Tis the eye of childhood that fears a painted devil
crítica de La bruja (The witch, Robert Eggers, EE.UU., 2015).
La creencia en la magia negra y su poder para atentar contra la integridad de la ciudadanía respetable, bondadosa, compasiva y, generalmente, católica, fue algo tan extendido y frecuente a partir del siglo XVI que no hubo más remedio que incluirla como una parte regulada de la sociedad, no sólo en los ámbitos jurídico y popular, que por aquel entonces se encontraban estrechamente unidos en sus decisiones, sino también en el académico y cultural. Respecto al discurso intelectual y eclesiástico, la cultura elaboró la cualificación herética de las expresiones concretas de la magia: brujería y hechicería. Ambos conceptos hermanados dentro de un culto supersticioso pero que, no obstante, serían diferenciados por la presencia o ausencia de un pacto como recurso de mediación. Este pacto no sólo suministró la base de la definición legal del delito de brujería, sino que además establecía una compleja relación entre las prácticas paganas con un supuesto culto al diablo para, en primera instancia, obtener de él un estipendio prefijado —salud, dinero, amor…— a cambio de la servidumbre eterna en el averno después de la muerte. En cualquier caso la presencia de ese ser demoníaco, representado con la figura masculina y poderosa, era condición sine qua non para la existencia de la bruja, cuyo vínculo con el sexo femenino impedía que se le otorgaran unos valores potestativos absolutos. Y aquí es donde entra en juego la cabra, Black Phillip, en la ópera prima de Robert Eggers: La bruja (The Witch), un animal que se apodera de toda la tensión en este thriller psicológico y establece una correlación absoluta entre lo místico y lo terrenal.
La trama se contextualiza en 1630, el término caza de brujas había sufrido un cambio conceptual bastante significativo, dejando de ser una persecución masiva contra todo un colectivo —algo que volvería a tomar fuerza posteriormente en el ignominioso juicio contra las brujas de Salem— para ocuparse de casos individualizados, aunque con mucha mayor recurrencia. Aquí se evidencia el claro oportunismo despótico de incurrir en la villanía de arruinar la vida de tu vecina, llamándola bruja públicamente por cualquier malentendido o disputa. Los fallos en los sistemas políticos de gobierno y los extremismos religiosos son puestos en evidencia desde la secuencia de apertura, en la que se aprecia a una familia siendo expulsada de una colonia de ingleses a causa de unos choques irreconciliables en la interpretación de los evangelios. Desde ese momento, el matrimonio formado por William y Katherine se traslada a vivir a una cabaña en el bosque junto a sus cinco hijos. A partir de entonces, una serie de penosas situaciones perseguirá a la familia, que verá como sus tierras son incapaces de proveerles alimentos debido a una falta de fertilización. Como era costumbre, todas estas vicisitudes serán asumidas por la familia como un castigo divino o, acaso, por una intervención de fuerzas oscuras conjurándose para actuar en su contra. Entonces llega el suceso desencadenante del estallido psicótico y la histeria colectiva tan definitoria de este tipo de situaciones. Mientras la mayor de los hermanos juega con el bebé recién nacido, éste desaparece de manera inexplicable y, pese a que los padres se ven obligados a aceptar por amor fraternal la teoría de un lobo secuestrador, la inocencia espiritual de Thomasin será puesta en tela de juicio y se la someterá a un concienzudo escrutinio constante en cada una de sus acciones. Finalmente, el ser humano termina creyendo lo que sus ojos se esfuerzan en mirar, aunque sea en un débil espejismo que se moldea con la misma forma de nuestras obsesiones.
«Los elementos invisibles son la clave de la película; emerge un verdadero desasosiego en el espectador por aquello que presiente pero no puede ver ni oír. Se produce ese contagio de miedo del que hablábamos, las imágenes mostradas no indican nada sobrenatural, todo se desarrolla con flemática tranquilidad sin que ningún elemento externo se interponga en la cordura de los personajes».
Golpeados por el fantasma de la inanición y siete bocas que alimentar, la paranoia creciente conducirá a que las relaciones entre familiares se vayan tensando hasta el punto en el que una acalorada discusión entre hermanos —Black Phillip golpea de nuevo—, tan común por otro lado en cualquier familia, termina por llevar a la enajenación absoluta y al terror irracional a unos padres que contagiarán su enfervorecido estado, tanto al resto de protagonistas como a los propios espectadores. Los elementos invisibles son la clave de la película; emerge un verdadero desasosiego en el espectador por aquello que presiente pero no puede ver ni oír. Se produce ese contagio de miedo del que hablábamos, las imágenes mostradas no indican nada sobrenatural, todo se desarrolla con flemática tranquilidad sin que ningún elemento externo se interponga en la cordura de los personajes. El espectador, por lo tanto, no tiene motivos para temer que algo pueda salir mal y, aun así, es incapaz de controlar una desazón desenfrenada. Se contamina del terror y el azoramiento que se han apoderado de la familia, el germen de la desconfianza se propaga como un virus implacable, surge una sensación de pánico generalizada de la que no somos capaces de escapar. Todo resulta una crítica al extremismo religioso, el mismo que condenó a la hoguera y a la horca a cientos de personas; una sátira que, en sus momentos de sutil insinuación, avanza con denodada fiereza. La elocuencia metafórica se aplica con agilidad mientras se ejemplifican los castigos meritorios del pecador por incumplir los mandamientos o los preceptos básicos del cristianismo. Vemos al joven Caleb mirando de forma concupiscente a su propia hermana junto al río, una imagen de una fuerza apabullante, que rebosa erotismo pecaminoso, postrera ingenuidad inocente y lujuria incestuosa contenida en cada fotograma, escena que tendrá un brillante desenlace cuando Caleb sea castigado por una bruja que lo posee sexualmente usando como anzuelo la voluptuosidad de sus senos. Unos pechos a los que el muchacho no pudo resistirse instantes antes en el encuentro con su hermana.
