recuerda (1945), de Alfred Hitchcock, o en la reciente The Babadook (2014), de Jennifer Kent. Por tanto, y demostrando una vez más que, para incidir en el horror a menudo es mejor sugerir que mostrar, el cineasta húngaro se sumerge en el lado oscuro del corazón humano mediante una precisa depuración de las imágenes y un exigente discurso formal que, bien sea luminoso o sombrío, bien esperanzado o desgarrado, contiene siempre, empero, una ambigua belleza… Tan ambigua como la propia vida.
Otras críticas del día:
■ Baden Baden, de Rachel Lang. Por Víctor Blanes Picó (Crítica).
■ Desde allá, de Lorenzo Vigas. Por Andrea Núñez-Torrón Stock (Crítica).
■ The other side, de Roberto Minervini. Por Alberto Sáez Villarino. (Crítica).
■ Posto avançado do progresso, de Hugo Vieira da Silva. Por Luis Enrique Forero Varela (Crítica).
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