«La imagen se traslada inexorablemente al romanticismo inglés, puede que más en las formas que en el contenido, descubriendo manifiestas semejanzas entre la fotografía de Jarin Blaschke con algunas de las obras de Caspar David Friedrich, llevándonos a pensar en una clara influencia de este periodo pictórico y, muy posiblemente, en una transferencia ideológica directa del propio pintor...»
Empero, intercalados con esos momentos de extrema gravedad extrasensorial, existen otros mucho más explicativos que debilitan la consistencia fílmica global y en los que el propio director duda de su pericia, que a estas alturas de metraje ya había demostrado sobradamente poseer, pecando de reiterativa obviedad. Rompe con la estética expresionista para recrearse en lo evidente y en unos diálogos demasiado sobrecargados que entorpecen el místico fluir de una narración que, en sus silencios, en los juegos de miradas y de voces guturales que se elevan por encima de la condescendencia católica, avanzaba con brillante potencia. Afortunadamente, la fotografía actuará como paliativo para cubrir esa falta de temperamento, o esa modestia principiante, para ofrecer un ejemplo visual delicado y sublime que logra conectar con la finalidad última del director. Así, la composición, antaño expresión del desasosiego del autor, se ancla aquí en un relato de desesperación y manifestación desgarrada de la humildad, no tanto de un artista presa de la angustia, como de personajes de ficción herederos de unas prácticas vesánicas, atávicas y de claro sello romántico. La imagen se traslada inexorablemente al romanticismo inglés, puede que más en las formas que en el contenido, descubriendo manifiestas semejanzas entre la fotografía de Jarin Blaschke con algunas de las obras de Caspar David Friedrich, llevándonos a pensar en una clara influencia de este periodo pictórico y, muy posiblemente, en una transferencia ideológica directa del propio pintor, como podemos apreciar al observar en paralelo cualquier fotograma de la película con en el óleo Abadía en un bosque (1809-1810). La referencia al paisajismo romántico ofrece la posibilidad a Eggers de exteriorizar toda su inquietud por la incapacidad de controlar un modelo de vida contradictorio. Un paisaje concebido con la idea de desposesión, de terror y fascinación litúrgica; es la angustia de quien vive sometido por una promesa de eternidad que le es arrebatada por causas que escapan a su control —el bebé muere, o desaparece para ser dado por muerto, antes de que pudiera ser bautizado—. El mensaje final retoma su brillantez para ofrecernos lo mejor del alegórico proceder de Eggers, quien plantea una simple pregunta final: ¿Existe la bruja? Lo cierto es que la pregunta no podría ser contestada de manera más certera; sí, existe la bruja, con la total convicción de una mujer que vive abrazada a las santas escrituras y lleva el fuego de la pasión y el odio oculto en su mirada, dispuesta a dirigir toda esa furia implacable contra cualquiera que ose salirse del camino establecido por el mesías y encamine sus pasos hacia las acciones heréticas de la tentación o la debilidad. Las brujas existen en el extremismo fundamentalista del creyente. Para los herejes, esas brujas no serán más que lobos o simples accesos febriles de enfermedades terrenales. | ★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Dublín
Ficha técnica
Estados Unidos. 2015. Título original: The Witch. Director: Robert Eggers. Guion: Robert Eggers. Fotografía: Jarin Blaschke. Duración: 92 minutos. Música: Mark Korven. Productora: Coproducción USA-Canadá-Reino Unido; A24 / Code Red Productions / Pulse Films / Scythia Films / Rooks Nest / Maiden Voyage Pictures / Mott Street Pictures. Montaje: Louise Ford. Diseño de producción: Craig Lathrop. Diseño de vestuario: Linda Muir. Intérpretes: Anya Taylor-Joy, Ralph Ineson, Kate Dickie, Harvey Scrimshaw, Lucas Dawson, Ellie Grainger, Julian Richings, Bathsheba Garnett, Sarah Stephens, Jeff Smith. Presentación oficial: Sundance Film Festival.
Anexo #1 / Crítica de The witch de Emilio Martín Luna desde el Festival de Karlovy Vary.